viernes, 1 de febrero de 2013

Vagando por la Historia: La mujer en la Edad Media

Este será uno de mis posts más eruditos dentro de lo que cabe. Algunos ya sabéis que, aparte de escritora novel, soy licenciada en Historia. Pero también debo decir que soy una apasionada de la Historia. Creo firmemente que en el estudio del pasado está la respuesta a lo que somos hoy en día, y nos da las claves para no cometer los mismos errores en el futuro. ¡Lástima que los políticos no sean aficionados a la Historia! Descubrirían muchas cosas que les ayudarían a evitar muchas otras.

Pero hoy no voy a hablar de temas políticos, primero porque no son mi especialidad, y segundo porque todos estamos un poco hartos últimamente de la política. No, hoy me voy a retrotraer hasta mi época favorita, que es la Edad Media, para hablar un poco sobre la mujer en distintos ámbitos: En el trabajo, en el poder, en la literatura, en la Iglesia… No dispongo ahora mismo de toda la bibliografía que desearía tener en mis manos, pero me esforzaré por dejar datos que podáis contrastar si os interesa el tema o queréis saber más al respecto.
La condición femenina ha arrastrado consigo a lo largo de los siglos unas connotaciones muy negativas, y la Edad Media está concebida en el imaginario popular como una época en la que las tendencias misóginas estaban a la orden del día. No se puede desmentir en su totalidad esta afirmación, pero sí se pueden extraer ejemplos de cómo las mujeres podían tener notoriedad, y no siempre eran mal vistas.


Visión de la mujer:
 
La herencia de la Antigüedad se deja ver en muchos campos, desde el ideológico hasta el jurídico, sobre todo a partir del siglo XII. En la Edad Media se aplican muchas ideas misóginas de la Antigüedad y se aumentan, es decir, que al antifeminismo aristotélico hay que añadirle las premisas de los Padres de la Iglesia o las de los clérigos medievales en general. Son los hombres los que elaboran un sistema de valores de la sociedad y los que tienen palabra sobre la mujer.

En los siglos XI y XII se produjo un movimiento purificador en el seno de la Iglesia propiciado por el papa Gregorio VII, que afectó a la mujer de las siguientes maneras: Al instaurarse el celibato eclesiástico obligatorio, se consideró a la mujer como fuente de todos los males, y la nueva definición del matrimonio hará de éste un sacramento indisoluble y vitalicio.

A partir del siglo XIII es cuando se elabora el modelo a seguir para la mujer. La Virgen María es el modelo por excelencia, pero también es el más inalcanzable, porque ninguna mujer podía aspirar a ser tan pura como ella. En contraposición, se hallaba la figura de Eva, vista como pecadora y tentadora. Entre ambas, surgió el modelo de María Magdalena, como imagen de la mujer arrepentida que puede redimirse dedicando su vida al Señor.

Fue a finales de la Edad Media cuando algunas mujeres, como Christine de Pizan con su libro La ciudad de las damas, hicieron oír su voz. Esta autora se lamenta de haber nacido mujer porque no acepta los preceptos masculinos de que la mujer es más estúpida que el varón. En efecto, los hombres consideraban inferior a la mujer basándose en una supuesta incapacidad natural de la misma para acceder a la cultura. La mujer debía estar limitada al espacio doméstico, reservando el público para los hombres. Felipe de Novara llegó a decir: “A la mujer no debe enseñársele a leer ni a escribir”. Pero a pesar del intento de recluir a la mujer en la casa y no permitirle el acceso a la educación, no faltaron mujeres con formación intelectual, como María de Francia, que nos legó sus maravillosos Lais.
La cuestión sexual fue la clave de las reglas de comportamiento que los hombres impusieron a las mujeres. La mujer menstruante era impura, y se decía que podía estropear la comida o que su mirada volvía opacos los espejos. La castidad se consideraba la virtud por excelencia, de modo que la mujer virtuosa tenía que ser modesta, sobria en el vestir, silenciosa, limitar sus salidas a la calle, comer y beber poco, etc.; es decir, debía comportarse de modo que no provocase la sexualidad masculina. También debía ser laboriosa para distraer el ocio, que podía llevarla a tener malos pensamientos, y el silencio se le imponía para arrancarle el vicio de hablar demasiado, que supuestamente era natural en una mujer.
Este silencio se extendió a otros ámbitos más allá del familiar. A la mujer se le cerraron las puertas de las universidades y de la Iglesia, que no la autorizaba para decir misa ni predicar.
 
 
Labores:
En la Edad Media, tanto los hombres como las mujeres tenían que trabajar. Si recurrimos a los argumentos religiosos, veremos que se consideraba que la mujer era la causante del trabajo. En el Paraíso, antes de que se cometiera el pecado original, Adán no trabajaba; se verá obligado a sudar y esforzarse cuando Dios descubra que, por culpa de Eva, ha desobedecido Su mandato (“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”, Génesis 3, 19). Esta ideología eclesiástica sobre la mujer, configurada sobre todo a partir del siglo XI por obra de Cluny, convive con otra ideología de raíces germánico-indígenas, que sobrevivirá a nivel popular y agrario: La mujer toma parte activa en el trabajo y, como procreadora de hijos, proporciona futura fuerza de trabajo.
Encontramos mujeres en casi todos los oficios de la industria medieval. Había barberos y “barberas” que también se dedicaban a practicar sangrías, un remedio que curaba toda clase de malestares. Las mujeres aprendían desde muy temprana edad a utilizar la rueca y el huso, a coser y a bordar. Pero también había herradoras, cerrajeras, joyeras y orfebres; fabricaban agujas, cuchillos y tijeras.
Hallamos mujeres ejerciendo de buhoneras, encargadas de los baños públicos, cerveceras y ropavejeras. También se tienen testimonios de mujeres que figuran en listas de algunos gremios, sobre todo en el ramo textil. El trabajo de la seda era casi un monopolio femenino, ya que se necesitaban manos suaves y dedos delicados para trabajar bien.
Por supuesto, también trabajaban el agro. En una casa medieval nunca faltaba el trabajo, y las mujeres arrimaban el hombro tanto como los hombres. No sólo araban, sembraban y cosechaban en el campo junto a sus esposos o parientes, sino que también tenían que hacerse cargo de la casa, de cuidar a los animales y de administrar en la medida de lo posible los bienes con los que contaba la familia.

Educación:
 
De acuerdo con los modelos establecidos, la mujer bien educada tenía que cumplir estos cuatro objetivos: buenos modales, devoción religiosa, saber hacer las labores del hogar y, en última instancia, formación intelectual. A nuestros días han llegado tratados didácticos como Le menagier de Paris, en el que un hombre mayor instruye a su joven esposa (sabiendo que él podría morir pronto y ella volverá a casarse) en las acciones que harán que su próximo marido se sienta cómodo en su casa. Otros tratados están enfocados hacia la educación cortesana y las normas del amor cortés.

Para tener una educación literaria, las mujeres podían instruir a sus hijas en conventos (principalmente las que pertenecían a la nobleza y la alta burguesía), ponerlas al servicio de grandes damas, el aprendizaje en una casa burguesa y la instrucción en colegios elementales para niñas. Sin embargo, el analfabetismo femenino era muy elevado, aunque las damas de la nobleza y la burguesía sabían leer y escribir.

En el siglo IX, Dhuoda escribió Manual para mi hijo, dedicado a su hijo Guillermo, el tratado de educación más antiguo que se conserva. En este tratado, Dhuoda se vale de cuentos, acertijos y consejos para enseñar a su hijo a comportarse en la corte de un gran señor, lo que demuestra que, a pesar de que a cierta edad los niños eran separados de sus madres, éstas seguían ejerciendo influencia como primeras educadoras.

 
Matrimonio:
 
El espacio de la mujer era la casa. Allí permanecía soltera, casada o viuda. La Iglesia señalaba que la mejor condición para la mujer era la soltería si vivía en castidad, pues se mantenía pura. La viudez significaba que había pasado por la impureza del matrimonio, pero tenía una nueva oportunidad de ser casta y pura. Las mujeres casadas, que mantenían relaciones sexuales con sus maridos, no estaban tan bien consideradas por hallarse impuras.

Pero la Iglesia comprendía que sin el sexo la especie no continuaba, de modo que sólo declaró aceptables las relaciones dentro del matrimonio. Sin embargo, esto no significaba que los hombres no pudieran tener relaciones fuera. La prostitución estaba bien regulada porque se trataba de una necesidad masculina y una salvaguardia para las esposas e hijas decentes, además de que podía evitar el aumento de las violaciones.

Para una mujer, el matrimonio significaba un gran cambio. Se marchaba de la casa de su padre para ir a la de su marido, y también pasaba del dominio del padre a la subordinación a su marido. No tenía capacidad de decisión acerca de si quería o no contraer matrimonio, ya que decidían por ella. El amor no condiciona y precede al matrimonio, sino que es un precepto moral. El matrimonio era más bien un contrato, una institución que posteriormente la Iglesia se encargó de sacralizar para tenerlo bajo control. El amor sólo existía extraconyugalmente, y no tenía connotaciones positivas por los efectos que producía: melancolía, ojos hundidos, ojeras… Esto no quiere decir que no existieran matrimonios por amor, pero posiblemente se dieran más entre los campesinos y los siervos; la nobleza y la alta burguesía solía celebrar matrimonios de conveniencia.

La edad para contraer matrimonio no es siempre la misma a lo largo de la Edad Media, ni en todas las áreas europeas. Del siglo V al siglo XII, la edad de la pareja era bastante similar. En la Baja Edad Media aumenta la distancia de edad entre los cónyuges, siendo la mujer mucho más joven que el hombre. La Iglesia fijó la edad de 7 años como mínima para casar a una niña, aunque a esa edad sólo se celebraban los esponsales; el casamiento tenía lugar a los 12 años. Los muchachos podían casarse a partir de los 14.

La dote constituía el patrimonio de la mujer, y como tal tenía derecho a recibirla de su padre. Era su aportación a los gastos del matrimonio y debía serle restituida en caso de anulación del matrimonio por consanguinidad o incapacidad para tener hijos. También se le devolvía si su marido fallecía o no sabía administrarla correctamente. La mujer sólo perdía la dote en caso de adulterio, lo que llevó a algunos maridos avariciosos a acusar en falso a sus esposas para despojarlas de su patrimonio.

A la hora de elegir esposa también se tenía en cuenta la situación social de la familia, su reputación, sus amistades y la fama de la novia en cuanto a sus buenas costumbres. En el precioso contrato de dote que Gunterigo entrega a su esposa Guntroda (fechado en el año 926), éste se refiere a ella como la más dulce de las mujeres y acepta unirse a ella para su felicidad, la de sus familias y por consejo de “hombres buenos”.

La buena esposa tenía que cumplir cinco obligaciones: honrar a sus suegros, amar al marido, cuidar de su familia, gobernar la casa y portarse de modo irreprochable. La maternidad era el fin del matrimonio, pero constituía un grave peso para la mujer por las molestias y peligros del embarazo y del parto. Muchas mujeres morían en el parto; otras, pasaban buena parte de su vida embarazadas. Las capacidades reproductoras de la mujer se explotaban hasta las últimas consecuencias, y la esterilidad se consideraba como el peor de los males.

 
Situación jurídica:
 
Frente a sus numerosas obligaciones, las mujeres apenas gozaban de derechos. Se daban muchas situaciones de injusticia, pues cuando la mujer trata de defenderse rara vez tiene a la justicia de su parte. Un ejemplo claro es el divorcio. Antes de que la Iglesia instituyera el matrimonio indisoluble, existía el divorcio según los derechos romano y germánico. Para el hombre resultaba fácil repudiar a la mujer, bien por adulterio (derecho romano) o por no engendrar hijos (derecho germánico), pero no era tan sencillo para la mujer, ni siquiera alegando que su marido era adúltero.

A las mujeres se les cerraron las puertas del ámbito público, sobre todo dos actividades fundamentales: la política y la económica. El poder político estaba prácticamente vedado a la mujer, salvo el poder real. La actividad económica de las mujeres estaba restringida a determinados oficios en los que los hombres les permitían intervenir.

Tenían vedado el campo de las leyes, ya desde el Código Teodosiano (438), que prohibía a las mujeres actuar como abogados o presentar querellas criminales ante los tribunales, a no ser que fuera por una injuria cometida contra su persona.

Tristemente, se han registrado casos de malos tratos a las mujeres. Las crónicas nos han dejado la historia del rey visigodo Amalarico (502-531) y su esposa Clotilde, que terminó con la muerte de ésta a consecuencia de las brutales palizas que le propinaba. De la reina Urraca I de León (1080-1126) también se han hallado testimonios del maltrato psicológico y físico al que la sometía su segundo esposo Alfonso I el Batallador, del que más tarde se divorciaría a pesar de la feroz crítica de cronistas como Rodrigo Jiménez de Rada.

Sin embargo, no es sólo en los estratos más elevados de la sociedad donde encontramos casos de mujeres que son conscientes de sus derechos y saben hacerlos valer ante las autoridades pertinentes. Teresa Gómez presenta una querella en contra de Juan, criado de Juan de Novoa, ante el procurador de la ciudad de Ourense, y el motivo no es otro que el de denunciar un intento de violación frustrado gracias a la presencia de testigos que pasaban cerca del lugar. Elvira Rodríguez, esposa del mercader ourensano Juan Alfonso de Tenorio, se ve obligada a abandonar el hogar para acudir al regidor y al juez de Ourense y denunciar ante ellos los malos tratos a los que la somete su marido. El caso termina con el regreso de la mujer a su domicilio, con la promesa del marido de que no volverá a golpearla.


La mujer en el convento:
 
El recogimiento en una institución religiosa estaba reservado a las mujeres solteras cuyo padre no encontraba marido adecuado para ellas o no tenía suficiente dote para casarlas. La vocación religiosa no era un requisito necesario (se dan innumerables casos de niñas que son novicias a los cuatro años), pero también había mujeres que ingresaban en un convento por voluntad propia, como ocurría con algunas viudas. Las clases más elevadas de la sociedad buscaban la colocación de sus hijas en un monasterio, para lo cual era imprescindible una aportación económica (IV Concilio de Letrán, 1215).

El convento ofrecía un retiro espiritual, pero también la posibilidad de ejercer una profesión. Las monjas se dedicaban al trabajo y la oración, siguiendo la regla benedictina del ora et labora.

Pero la Regla Benedictina no estaba adaptada a las necesidades de las monjas, pues los Padres de la Iglesia sólo tuvieron en cuenta en su momento las necesidades masculinas. La Regla de San Benito daba indicaciones sobre el vestido que eran físicamente imposibles para las monjas, sobre todo durante la menstruación (túnicas de lana ceñidas a la carne). Los abades podían ejercer el sacerdocio, pero no las abadesas. La regla de hospitalidad también era un inconveniente, pues sería moralmente inapropiado que un convento femenino diera cobijo a huéspedes masculinos.

Los monasterios que se hallaban en el medio rural tenían grandes propiedades y se comportaban como cualquier otro señor feudal, con campesinos dependientes para trabajar sus tierras. El convento era también un lugar de educación y funcionaba como un internado para niñas de clases elevadas.

Algunas monjas llegaron a cursar el Trivium y el Quadrivium. Su formación les permitía dedicarse a la traducción o a la copia de manuscritos (se ha hallado en un códice una iluminación realizada por una monja que ha dejado su nombre).

El silencio era algo impuesto a las monjas en su forma más literal. La comida en silencio exigía un lenguaje de signos cuando necesitaban comunicarse. Todos los días se les proporcionaba lana para hilar, y debían hacerlo en silencio.

 
El Amor:
 
Como objeto literario, la figura de la mujer aparece tamizada según la idea del hombre, pero aparece como protagonista en muchas obras literarias. Las cantigas de Gilhem de Peitieu, noveno duque de Aquitania, tienen una perfección muy lograda, de lo que se colige que ya existía una tradición poética anterior.

La fin’amors era el rito de amor. Había todo un código de refinamiento en el arte de amar, basado en gran parte en la filosofía platónica y cristiana medieval. La lírica cortés recoge una tradición amorosa clásica que ya se había visto con Ovidio en su Ars Amandi, y consiste en un complejo conjunto de virtudes y cualidades unidas a aspectos metafísicos que no están al alcance de todos los públicos.

La gran novedad de la fin’amors es el tema central (el amor) y el personaje principal (la mujer). En la lírica cortesana, la mujer adquiere un valor muy destacado como personificación del amor. El poeta dota a su senhor o midons (referencia al vasallaje, a la consideración de la mujer como dueña de poder casi feudal sobre el poeta, su vasallo) de un halo de perfección moral y espiritual que la aleja del resto de los mortales. Es una mujer de belleza extraordinaria, de ojos resplandecientes (una referencia al amor que entra por los ojos) y frecuentemente rodeada de luminosidad. Esta imagen idealizada pero distante y abstracta de la mujer alcanzará su máximo esplendor con la Donna Angelicata propia de la poesía del Dolce Stil Nuovo.

En la lírica cortés, el poeta siempre se enamora de una mujer casada, ya que se entendía que el amor no estaba en el matrimonio. Al tratarse de un amor adúltero, se debe instaurar un secreto de amor. El marido siempre es viejo y celoso, y se sirve de otros personajes para separar a los dos enamorados. El poeta pasa por varias etapas en su amor, hasta que logra el galardón de la dama, y también debe cumplir con unos requisitos que le hagan merecedor de su favor, que puede ser una mirada, un saludo o, en algunos casos, la consumación sexual. Andreas Capellanus ofrece en su Tractatus de Amore (siglo XIII) todo el código que los trovadores deben seguir a la hora de cantar y alabar a su dama.

La relación mujer-amante refleja una relación vasallática señor-siervo. La amada no puede rechazar el servicio de amor si es puro y mantiene la gentileza de costumbres; dicha gentileza no depende de la nobleza de sangre, sino del espíritu, dando a entender que sólo aquellos que posean un espíritu elevado pueden conocer el amor puro. Es común encontrar referencias al amor a primera vista o al amor de oídas (amor de lonh); se produce de manera súbita, pero es firme y duradero.

En imágenes y miniaturas de la época podemos encontrar toda una simbología dedicada al amor. El regalo de amor es un objeto que se regala a la persona amada, pero su significado sobrepasaba los límites físicos, en el sentido de que iba acompañado de un sentimiento. Aparecen cofres, cinturones, broches, lazos, espejos (tiene mucha importancia, porque la amada se refleja en el espejo), peines, e incluso llaves y candados con lemas de amor. También era frecuente regalar cachorros, pájaros o conejos a la amada, pues son animales que acariciará y tendrá como compañía. La idea de “entregar el corazón” surge en esta época, y existen muchas imágenes de parejas que se intercambian corazones como signo de amor.

La tradición clásica influyó en la imaginería del amor al representarlo como un querubín. El dios Amor provoca el “flechazo” entre los amantes (en los países del norte de Europa se representa al amor como una mujer por la confusión de géneros en las palabras). Sin embargo, los modelos del amor clásico suelen ser desafortunados, como es el caso de Helena de Troya y Paris, Dido y Eneas, entre otros. En los Amores de Bayad y Riyad se da la primera aparición de una celestina.

Los espacios del amor son recurrentes en la literatura y en las miniaturas. Se suele representar un castillo habitado por mujeres (la virtud) que sufren el asedio de numerosos caballeros (el deseo). También era muy importante el jardín como lugar de encuentro de los amantes, o la fuente de la juventud, aunque con tintes más carnales.

 
Bibliografía:
 
Arias, M.T.; Hildegarda de Bingen, Historia 16. Nº 243

Bertini, F. (ed.); La mujer medieval, Alianza, Madrid, 1991

Cazenabe, M. (et al.); El arte de amar en la Edad Media. José J. de Olañeta, editor. Barcelona, 2000

Duby, G.; El amor en la Edad Media y otros ensayos, Alianza Universidad, Madrid, 1990

Duby, G.; El caballero, la mujer y el cura, Taurus, Madrid, 1999

Narbona, R.; Mujer e Iglesia en la Edad Media, Historia 16. Nº 167

Pernoud, R.; La mujer en el tiempo de las catedrales, Andrés Bello, Barcelona, 1999

Vega, E.; La mujer en la historia, Anaya, 1992

Wade Labarge, M.; La mujer en la Edad Media, Nerea, San Sebastián, 2003


2 comentarios:

  1. ¡Muy interesante y completo el artículo! Me ha gustado mucho :-)
    Justamente ayer comentábamos mi marido y yo que la razón por la que la Iglesia siempre ha demonizado tanto el sexo es porque sus portavoces siempre han sido hombres. Si nos fijamos, la inmensa mayoría de las personas que contratan servicios de prostitución, que ver pornografúa extrema, que sufren parafilias extremas como la necrofilia o la pederastia... son hombres, no mujeres. Parece que lo de que los hombres son unos pervertidos es un tópico, pero si se miran las estadísticas resulta que tiene bastante de verdad; por lo tanto, es lógico que a través de sus ojos el sexo se vea como algo sucio y pecaminoso. Creo que si hubieran sido mujeres las teóricas y las doctoras de la Iglesia, el sexo y el amor se habrían visto como algo bueno y santo, que va unido (lo que son en realidad; y de hecho, es la concepción que se tenía en las antiguas sociedades matriarcales, donde las mujeres eran sacerdotisas del culto a la diosa madre).
    Espero leer pronto más entradas históricas tuyas, es un tema que a mí también me interesa muchísimo ^^

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  2. Me alegro de que te haya gustado! La verdad es que parte de la información la he extraído de los pocos libros que pude encontrar y de mis apuntes y trabajos de la facultad; el resto, de memoria XD.

    Yo creo que uno de los grandes problemas de la Iglesia es que ha perdido puntos porque se ha quedado estancada, pero desde hace mucho tiempo. Si pensamos que gracias a las mujeres el Cristianismo tuvo mucho éxito y repercusión antes de la caída del Imperio Romano, la verdad es que molesta ver la poca repercusión que se les permite tener en su ámbito interno. Y lo de acusar a las mujeres de ser unas tentadoras, pues parece más ver la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio. Si un hombre se dedica a ir de picos pardos o a violar a una pobre muchacha, es que es un chico muy fogoso y tiene que tener sus pecadillos. Pero a la mujer hay que controlarla porque vaya usted a saber lo que podría pasar. Y pensar que aún hoy en día hay gente que piensa así!

    Gracias por pasarte y comentar! Eres bienvenida aquí!

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