martes, 29 de octubre de 2013

La Canción del Bosque



Entre las ruinas de un monasterio perdido, un pastor encontró un vetusto manuscrito muy maltratado por las inclemencias del tiempo. Tenía el grosor de un palmo, pero la mayoría de sus páginas estaban infestadas de moho o se desprendían al menor movimiento. Sabiendo que tenía entre sus manos algo muy antiguo, se lo llevó al sacerdote de su parroquia y éste hizo que unos expertos en codicología lo estudiaran para averiguar su procedencia.


El códice estaba muy deteriorado. De sus más de cuatrocientas páginas solo cinco parecían estar en buen estado. Eso llamó la atención de los expertos: Aquellas seis hojas de vitela mantenían un estado prístino en comparación con el resto del códice. Como si algo quisiera protegerlas de los elementos. Como si alguien quisiera que las encontraran y las leyeran.


Se llevaron las páginas a un paleógrafo, que juzgó interesante compartir el trabajo con un alumno a quien le estaba dirigiendo la tesis doctoral. El joven recibió con inmensa emoción el encargo de transcribir el documento y se puso manos a la obra. Sin embargo, no estaba preparado para el horror que le aguardaba, pues aquellas páginas contaban una historia tan inverosímil como estremecedora. Aterrorizado, pero decidido a seguir adelante, el joven transcribió cada palabra que había escrito el autor del relato en perfecto latín.


Esto fue lo que descubrió:


Las noches en el valle son frías, y ni los gruesos muros del monasterio son capaces de frenar el avance del viento, que se cuela entre resquicios y por debajo de las puertas. A veces el viento sopla con tanta fuerza que apaga el fuego del hogar, por lo que no podemos calentarnos las manos. Pero estoy conforme. Si este invierno que se aproxima es tan crudo que puede acabar con la amenaza que habita en el bosque, soportaré mil penalidades con tal de que así sea. Quiera Dios tener piedad de todos nosotros.


Esta es la quinta noche que paso despierto, inclinado sobre este pliego a la luz de la vela. La pluma tiembla en mis manos y mi cuerpo pide a gritos que le dé descanso. Pero no me atrevo a acostarme, pues sé que, en cuanto cierre los ojos, la pesadilla que no deja de perseguirme volverá para atormentar mis sueños una noche más. Para protegerme de ese ser me he encerrado en mi celda, y he pedido a uno de los hermanos que me diera cera de abejas para hacer unos tapones que cubran mis orejas. Sabiendo lo que sé, toda precaución es poca. Me asusta tanto lo que me aguarda fuera de estos muros que quisiera tapiar las puertas y ventanas del monasterio, hacer hasta lo imposible por impedir que esa criatura dé conmigo.


Últimamente me he obligado a obedecer a nuestro prior, quien dice que mi falta de salud se debe no a una enfermedad, sino al hambre. He intentado ocultar mis temores para no sembrar el pánico, pero no aguantaré mucho tiempo. Me fallan las fuerzas hasta para llevarme la comida a la boca. Hoy estaba tan débil que me desmayé en el refectorio y cuatro frailes tuvieron que llevarme a mi celda, donde me suministraron un bebedizo que me hizo dormir unas horas. Durante el tiempo que dormí, el joven fraile que estaba a mi lado afirmó que no había parado de retorcerme y balbucear incoherencias acerca de un bosque y una canción.


Me duele admitir que mis días en este mundo están contados. Si la criatura que vive en el bosque no puede conmigo, sin duda lo hará el terror que despierta en mi cabeza y en mi corazón. Me he visto obligado no solo a contemplar un horror que nunca hubiera imaginado, sino también a presenciar la muerte de personas muy queridas para mí. ¿Cómo es posible que exista un ser tan maléfico en ese bosque? ¿Acaso el Diablo camina entre nosotros? Me siento atenazado, al borde de la asfixia. En mi cabeza no para de sonar la melodía que condujo a mis hermanos a la desgracia. He conseguido mantenerme firme durante un mes, pero mis fuerzas han mermado mucho y temo que, como les ocurrió a ellos, me sea imposible resistir por más tiempo.


Recuerdo el día que nos adentramos en el bosque. Lo recuerdo como si fuera ayer. Aquella mañana, antes de que saliera el sol, un niño campesino llegó a las puertas del monasterio y se derrumbó como un muñeco sin vida. Tendría unos siete años y su ropa estaba hecha jirones. El boticario examinó su cuerpo y descubrió que se había hecho un sinnúmero de heridas, siendo las peores las llagas que laceraban sus pies descalzos. El boticario concluyó que se había hecho esas heridas en el bosque, al correr entre los arbustos y las ramas bajas de los árboles. Pero sorprendía lo profundo de algunos raspones y arañazos. Daba la impresión de que el niño había estado huyendo de algo.


El zagal no despertó hasta el anochecer. En cuanto abrió los ojos, empezó a gritar pidiendo un crucifijo. Un fraile le prestó el suyo, y el niño se lo arrebató y lo besó muchas veces con desesperación antes de echarse a llorar. Nuestro prior pidió que lo dejáramos a solas con el niño, ya que quería hacerle unas preguntas. Cuando salió de la celda, compartió sus impresiones con los monjes que allí estábamos.


-Una cosa está clara, y es que a este niño lo han atacado –dijo el prior -. No he entendido todo lo que ha dicho, pues se expresa de manera tosca y ruda, pero es evidente que ha sufrido un ataque en el bosque y que sus parientes han desaparecido.


-Últimamente están desapareciendo muchas personas. ¿Será que hay bandidos en el bosque, padre? –preguntó Cibrán, sin poder evitar un estremecimiento. Había llegado al monasterio siendo muy pequeño y nunca había salido más que para labrar el huerto, así que le daba bastante aprensión todo lo que venía del exterior.


-¿Bandidos, decís? –Clotario soltó una risotada -. Pues si hay bandidos en el bosque, dejádmelos a mí. En otro tiempo me encargaba de mantener lejos de la villa a esa escoria; todavía tengo fuerzas para ello.


Si Cibrán era uno de los frailes más jóvenes de nuestra orden, Clotario bien podía jactarse del tiempo que llevaba en el monasterio. Era un hombre corpulento que frisaba los cincuenta años, calvo y de tupidos bigotes. Había pasado su juventud en tierras francas, donde había nacido, pero había decidido ingresar en la orden cuando, al morir su señor, se encontró solo y sin familia. Aunque piadoso, era testarudo y le gustaba asustar a los novicios con sus refunfuños.


-Opino que deberíamos advertir al regidor de la villa –acertó a decir Roi con aquella voz que se quebraba al final de cada frase. Era contrahecho por naturaleza: tenía una deformidad en los pies que le impedía caminar bien, pero era resuelto y no consentía que le trataran como un lisiado -. Sin duda él sabrá qué hacer. ¿Por qué habríamos de meternos en problemas? Bastante hacemos con cuidar a este niño.


-En verdad no entiendo cómo podéis decir eso –rezongó Clotario, indignado -. ¡Sois más pusilánime que una doncella! ¡Deberíais venir conmigo y demostrar que sois un hombre! ¿No tengo razón, Martín?


Me sorprendió su brusca manera de dirigirse a mí.


-No sabría qué deciros, pues no os falta razón a ninguno de los dos –dije.


-¡Ja! ¡Vos siempre con lo mismo! ¡Hacéis hasta lo imposible por contentar a todas las partes en un litigio! –se chanceó.


Nuestro prior creyó conveniente poner fin a nuestra discusión alzando las manos en gesto de paz.


-Basta, no quiero más disputas. Permaneceremos aquí y rezaremos. Si hay bandidos ahí fuera, no les permitiremos traspasar estas puertas. Si hay algo peor… entonces, que Dios tenga misericordia. En cuanto al niño, cuidaremos de él hasta que se restablezca; y, si no tiene más familia y quiere quedarse, lo acogeremos entre nosotros. Ahora, marchaos y encomendaos a nuestro Señor.


Los cuatro nos retiramos en silencio pero, en el claustro, Clotario hizo que nos detuviéramos y habló con nosotros muy seriamente.


-No sé qué haréis vosotros, pero yo no pienso quedarme aquí sin hacer nada –manifestó resuelto -. Mañana, en cuanto acaben los maitines, cogeré un báculo y me adentraré en el bosque. Sea lo que sea que haya allí, no escapará de mí.


-¿Es que habéis perdido la razón, Clotario? –le reprendí -. No permitiré que vayáis solo a un bosque donde podría haber quién sabe qué bestias peligrosas. Al menos dejaréis que yo os acompañe.


-Yo también voy –dijo Cibrán, cosa que me pareció sorprendente -. Aunque poco pueda hacer, si hubiera que ayudar en algo, dos manos más os vendrán bien.


Clotario y yo asentimos y aprobamos su muestra de valor. Sin embargo, no osamos preguntarle a Roi si vendría con nosotros; en nuestro pensamiento no cabía la posibilidad de que nos acompañara un tullido. En caso de que hubiera que huir, ¿cómo podría él seguirnos? Roi se dio cuenta de que le manteníamos al margen, y se sintió ofendido.


-A mí no me dejaréis aquí. Yo también me internaré en el bosque.


-No, Roi –le dije yo -, que el bosque encierra muchos peligros. Si no habéis tenido la oportunidad de mostrar antes vuestro valor, vuestro estado os exime de hacerlo de ahora en adelante.


-No os atreváis a despreciarme por ser un lisiado. No soy un gran corredor, pero sé utilizar una honda como el mejor.


-De mucho nos servirá si hallamos a Goliat en la floresta –se rió Clotario.


Juzgué necesario terminar con tanta mofa. La situación era muy grave. Habían desaparecido muchas personas en el bosque, y el único que había conseguido escapar con vida de la floresta era un niño que no paraba de aullar y gritar incoherencias. Tomé las riendas de la situación: les dije que nos encontraríamos en la leñera a la mañana siguiente.


Escapar del monasterio fue más sencillo de lo que imaginaba. Sabía que era una falta grave abandonar nuestro convento sin advertir a nadie, pero la curiosidad pudo más que nosotros. Clotario, Cibrán y yo cogimos unos cayados para usar en caso de peligro, ya que no teníamos otras armas; Roi llevaba una honda atada a su cinturón. Yo había conseguido hurtar de la despensa pan y un poco de queso (que Dios me perdone), por si tardábamos en volver y teníamos hambre. Cuando estuvimos listos, emprendimos el camino. Aún no había salido el sol.


El bosque no estaba lejos de nuestro monasterio. Allí acudían muchos campesinos a buscar madera, pero no solían pasar de las lindes del bosque por temor a lo que ocurría en la espesura. Veinte desaparecidos en menos de seis meses eran suficientes para meterle el miedo en el cuerpo a cualquiera. Los campesinos se santiguaban cada vez que alguien mencionaba el bosque. Si tenían que pasar por allí, venían a nuestro monasterio a pedir la bendición del prior. Empezaban a circular rumores sobre un monstruo que encantaba a sus víctimas con una melodía, como las sirenas de las que hablaba Homero. Pero nosotros no pensábamos en eso. En nuestra arrogancia, creíamos que no nos pasaría nada malo.


Caminamos durante una hora siguiendo el sendero cubierto de hierba; al final del mismo, un poco lejos, se divisaban las copas de los árboles del bosque. El sol despuntaba entre las montañas para cuando llegamos a la entrada pero, de pronto, los cuatro nos sentimos conmocionados por el tamaño de la floresta.


Al ver tan de cerca los árboles retorcidos y los castaños gruesos y caídos, comprendí por qué la gente tenía miedo. La oscuridad y las tinieblas eran las dueñas de aquel bosque. Las ramas, los arbustos y los troncos de árbol muerto nos impedían el paso, tupiendo cada espacio libre, y no nos dejaban ver lo que se escondía detrás. El aire estaba cargado de una pesada humedad tan fría que pronto empezamos a tiritar. Un atisbo de miedo me invadió cuando mi hábito se enredó en una zarza y se me escapó una interjección.


-¡No gritéis, Martín! –susurró Clotario -. Debemos ir con mucho cuidado. Huelo un peligro.


Avanzamos lentamente, esquivando ramas, hojas putrefactas y musgo húmedo que se había pegado a los árboles. Con una pequeña hoz para cortar hierbas, Cibrán iba segando las ramas que se cruzaban en nuestro camino. Clotario caminaba junto a él; Roi y yo íbamos detrás. En esas, Roi tropezó con una rama corta. Al agacharse para recogerla, se dio cuenta de que no era una rama, sino un hueso. Un hueso humano. Espantado, Roi lo apartó lejos de sí.


-¡Dios misericordioso! –exclamó con pavor -. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién ha muerto en este bosque?


Acudí junto a él y traté de calmar sus nervios.


Y fue entonces, en aquel instante, cuando los cuatro la oímos. Una música susurrando entre las hojas de los árboles. Una tenebrosa melodía de flauta interpretada por hábiles manos, que entró en nuestros oídos e inundó nuestros corazones como un veneno ponzoñoso. Había alguien más aparte de nosotros en el bosque, pues no se concebía otra manera de que sonara música en aquel lugar. Sin embargo, yo estaba inquieto. Mi imaginación había empezado a concebir las fantasías más horripilantes y las ilusiones más espantosas. Entre los pliegues de aquella inmunda vegetación, imaginaba que había una sombra que nos observaba con mil ojos, aguardando el momento en el que cometiéramos un error.


-Pero, ¿qué música es esta? ¡¿Quién anda ahí?! –exclamó Clotario -. Por todos los diablos, voy a ver quién se oculta en el bosque.


-¡No, aguardad! –grité yo.


Pero fue demasiado tarde. Antes de que pudiera pararlo, Clotario echó a correr; Cibrán le siguió. Los dos se adentraron en la maleza y los perdí de vista. La flauta seguía sonando, imperturbable, emitiendo aquellas notas que subían y bajaban como silbidos de una criatura de otro mundo. A este sonido no tardó en unirse otro que se asemejaba a una serie de golpes asestados a un tronco hueco. Me recordaba al sonido que hacen los huesos al traquetear. Entonces volví a recordar el hueso que había encontrado Roi, y me estremecí de horror.


-Tardan mucho –dijo Roi en un susurro -. Martín, debemos irnos antes de que sea tarde.


-No podemos –respondí, aunque con pocas ganas -. Tenemos que esperar a Cibrán y a Clotario.


-¡Pero están tardando demasiado! –exclamó él, cada vez más nervioso -. Aquí hay un demonio oculto y tengo miedo…


Se oyó un movimiento entre los árboles y el chasquido de varias ramas secas.


-Aguardad aquí mientras yo voy a buscarles –dije.


Dejé a Roi junto a un árbol y me adentré con paso decidido entre la vegetación. A pesar de que mi ánimo era salir de allí con mis hermanos, una parte de mí no podía evitar pensar que lo mejor era salvar mi propia vida mientras aún estuviera a tiempo. La canción me acompañaba y sonaba más fuerte a medida que me acercaba al corazón del bosque, y pronto fui presa de su influjo. De alguna manera que no alcanzo a comprender, aquella tenebrosa melodía se había apoderado de todo mi ser y me arrastraba hacia delante sin que yo pudiera evitarlo. Era como si careciera de voluntad propia. Me había convertido en un títere manejado por hilos invisibles que me movían hacia donde querían.


Mi cabeza tampoco respondía. Aunque no quería estar allí de ninguna manera, me resultaba imposible negarme al llamado de aquella música. ¿Qué poder maligno ejercía sobre mí? Tal parecía que me estaba conduciendo al mismo lugar al que debían haber sido llamados Cibrán y Clotario. No sé por qué ese pensamiento pasó por mi cabeza, pero una vez lo percibí ya no hubo manera de apartarlo de mí. De pronto se hizo obvio en mi cabeza, como si fuera el axioma más razonable del mundo: la canción del bosque me llevaría hasta mis hermanos.


Finalmente, movido por la poderosa fuerza que se había adueñado de mi voluntad, me dejé llevar hasta un claro donde se estaba celebrando un baile de cadáveres, movidos por alguna especie de encantamiento que no alcanzo a entender. Apenas puedo contener un estremecimiento al recordar lo que vieron mis ojos, lo que ven cada vez que los cierro, pues esa imagen me persigue en mis peores sueños. Los danzantes, asesinados de las maneras más despiadadas, agitaban espasmódicamente sus cuerpos sin vida. Por doquier había manos, piernas y brazos mutilados, tirados en el suelo como alimento para los perros salvajes y otras alimañas. Los cadáveres más enteros seguían bailando en círculo, ajenos a mi presencia. En medio de mi espanto, pude ver que la mayoría habían sido ahorcados; las cuerdas de la horca estaban atadas a las ramas de los árboles y se extendían para permitir que los colgados bailaran. Entre estos ahorcados reconocí a Clotario y a Cibrán, cuyos ojos y brazos habían sido arrancados de cuajo.


Al alzar la mirada hacia arriba, observé que no todos los cadáveres se movían. De las ramas más altas pendían los esqueletos de los primeros desdichados que habían tenido la desgracia de hallar aquel lugar. Algunos incluso conservaban restos de carne podrida que los cuervos arrancaban a jirones. De sus pies colgaban palos huecos por los que pasaba el aire, haciendo que sonaran como un gemido lastimero. Algunos cadáveres vivientes habían trepado a los árboles y, empuñando los huesos de otros muertos, hacían música golpeando las costillas de los ahorcados descarnados. Sentí tal repugnancia al contemplar ese espectáculo que desperté del maleficio que me mantenía amordazado y dejé escapar un grito de horror.


Entonces, la danza se detuvo, aunque la música del bosque seguía sonando. Los danzantes se volvieron todos hacia mí, mirándome con sus cuencas vacías, y se hicieron a un lado para mostrarme a Aquel que tenía predominio sobre todos ellos. Sentado en el tocón de un viejo árbol, tocando aquella sencilla canción con una ocarina, aguardaba aquel ser. No me atrevo a decir que era un animal, pues no se parecía a ninguna de las criaturas de Dios, pero tampoco era humano. Era un engendro, una abominación salida de un bárbaro abismo. Su rostro estaba oculto tras una máscara fabricada con la corteza de un árbol, ramas y la cornamenta de un ciervo. Estaba desnudo, salvo por un irrisorio harapo que cubría sus partes pudendas. Su piel era de color verde sucio, como si se hubiera frotado a conciencia con musgos y líquenes.


Pero lo más terrible era su sonrisa. Aquella sonrisa llena de dientes afilados estaba dirigida a mí. Me observaba con intensidad, con persistencia. Solo hay dos criaturas en el mundo capaces de sentir una emoción semejante: una madre que encuentra a su hijo perdido, y un león que acorrala a su presa; estoy seguro de que el engendro de la ocarina sintió ese estremecimiento profundo. Me tenía allí, a su merced. Podía hacer de mí lo que quisiera.


-¡Dios mío! ¡Dios mío!


Mi voz sonó enronquecida por el miedo, teñida de desesperación. Dentro de poco iba a convertirme en el alimento de aquel monstruo demoníaco, lo sabía. Pero entonces, sacando fuerzas de alguna parte, eché a correr para escapar de aquel terrible destino. Mi corazón se encogió cuando comprendí que ya no podía hacer nada por mis hermanos Cibrán y Clotario; estaban perdidos sin remedio. Pero todavía quedaba Roi. Lo había dejado abandonado a su suerte, sin saber el peligro que corría. En mis pensamientos solo existía la idea de ir a buscarle y abandonar con él ese bosque maldito.


Llegué hasta el árbol donde le había dejado, pero Roi ya no estaba allí. Me dije que no podría haber ido muy lejos siendo tullido. Pero entonces vi una mano cercenada entre las raíces del árbol: la mano sujetaba con dedos rígidos la honda de Roi. Así pues, todos mis hermanos estaban muertos y yo no tardaría en seguirles. Estaba perdido en los dominios del señor del bosque, que me perseguía con su canción. Y daría conmigo, pues estaba seguro (igual que lo estoy ahora) de que todo aquel que escucha una vez su canción está condenado para siempre.


No recuerdo cómo salí de la floresta, ni cómo llegué al monasterio. Durante días he sufrido de fiebres, he vomitado comidas enteras y he padecido insomnio. Estoy enfermo de un mal que solo se curará con mi muerte. Pero, ¿qué será de mí cuando esa criatura me reclame? ¿Me desmembrará, como les ocurrió a mis queridos hermanos? ¿Arrojará mi cadáver a los cuervos y los perros? ¿Arrastrará mi alma al pozo de fuego infernal? Los tapones no sirven de nada. En mis oídos resuena otra vez esa canción y siento que mi voluntad flaquea.


Que Dios me perdone… El señor del bosque me llama con su canción…

martes, 22 de octubre de 2013

Vagando por la Historia (del terror): El club de los chupasangres


Siempre he creído que, la mayoría de las veces, la realidad supera a la ficción. Muchos escritores del género de terror se devanan los sesos tratando de pensar en un buen argumento para sus historias, un argumento que deje a los lectores helados de miedo. Por eso se inventan grandes masacres sangrientas, asesinos en serie despiadados y finales que nos dejan una sensación de frío mortal en la columna. Pero, ¿y si os dijera que las mayores atrocidades han sucedido de verdad y, lo que es peor, podrían volver a suceder si no tenemos cuidado?

Para probar esto, mi mejor argumento es la Historia, donde se guarda de todo. Hoy os traigo las biografías de dos personajes muy conocidos por todos nosotros por su maldad, por sus crímenes y por su adicción a la sangre, no en sentido comestible, sino más bien en un sentido de éxtasis salvaje. Aquí están dos de los peores asesinos que ha visto este mundo, un hombre y una mujer: Vlad III Draculea y Elisabeth Bathory.



Vlad III Draculea





Más de cinco siglos después de su muerte, la persona del príncipe valaco Vlad III Tepes, el Empalador, sigue oscurecida por el velo de los mitos. A la imagen de él que tenemos hoy en día tenemos que deberle mucho al escritor Bram Stoker cuando publicó en 1897 su novela Drácula. Fue tal el éxito de esta obra que el famoso conde vampiro acabó confundiéndose con el Drácula original, el príncipe que en el siglo XV gobernó con mano de hierro Valaquia, la cuna de la actual Rumanía.


A inicios del siglo XV, el voivoda (príncipe) de Valaquia era Mircea el Viejo, abuelo de Tepes, quien sostenía la independencia de sus territorios manteniendo un complicado sistema de alianzas con el emperador Segismundo, al mismo tiempo que pagaba el tributo al Sultán. Pero al morir Mircea el Viejo en 1418, se produjo el conflicto hereditario entre su hijo ilegítimo Vlad y su sobrino Dan, del que este último salió triunfante. Desengañado, Vlad se retiró a Sighisoara, en Transilvania, donde en 1431 nacería su hijo Vlad. Ese mismo año, Vlad padre viajó a Nüremberg para ser ordenado caballero de la Orden del Dragón, una milicia noble creada para hacer frente a los turcos. Orgulloso del título, a partir de ese momento se hará llamar Vlad Dracul (Vlad el Dragón). Su hijo pasará entonces a llamarse Vlad Draculea, hijo de Dracul.


Vlad tuvo dos hermanos, Mircea y Radu, y la familia permaneció en Sighisoara hasta que en 1436 Vlad Dracul se trasladó a Tirgoviste, convertido por fin en voivoda de Valaquia. El Emperador había muerto y Vlad Dracul buscó la neutralidad con los turcos. Para asegurarse su fidelidad, el Sultán le pidió como rehenes a sus hijos menores, Vlad y Radu. Ambos estuvieron retenidos siete años en Turquía, y durante ese tiempo vivieron con el miedo a perder la vida en cualquier momento.


Vlad, muy diestro en el manejo de las armas, aprendió las tácticas marciales otomanas y tuvo oportunidad de familiarizarse con un castigo cruel y terrible que se aplicaba entre los turcos y otros pueblos de Asia: el empalamiento. Es muy posible que esto le afectara psicológicamente para toda la vida, y la cosa no mejoró cuando en 1448 fue liberado y volvió a Valaquia, pues allí le esperaba otra tragedia personal: los nobles boyardos habían asesinado a golpes a su padre y habían enterrado vivo a su hermano Mircea.


No obstante, Vlad consiguió manejarse bien dentro del cambiante panorama político de la época. Con el apoyo de los turcos, recobró el cargo de su padre, aunque brevemente, pues el voivoda Vladislav II, con el respaldo de los húngaros, le expulsó. Eso no fue óbice para que Vlad Draculea desfalleciera; las crónicas relatan que tres veces conquistó el principado y tres veces lo perdió. En la última campaña que llevó a cabo, abandonado por los turcos, realizó un acercamiento a los húngaros, olvidando el hecho de que en el pasado habían asesinado a sus parientes. En 1456, aprovechando un descuido de los húngaros, invadió Valaquia y fue nombrado voivoda.


La tarea prioritaria de Vlad Draculea fue la de consolidar su posición, y eso implicaba quebrar el poder político de los nobles boyardos, interesados en fomentar la discordia civil para proteger sus intereses. Draculea actuó sin piedad contra ellos y contra cualquiera que amenazara con quitarle el trono. Tres años después de ser proclamado príncipe reinante, llevó a cabo la venganza por la muerte de su padre y su hermano: Invitó a los boyardos a un banquete en su palacio de Tirgoviste, donde el vino y los manjares corrieron sin freno. Cuando la fiesta llegó a su máximo apogeo, los soldados de Draculea irrumpieron en la sala, prendieron a todos cuantos estaban en el banquete y colocaron sus cuerpos empalados por toda la ciudad. De ahí vino el apodo que llevaría toda la vida y que daría buena idea de sus inclinaciones punitivas: Tepes, el Empalador.


Mientras tuvo el poder, Vlad Tepes democratizó la crueldad. No distinguió entre nobles y plebeyos a la hora de infundir el terror, y en eso basó su dominio. Del pavor que provocaba entre sus súbditos nos da una idea esta anécdota. En cierto lugar donde había un manantial de agua fresca, puso una copa de oro para que la utilizaran los que acudían a beber, y nadie se atrevió a robarla mientras él vivió. De su concepción del valor también se han conservado testimonios. Un relato de la época cuenta que, tras el ataque a un campamento turco, Vlad pasó revista a sus tropas. A los que estaban heridos en el pecho y en la cara les felicitó, pero a los que tenían heridas en la espalda los empaló. Luego volvió a cargar contra los turcos, pero antes advirtió así a sus soldados: “Quien tema a la muerte, que no venga conmigo”.


Los conflictos que mantuvo con el sultanato estallaron finalmente en un enfrentamiento abierto. La guerra comenzó en el invierno de 1461, y el primero en cargar fue Tepes, que se apoderó de algunas fortalezas otomanas a lo largo del Danubio. En una carta dirigida al rey húngaro Matías Corvino, afirma que había acabado con las vidas de más de 20.000 personas. La respuesta otomana no se hizo esperar, y un ejército capitaneado por el propio sultán Mehmed II atacó Valaquia. Vlad había previsto el ataque y, como no contaba con la ventaja numérica, se retiró a los bosques cercanos mientras practicaba la táctica de la tierra quemada para desconcertar a los turcos. Ordenó a la población abandonar sus aldeas y refugiarse en bosques y montañas llevando consigo cualquier cosa que pudiera serle útil al enemigo; todo lo que quedara atrás sería incendiado. Incluso se infiltraron enfermos contagiosos en los campamentos enemigos para extender epidemias. Vlad Tepes adoptó la guerra de guerrillas y no dio tregua a los turcos.





En la noche del 17 de junio de 1462, Tepes atacó por sorpresa el campamento otomano y trató de matar al Sultán, pero finalmente no pudo hacerlo. Los valacos se retiraron después de causar muchas bajas entre las filas turcas, pero eso no detuvo el avance del Sultán, que llegó a las puertas de Tirgoviste, la capital del principado. Allí le esperaba un terrible espectáculo: la macabra escena de un bosque de empalados. Veinte mil personas (valacos en su mayoría, sajones, prisioneros turcos…), en algunos casos todavía gimientes, colgaban de estacas clavadas en la tierra. El Sultán dijo que no podía combatir al diablo, ni conquistar un país regido por un hombre que era tan cruel con sus súbditos sin que éstos le abandonasen. Los turcos, descorazonados, emprendieron poco después la retirada.


Pero la guerra no había terminado. Finalmente, la poderosa maquinaria de guerra del sultanato arrinconó a Vlad Tepes. La intercepción de unas cartas hizo sospechar a los húngaros que pensaba cambiar de bando nuevamente. A todo esto se debe sumar que el horror que causó entre los suyos finalmente consiguió aislarle de posibles aliados. Sea como fuere, el caso es que Vlad acudió a Buda para solicitar ayuda y fue detenido y recluido en Pest. En esta ciudad estuvo retenido entre 1462 y 1476. Era un rehén, pero sus condiciones de cautiverio no eran duras. Es más, el rey gustaba de mostrarlo a sus visitas como una especie de curiosidad. La cambiante política le dio una nueva oportunidad: a la caída de Constantinopla en 1453, Vlad recibió un ejército e invadió de nuevo Valaquia, y en 1476 se hizo otra vez con el título de voivoda. Pero poco habría de durarle la alegría, pues a finales de año murió cerca de Bucarest. Las fuentes no se ponen de acuerdo sobre cómo fue su final, pero hay tres posibilidades: o murió combatiendo, o fue confundido por una unidad cristiana, o le degollaron unos sicarios. Lo que sí se conoce es lo que pasó después: Decapitaron su cadáver, enviaron la cabeza a Estambul y el cuerpo recibió sepultura en el monasterio de Snajov.


Así terminó sus días Vlad Tepes Draculea. En su haber se cuentan unas 100.000 ejecuciones, un porcentaje tremendamente alto si tenemos en cuenta que el país contaba con medio millón de habitantes en aquella época. De su sevicia nos quedan testimonios realmente estremecedores, y no solo en tiempos de guerra. A un emisario que no se descubrió ante él le clavó el sombrero a la cabeza. Tampoco entendía de etnias o razas. Trató a los gitanos igual que a príncipes: reunió a una de sus comunidades, asó vivos a dos de sus miembros y al resto les dio a escoger entre la parrilla o el ejército.



Elisabeth Bathory (1560-1614)






Elisabeth Bathory descendía de un importante linaje de condes que habían tenido gran influencia política en la breve Transilvania independiente. Era condesa, y los suyos pertenecían a uno de los linajes más poderosos y antiguos de las zonas de Rumania, Hungría y Croacia del siglo XVI. Pero hay que añadir que en la familia Bathory se hallaban algunos de los personajes más dantescos que se pueda imaginar. Ella padecía unas terribles migrañas que desencadenaban accesos de furia irrefrenable y que la convirtieron en una adicta a las drogas para paliar sus efectos; su hermano István era un sádico; su tío, también llamado István, estaba completamente loco; su tía Klara asesinó a sus cuatro maridos y a varios amantes; su primo Gábor cometió incesto con su hermana; y varios miembros más de la familia eran epilépticos.


Elisabeth nació en Nyrbáthor, en Hungría, alrededor de 1560. Su madre era hermana del rey de Polonia, Esteban I Bathory. De niña quedó huérfana y fue prometida al conde Ferencz Nadasdy, con cuya familia se fue a vivir para criarse en el ambiente del que sería su esposo. Entre sus pasatiempos favoritos estaban la caza y la hípica y, a medida que fue creciendo, aprendió a hablar cuatro idiomas, a usar esencias para el cuerpo y a bailar. Pero también es en esta época cuando se empiezan a ver rasgos en su carácter que demuestran que algo no iba bien en su cabeza, ya que tenía por costumbre intentar despeñar a sus primos por la montaña mientras jugaban con trineos. Cuando cumplió quince años, contrajo matrimonio con el conde, con quien tuvo cuatro hijos: tres niñas y un niño.


Pero Elisabeth no estaba hecha para la maternidad ni para el matrimonio. Apartó de ella a sus hijos y, cuando su marido falleció de una enfermedad en mitad de la batalla contra los otomanos, dio rienda suelta a su ferocidad. Para sus desvaríos, se rodeó de un grupo de engendros que formaban una auténtica corte de los horrores: una bruja llamada Darvulia (que falleció y fue sustituida por otra de igual maldad, Ezna), dos sirvientas llamadas Jó Ilona y Dorko, y un tullido que en principio había sido contratado para ser el bufón de la corte, Ficzkó. Estos cuatro desalmados se encargaban de atraer a jóvenes campesinas vírgenes al castillo condal, encandilándolas con la promesa de un trabajo muy bien remunerado. Pero una vez allí, las muchachas eran encerradas para posteriormente ser sometidas a atroces sesiones de tortura que la diabólica Elisabeth presenciaba con entusiasmo, hasta que ella misma también decidía participar.


Y es que Elisabeth Bathory está considerada una de las mujeres más malvadas que ha habido nunca. Las crónicas nos han dejado ejemplos suficientes de la personalidad psicopática de esta mujer, quien posiblemente sea la primera asesina en serie documentada en la Historia. Y todavía es más revelador que dichas crónicas hayan sido escritas por ella misma, pues Elisabeth escribió en un diario la identidad de las muchachas que asesinaba, así como todas las atrocidades que cometía contra ellas. Su mayor deseo era mantenerse joven y hermosa a cualquier precio, y concibió la idea de que la sangre de doncella era el remedio que andaba buscando para conseguir la ansiada juventud eterna. Aconsejada por la bruja Ezna, comenzó a usar la sangre de sus víctimas para darse baños, pues pensaba que así sería joven para siempre.
 
 
La leyenda popular afirma que todo comenzó una mañana cualquiera en las habitaciones de la condesa. Una sirvienta, mientras la peinaba, le dio un tirón un poco fuerte, lo que le valió que la Bathory le reventara la nariz de un bofetón (por si esto os parece pasarse de la raya, os diré que el castigo por hacerle daño a una noble era ser llevada al patio de armas y recibir cien bastonazos). Cuando la sangre de la sirvienta salpicó la piel de Elisabeth, ésta creyó que sus arrugas habían disminuido y que su piel recuperaba la lozanía infantil. Fascinada, la condesa pensó que acababa de encontrar el elixir de la eterna juventud, y decidió explotarlo a conciencia. Tras consultar a sus brujas, y con la ayuda del bufón-mayordomo, atraparon a la muchacha, la desnudaron, le hicieron un profundo corte en el cuello y la desangraron en un barreño. Elisabeth se metió dentro y se embadurnó de arriba abajo, y hasta probablemente bebió la sangre, para volver a sentirse joven.




Entre 1604 y 1610, los sirvientes de Elisabeth se dedicaron a proveerla de jóvenes entre 9 y 26 años para sus rituales sangrientos. En un intento por mantener las apariencias, habría convencido al pastor protestante de la región de que las muchachas habían muerto por causas naturales y todas habían recibido cristiana sepultura. Pero cuando la cifra empezó a subir, todo se volvió más sospechoso. Morían demasiadas jóvenes por causas "desconocidas", pero la condesa le amenazó y le obligó a callarse.


Pero hacia 1609, Elisabeth Bathory cometió un error. Como escaseaban las sirvientas en la zona (la mayoría muertas y otras asustadas ante lo que ocurría en el castillo), la condesa empezó a traer a su palacio a muchachas de la nobleza para educarlas. Muchas no tardaron en morir por las mismas "causas desconocidas". Esto no era raro en la época, pues la mortandad era muy elevada entre los jóvenes, pero el número de fallecimientos en el castillo condal era demasiado alto incluso para lo que se consideraba normal. Además, las víctimas ahora pertenecían a la aristocracia, y eso ya eran palabras mayores. Si a esto le añadimos que los cuerpos eran enterrados de manera chapucera en campos cercanos, en silos de grano o, directamente, tirados en el río, pues no tardó en descubrirse que algo ocurría. Se dice que una muchacha logró escapar y tuvo el tiempo suficiente para avisar de lo que estaba pasando, hasta que aquellos monstruos volvieron a capturarla y la mataron utilizando un artilugio de tortura inventado y desarrollado por la propia Elisabeth Bathory: la Doncella de Hierro, un sarcófago que representaba la forma de una mujer y que por dentro tenía pinchos


La leyenda de las desapariciones y de la depravación de Elisabeth fue finalmente un clamor, y el mismo rey de Hungría, Matías II de Habsburgo, se vio obligado a intervenir para poner fin al terror. Se abrió una investigación y fue así como se encontró el cuaderno donde Elisabeth Bathory había anotado todo lo referente a sus asesinatos. Una lista que superaba los seiscientos nombres. Se encontraron algunos cuerpos de las víctimas, y todas mostraban evidencias de haber sido torturadas. La mayoría de los cuerpos habían sido agujereados y mutilados.


El rey Matías II tomó justicia de propia mano. Los sirvientes de la Bathory fueron ejecutados, pero no sucedió lo mismo con ella, pues su condición de noble la amparaba (un miembro de la nobleza no podía sufrir tortura ni ser condenado a muerte). Elisabeth Bathory fue confinada en una habitación de su castillo, con las ventanas tapiadas y la puerta clavada. Solo una pequeña rendija, por donde le daban de comer, la separaba del mundo exterior. En este enclaustramiento sobrevivió casi cuatro años, hasta que el 21 de agosto de 1614 sus guardianes hallaron su cadáver. Los habitantes locales se negaron a que su cuerpo fuera enterrado en tierra sagrada, así que fue llevado al norte de Hungría, hogar ancestral de su familia. Todos sus documentos fueron sellados y se prohibió hablar de ella en todo el país.


martes, 15 de octubre de 2013

Vuelve a contar




El mercadillo del vecindario estaba lleno a rebosar a las cuatro de la tarde. Las puertas de todas las casas del barrio estaban abiertas, y sus habitantes entraban y salían cargando cajas repletas de objetos que llevaban mucho tiempo apiladas en sus trasteros. Los vecinos se habían congregado en la plazuela, porque era el único lugar del barrio con espacio suficiente para albergar los casi veinte tenderetes de que constaba el mercadillo.


Henry paseaba entre los tenderetes como uno más de tantos curiosos. Acababa de mudarse al barrio, así que todas las caras de sus vecinos eran todavía desconocidas para él. Un niño le había entregado un folleto en el que se anunciaba la celebración del mercadillo, y Henry pensó que podía ser una buena forma de darse a conocer y, tal vez, encontrar algo que pudiera interesarle. Acababa de abrir su propio estudio de fotografía en una ciudad próxima. La casa que había adquirido tenía aún las paredes desnudas y faltaban muchos muebles que los encargados de la mudanza todavía no le habían traído; Henry ansiaba darle un poco de vida a su nuevo hogar.

 
En el mercadillo había muchas cosas, tantas que se veía incapaz de elegir. Cierto que había muchas baratijas y objetos inservibles de los que sus dueños querían librarse de una buena vez, pero también podían encontrarse pequeñas reliquias de indudable valor. Entre un montón de cuadros, Henry halló uno que le pareció interesante a primera vista.


No era exactamente un lienzo, sino una fotografía de buen tamaño en blanco y negro. La imagen mostraba un grupo de diez personas ante un fondo oscuro decorado con cortinajes. Henry observó que se trataba de una fotografía de familia. El padre, un hombre de porte orgulloso y elegante, estaba de pie junto al butacón donde se sentaba la que debía ser su esposa, una seria matrona de constitución robusta. A su alrededor había todo un enjambre de muchachas de edades que oscilaban entre los tres y los veinte años. Todas eran chicas, hasta la pequeña que descansaba sobre las rodillas de su madre. Todas vestían con ropas antiguas, propias de principios del siglo XX. Todas iban de negro.


Sin embargo, nadie sonreía.


A Henry le pareció una foto curiosa, no sabría decir por qué. Había algo especial en aquella vetusta imagen. Seguro que el padre, ese hombre de expresión grave y casi amenazadora, estaba harto de tener tantas hijas y suspiraba por el nacimiento de un varón. Probablemente su mujer también pensaba lo mismo, ya que no mostraba el menor orgullo por su prole. Se podría decir que incluso las hijas eran conscientes de lo frustrante que había sido su nacimiento para aquellos padres tan serios, tan rectos, tan conservadores.


Sea como fuere, Henry quedó cautivado por la fotografía y se la compró al vendedor por un precio que consideró justo. La foto venía con su propio marco, y éste no estaba apolillado ni mostraba signos de desgaste por el tiempo. Muy contento con su compra, Henry regresó a casa.


Sacó la fotografía de la bolsa de papel, la limpió cuidadosamente con un paño para quitarle algunos restos de polvo y la dejó sobre la repisa de la chimenea para observarla a cierta distancia. ¿Dónde podía ponerla? Una foto antigua merecía un lugar privilegiado en la casa donde pudiera ser contemplada, de modo que decidió colgar la fotografía en su habitación.


Cada mañana, Henry se levantaba y sonreía al ver la fotografía que había colocado cuidadosamente en la pared que quedaba frente a su cama. No tenía más que acostarse y contemplarla desde allí. Era lo primero que veía al despertar, y era lo último que sus ojos veían antes de dormir. La fotografía ejercía una extraña fascinación en Henry. Cada vez que la miraba, contaba las personas que había y se inventaba una historia para cada una de ellas. Continuaba imaginándose cosas mientras se duchaba y luego se vestía para irse al trabajo. Cuando regresaba por las noches, Henry seguía pensando en nuevas historias que le dieran vida a la foto.


Después de un día de trabajo especialmente duro, Henry volvió a casa cuando empezaba a anochecer. Preparó una cena fría y encendió la televisión; aquella noche no le apetecía observar ninguno de sus libros de paisajes. Finalmente, agotado tanto física como emocionalmente, Henry decidió irse a la cama. Entró en su habitación y, como siempre, echó un vistazo a la fotografía. Sin embargo, esta vez notó algo raro. Había algo que no estaba bien, algo que se salía de lo que era habitual. Contó las personas que había en la foto.


Nueve.


Había nueve personas.


Falta una, fue lo primero que se le pasó a Henry por la cabeza. Volvió a contar, esta vez más despacio, pero el resultado siguió siendo el mismo: Nueve. Aquello era muy extraño. ¿Habría contado mal desde el principio? No, imposible. Henry contaba todos los días cuántas personas había en el retrato. Y todos los días había diez.


Pero ahora había nueve.


Henry se acercó a la fotografía y trató de buscar el rostro que faltaba. Sin duda había sido una de las muchachas, ya que el padre y la madre seguían allí. En nada habían cambiado sus expresiones faciales; todo seguía siendo igual, a excepción de la niña que faltaba. Ninguno de ellos parecía darse cuenta de que había desaparecido.


Estoy cansado, necesito dormir, pensó Henry. Estaba demasiado cansado, y el cansancio le hacía tener visiones. Seguro que se había equivocado al contar. Trabajaba mucho y dormía poco, pero ahora iba a arreglarlo. Cuando despertó por la mañana, más descansado, lo primero que hizo fue mirar la fotografía y contar cuántas personas había.


Nueve.


Henry se sintió un poco más tranquilo. Seguramente se habría confundido al contar desde el principio. Había muchas niñas en la foto, y todas estaban vestidas igual, así que era lógico que se equivocara y contara de más. Se marchó a trabajar con la seguridad de saber que eran imaginaciones suyas. Tenía que reconocer que se había asustado un poco. ¡Qué idiota podía llegar a ser a veces!


Volvió a casa más temprano y repitió la operación que había llevado a cabo la noche anterior. Al observar la fotografía, dudó en volver a contar, pero el resquemor pudo con él y sus ojos pasearon nerviosos por las caras de la familia.


Había ocho.


¡Ocho!


Henry tragó saliva con dificultad. ¿Era real lo que había visto aquella mañana o era real lo que estaba viendo ahora? ¿Lo había soñado todo o estaba soñando en aquel instante? Henry se jactaba de tener una memoria visual excelente. Quizá se estaba volviendo loco. Por eso, en un arrebato, y quizá para dejar constancia de que no eran imaginaciones suyas, cogió una de sus cámaras y le sacó una instantánea a la fotografía en blanco y negro. Luego, se fue a dormir.


Henry pasó una noche muy agitada. Se despertó varias veces, pero no porque ocurriese nada extraño, sino porque se vio acosado por horribles pesadillas que no le dieron respiro. A las seis de la mañana se despertó completamente. Se levantó y, como obedeciendo una orden que alguien hubiera instalado en su cerebro, se acercó a ver la fotografía. Tenía el corazón encogido, temeroso de hallar algo inesperado. En cuanto se situó frente a la foto, le echó un vistazo ansioso.


Siete personas.


¿Es una broma o qué?, pensó Henry. No podía ser cierto. Su cerebro le estaba jugando una mala pasada. ¿Acaso la soledad le estaba afectando, haciendo que perdiera el contacto con la realidad? No, no era él. Allí estaba ocurriendo algo extraño, pero no tenía nada que ver con él. Decidió que no iría a trabajar. Todo eso era demasiado importante para perder el tiempo en otras cosas. Se quedaría allí todo el día, sentado ante la fotografía, con la cámara de fotos preparada, para ver si se producía algún cambio.


Pasaron más de seis horas. Henry seguía allí sentado, con la cámara en las manos, pero en la foto todo seguía igual. ¿Sería que los cambios solo se producían si no había nadie? ¿O tal vez ya no iba a haber más desapariciones extrañas? Debería quedarse allí seis horas más, vigilando hasta que se le cerraran los ojos, pero se vio obligado a levantarse para ir al baño; la necesidad de orinar era terrible.


Cuando regresó a su puesto, empezó a temblar. ¡La foto había vuelto a cambiar! Había ahora seis personas. Los padres seguían en sus puestos, rígidos y estoicos. Pero lo que de verdad llamó la atención de Henry fueron las caras de las muchachas. Aunque seguían serias, creyó adivinar una expresión de angustia en su forma de mirar, una expresión de auténtico terror. Venciendo el miedo, Henry le sacó una serie de fotos al retrato y se preparó para lo que pronto iba a ocurrir.


A la mañana siguiente, no le sorprendió hallar solo cinco personas.


Henry estaba verdaderamente asustado. Era evidente que había empezado una vertiginosa cuenta atrás que no tardaría en acabar. Quizá lo mejor era que hiciera las maletas y se largara pitando de aquella casa. O, en vez de irse, podía descolgar la foto y tirarla al fuego para no tener que verla nunca más. Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Sentía que, aunque quisiese, no podría irse de allí. Aquella fotografía era como un imán que no le dejaba marchar. Mientras sacaba más fotos, Henry trataba de no imaginarse cómo iba a terminar todo.


Cada vez que Henry salía de la habitación, un nuevo cambio se operaba en la fotografía. Los cambios empezaron a ser más notorios. Parecía que las continuas desapariciones habían alertado al resto de figurantes de la fotografía, pues sus expresiones faciales no dejaban lugar a dudas. La seriedad había dado paso a una creciente desazón. Era evidente que sabían lo que estaba ocurriendo. La cara de la madre inspiraba auténtico terror, y Henry quedó sobrecogido al darse cuenta de que la niña que descansaba sobre sus rodillas no miraba al frente, como antes, sino a una de sus hermanas.


Henry dedicó unos minutos a observar a aquella extraña muchacha que apenas descollaba entre sus hermanas y cuyo aspecto, sin embargo, le provocaba una tremenda inquietud. Era una insulsa chiquilla de unos nueve años, de rostro blanquísimo y largo cabello oscuro que llevaba recogido hacia atrás y sujeto con un lazo. Estaba de pie junto a sus padres y su hermanita, los únicos que quedaban ya en la foto. Tenía la mirada clavada al frente, como si observara con extrema minuciosidad algo que había en la lejanía, algo que había detrás de Henry.


Sospechando quién sabe qué barbaridades, Henry tomó la decisión de tapar la fotografía con una chaqueta. No quería ver cómo aquellas personas seguían desapareciendo, ni tenía ganas de averiguar qué había detrás de todo aquel misterio. Después de cubrirla, se fue a dormir.


Pero poco pudo descansar, pues en la madrugada Henry volvió a despertarse. Y lo primero que hizo fue acercarse a la fotografía y arrancar la chaqueta de cuajo. Ahogó un grito. La fotografía había vuelto a cambiar, esta vez a peor. Ahora había tan solo tres personas: la niña, la más pequeña y la madre de ambas. El padre había desaparecido de escena sin dejar ni rastro.


Basta. Basta, por favor, pensó Henry, aterrorizado. La cabeza le empezó a dar vueltas. ¿Pero es que estaba teniendo alucinaciones? Bien podían serlo, porque nada de lo que estaba sucediendo tenía lógica alguna. Tenía que dejar constancia de los nuevos cambios sacando una foto. Pero cuando volvió con la cámara, la fotografía había sufrido otro cambio.


Ya solo quedaba una persona.


La niña.


 


Las manos de Henry temblaron. La cámara cayó al suelo y el objetivo se rompió con un chasquido. Henry retrocedió y sus labios balbucearon unas palabras inconexas. Ahora estaba completamente seguro de que estaba pasando algo realmente grave. ¿Estaba sucediendo de verdad? ¿Dónde estaba el resto de la familia? ¿Por qué habían… desaparecido así?


Era la niña. Aquella niña tenía algo que ver. Ahora estaba sentada en la butaca que antes había ocupado su madre, con las manos en el regazo. Tenía la cabeza erguida y parecía mirar a Henry, parecía mirarle a él, solo a él, con una mirada atenta y penetrante, una mirada en la que había toda la tristeza del mundo. Incapaz de seguir soportando la intensidad de aquellos ojos, Henry le dio la espalda al retrato.


Fue entonces cuando vio el mensaje escrito en la pared. Las letras, rojas y nítidas como si hubieran sido pintadas con sangre, rezaban del siguiente modo: “ESTOY SOLA. TENGO HAMBRE. DAME DE COMER, HENRY”.


Así pues, había llegado el momento. Era evidente que aquel mensaje en la pared era para él. Pero, ¿quién era esa niña? ¿Cómo era posible que le conociera? ¿Desde dónde le estaba llamando? ¿Qué quería de él?


No…


Henry cerró los ojos y se dejó caer de rodillas en el suelo, sin fuerzas para escapar. Tenía el corazón encogido y la mirada perdida. Su alma no oponía ninguna resistencia. Por eso, no reaccionó cuando un par de brazos anormalmente largos surgieron de la fotografía, le agarraron por los hombros y tiraron de él. La última sensación de la que fue consciente fue su sangre congelándose al ver la mirada venenosa de la niña, su boca deformada en una sonrisa horripilante que mostraba decenas de dientes afilados, y el hilillo de babas que corría por su mentón cuando fue consciente de que aquel manjar era suyo por fin.



**********************************************************************

 

La desaparición de Henry no produjo demasiado revuelo en el barrio, y ni siquiera ocupó un lugar preeminente en los periódicos. Se había marchado del vecindario tan pronto como había venido, sin darles tiempo a sus habitantes a tomarle un cierto cariño. Lo que sí resultó extraño fue que se hubiera marchado sin llevarse sus pertenencias. Como si hubiera huido de algo.


Tres meses después de su desaparición, se procedió a hacer un reconocimiento de la casa que había abandonado. Los familiares de Henry se llevaron la mayoría de sus pertenencias y se marcharon discretamente. La casa se puso a la venta y poco tiempo después fue comprada por una familia, que no tardó en mudarse a su nuevo hogar.


Un día, mientras desembalaba una caja que contenía cuadros, la madre echó un vistazo a los retratos que colgaban de las paredes de la casa. Había oído decir al agente de la inmobiliaria que el anterior dueño era fotógrafo, y era evidente que bastante bueno. Sin embargo, había una fotografía que desentonaba entre las demás: un retrato en blanco y negro que había encontrado en la habitación principal. La fotografía mostraba a un hombre joven de pie junto a una niña sentada en una silla.


La madre permaneció unos minutos contemplando el retrato con desacostumbrada inquietud. Había algo en esa fotografía que no le gustaba y le daba miedo. De no haber sabido que era una locura, habría creído oír una voz en su cabeza, la voz de aquel hombre gritándole que se fueran de allí antes de que fuera demasiado tarde.

 

martes, 8 de octubre de 2013

Los peores experimentos con humanos de la historia


Hola a todos!!

Sabed que tengo una costumbre poco habitual: Soy una persona a la que le gusta dedicar meses a algo. ¿Sabéis eso que hace Telecinco de "12 meses, 12 causas"? Pues lo mío es parecido, pero referido a fiestas o bobadas que se me ocurren a mí (está el mes de los festivales de música, el mes de mi cumpleaños, el mes de carnavales, el mes playero, el mes de los postres...). Como ahora estamos en octubre, este mes lo dedico a cosas que tienen que ver con Halloween y, en general, con el mundillo del terror. El año pasado colgué en mi Facebook una serie de creepypastas en mi estado, algunos de mi propia cosecha, que han tenido bastante buena acogida entre mis amigos habituales. Este año haré lo mismo y, además, voy a hacer partícipe a mis compañeros blogueros de este mes dedicado al terror colgando datos terroríficos, relatos de miedo, rankings y otras cosillas que se me vayan ocurriendo.

Hoy voy a inaugurar este mes terrorífico presentándoos uno de mis famosos rankings (que suelen gustar bastante, hasta donde yo sé) con algo que, aunque no sean historias de terror, da bastante miedo porque es real. Se trata de una lista de los que, en mi opinión, son los peores experimentos humanos que se han hecho a lo largo de la historia. Esta no es una entrada para todos los públicos. Voy a escribir sobre cosas muy duras, difíciles de digerir e, incluso, de concebir. También voy a poner imágenes que pueden dañar la sensibilidad del lector. Si sois personas demasiado sensibles, os recomiendo que os lo penséis dos veces antes de seguir leyendo. Pero también creo que es necesario conocer esta información, porque la mayoría de las veces la realidad supera cualquier ficción terrorífica que podamos encontrar por ahí.

Avisados estáis.

Vamos con la lista de los peores experimentos con humanos de la historia:


7. Experimento de la cárcel de Stanford




El experimento de la cárcel de Stanford es un conocido estudio psicológico llevado a cabo en 1971 por el doctor Phillip George Zimbardo, acerca de la influencia de un ambiente extremo, en este caso una prisión, en las conductas desarrolladas por el hombre, dependiente de unos roles sociales previamente asignados. Este experimento fue subvencionado por la propia Armada de los Estados Unidos, que buscaba una solución para los conflictos que se alzaban de vez en cuando en su sistema de prisiones.

El experimento en sí mismo era muy sencillo. Zimbardo reclutó a 24 estudiantes de la Universidad de Stanford que se presentaron voluntarios. Se separaron a los estudiantes en dos grupos: los "prisioneros" y los "guardias". Estos grupos fueron seleccionados aleatoriamente, sin prestar atención ni a la complexión ni a ningún otro tipo de ventaja física. Para controlar a los grupos, un investigador asistente sería el "alcaide" y el propio Zimbardo adoptó el rol de "superintendente".

Una vez construida una prisión especial para el experimento, se procedió a la reclusión de los "prisioneros". Los "guardias" recibieron porras y uniformes de inspiración militar, así como gafas de espejo para impedir el contacto visual. Los "prisioneros", en cambio, tenían que vestir batas de muselina (sin calzoncillos) y sandalias con tacones de goma que el propio Zimbardo escogió para que les provocaran una forma de caminar incómoda y antinatural. En vez de llamarlos por su nombre, se les dio a cada uno un número que debían llevar cosido a la ropa. Asimismo, tenían que llevar una cadena alrededor de los tobillos para recordar su estado de encarcelamiento.

El experimento no tardó en descontrolarse. Al poco tiempo de empezar, los "guardias" comenzaron a inventar todo tipo de técnicas de persuasión y de castigo para controlar a los presos, separándolos en buenos/malos, quitándoles los colchones para obligarles a dormir en el suelo, etc. La violencia física estaba prohibida, pero los "guardias"acosaban a los "prisioneros" por las noches (cuando creían que nadie les estaba observando) y los forzaban a hacer cosas humillantes: desnudarse, limpiar letrinas e incluso posturas homosexuales.

A las 36 horas de empezar el experimento, un prisionero empezó a sufrir estrés emocional y comenzó a llorar y a experimentar ataques de rabia. Otros prisioneros empezaron a mostrar desórdenes emocionales agudos. Los guardias llegaron al extremo de coaccionar a los prisioneros para que abandonaran a un compañero en una celda de aislamiento.

El experimento estaba planeado para dos semanas, pero tuvo que ser cancelado a los seis días debido al exceso de humillación y trato inhumano que recibieron los presidiarios y al extremo al que habían llegado los guardias, demasiado metidos en su papel.


6. Estudio Monster




El estudio Monster fue un experimento desarrollado por el doctor Wendell Jonhson en 1939, y que trataba sobre el estudio de la tartamudez. Según el doctor Johnson, la tartamudez no era un trastorno innato, sino que era consecuencia de los malos hábitos de educación de los niños.

Para demostrar su teoría, tomó a 22 niños con problemas del habla y los dividió en dos grupos: a unos les daba un refuerzo positivo, premiándolos cuando conseguían hablar con fluidez; con los otros empleó una técnica a la inversa, insultándolos, menospreciándolos y castigándolos cuando se atrancaban al hablar.

Muchos de los chicos de este segundo grupo acabaron sufriendo problemas psicológicos y de autoestima que arrastraron el resto de su vida. El estudio fue apodado "Monster" por otros científicos, horrorizados ante el hecho de que se hubiera experimentado con niños, y además huérfanos. Los datos se ocultaron a la luz pública, pues no querían que se relacionaran con las investigaciones que los nazis estaban empezando a realizar, y que veremos más adelante en esta lista.


5. Proyecto MK-Ultra




El Proyecto MK-Ultra fue una operación de investigación secreta llevada a cabo por la CIA, que trataba de encontrar métodos para controlar la mente. El programa se inició por orden de Allen Dulles, director de la CIA, en el año 1953, aunque se prolongaría hasta los años 60. El objetivo del programa era, mediante experimentos, encontrar una droga que indujera al sujeto a decir la verdad.

La operación se llevó a cabo en el más estricto secreto. Tan secreto, que ni los propios sujetos del experimento (que podían ser tanto médicos y militares, como prostitutas, vagabundos e incluso enfermos mentales)  fueron conscientes de la tortura a la que estaban siendo sometidos. Se les inocularon drogas de todo tipo, que les provocaban pensamiento ilógico e impulsividad, hasta el punto que perdían la noción de la realidad. Se les administraron sustancias que reproducían los efectos del alcohol en sangre, que inducían a hipnosis, que producían amnesia, estado de shock o confusión, drogas que generaban una altísima euforia, otras que anulaban los sentidos y otras que provocaban el famoso "lavado de cerebro".

Además del LSD, también se usaron barbitúricos y anfetaminas simultáneamente, pero tuvo que abandonarse este método porque la muerte del sujeto era demasiado frecuente. Otro método bastante utilizado fue el de la terapia electroconvulsiva, superando en 30 o 40 veces la dosis de electricidad recomendada. Otro experimento fue el de inducir a varios sujetos a un estado de coma durante la reproducción de sonidos repetidos infinidad de veces, lo que provocó en los pacientes incontinencia, amnesia, pérdida del habla y la imposibilidad de recordar hasta quiénes eran sus padres.

En 1974 el caso saltó a los periódicos, ante el escándalo de toda la nación. Pronto se iniciaron investigaciones acerca de la ilegalidad del proyecto MK-Ultra y nuevas atrocidades salieron a la luz. Sin embargo, algunos directivos implicados ordenaron la destrucción de la documentación. Ante la falta de pruebas concluyentes, el caso tuvo que cerrarse en 1996 sin que los principales artífices del proyecto pagaran nunca su culpa.


4. Experimentos Nor-Coreanos




Hay informes acerca de muchos proyectos de experimentación científica sobre seres humanos en campos de concentración para prisioneros de Corea del Norte, experimentos que violan los Derechos Humanos, y que han sido negadas repetidas veces por el gobierno coreano, a pesar de haberse descubierto lo contrario.

Uno de estos experimentos se llevó a cabo en una prisión para mujeres. En un documental de la BBC, una antigua prisionera nor-coreana relató cómo cincuenta reclusas jóvenes fueron seleccionadas para ser alimentadas con hojas de col envenenadas, a pesar de sus negativas, ya que veían cómo aquellas que las comían morían a los pocos minutos entre gritos de dolor y vomitando sangre.

Un ex-jefe de seguridad de otro campo de prisioneros describió la existencia de laboratorios equipados para esparcir gases venenosos y para hacer experimentos con sangrado. Normalmente se hacía el experimento con sujetos pertenecientes a la misma familia. Después de ser reconocidos por los médicos, eran encerrados en una de estas cámaras de gas con techo de cristal, desde donde estos "científicos" observaban todo el proceso. En uno de estos experimentos, los padres trataban de salvar la vida de sus hijos practicando la respiración asistida, antes de caer ellos mismos víctimas del gas venenoso.


3. Experimento Tuskegee




El experimento Tuskegee fue un estudio clínico llevado a cabo entre 1932 y 1972 en Tuskegee, Alabama, por los servicios públicos de salud americanos. El objeto del experimento era analizar la evolución de la sífilis si no era tratada en varones de raza negra.

Desde el principio existió mucha controversia de cara al experimento. Los 399 sujetos que participaron del experimento no habían dado su consentimiento, no fueron debidamente informados y fueron engañados al decirles que tenían "mala sangre".

En 1932, los tratamientos contra la sífilis eran muy tóxicos, peligrosos y su efectividad era más que cuestionable. Los hombres reclutados, supuestamente infectados de sífilis, no recibieron tratamiento alguno. Eran conejillos de indias que permitían a los médicos observar la evolución de la enfermedad sin tratamiento. Los aquejados de sífilis frecuentemente padecían terribles dolores y fallo multiorgánico.

En 1947, se empezaba a utilizar la penicilina como fármaco para tratar la sífilis. Pero los médicos del experimento Tuskegee ocultaron la información sobre la penicilina para continuar observando cómo la enfermedad evolucionaba y provocaba la muerte del sujeto. Este brutal estudio continuó hasta 1972, cuando una filtración a la prensa paralizó el proyecto de manera definitiva. Para entonces, de los 399 participantes, 28 habían muerto de sífilis y otros 100 de complicaciones médicas relacionadas. Además, 40 esposas de los sujetos fueron infectadas, y 19 niños contrajeron al enfermedad al nacer.


2. Experimentos nazis




Además de los campos de exterminio donde millones de personas, principalmente judíos, fueron asesinadas, los nazis realizaron muchos otros experimentos con una pretendida finalidad científica.

El artífice de gran parte de estos experimentos fue el Dr. Josef Mengele. Se seleccionaron varios reclusos para ser sujetos de unos experimentos destinados a ayudar al personal militar alemán en situaciones de combate, en la recuperación de personal militar herido y para la promoción de la ideología racial respaldada por el Tercer Reich.

La mayoría de estos experimentos son de sobra conocidos por todos. Mengele realizó experimentos sobre 1500 parejas de gemelos para mostrar las similitudes y diferencias en genética y eugenesia. Uno de los experimentos más brutales que se hicieron fue el de coser, literalmente, a los gemelos para formar un único ente combinado. En Ravensbrück se hicieron horripilantes trasplantes de órganos y de huesos de una persona a otra, seccionando huesos, nervios y músculos sin anestesia. La Luftwaffe dirigió experimentos para saber cómo tratar la hipotermia, y se forzó a los sujetos a resistir sumergidos en un tanque de agua helada hasta un total de tres horas.

Se hicieron todo tipo de experimentos: reclusos sanos fueron infectados con malaria para probar la eficacia de varias drogas; se exponía a los presos a gas mostaza y fosgeno para ver sus heridas; otros fueron obligados a beber solo agua de mar; otros fueron esterilizados por medio de rayos X, cirugía y varias drogas...

El resultado lo conocemos todos: Miles de muertos, muchos a consecuencia de los experimentos, pero también hemos de contar los que fueron posteriormente asesinados una vez que se completaron las pruebas. En 1947, los médicos capturados por las fuerzas aliadas fueron llevados a juicio. Resulta terrible pensar que Josef Mengele, el principal artífice de esta abominable barbarie, consiguió huir y nunca pagó por sus crímenes.


1. Escuadrón 731




A algunos puede parecerles raro que haya puesto los crímenes nazis en segundo lugar ya que, en cuestión de horror, merecería el primer puesto sin duda alguna. Sin embargo, considero que el experimento conocido como Escuadrón 731 es tan brutal, tan terrible y tan desmesurado que, sin desmerecer en ningún momento el sufrimiento de las víctimas del nazismo, lo supera con creces.

El Escuadrón 731 fue un programa encubierto de investigación y desarrollo de armas biológicas del Ejército Imperial Japonés, que llevó a cabo letales experimentos con humanos durante la segunda guerra chino-japonesa y la Segunda Guerra Mundial. Para llevar a cabo estos inhumanos experimentos, el escuadrón fue camuflado en una planta de purificación de agua y operó a través de la propaganda política, fomentando la supremacía racial japonesa, teorías racistas, contraespionaje, investigación, sabotaje político e infiltración en las líneas enemigas.

Para el experimento, se utilizaron seres humanos tanto militares como civiles reunidos de las poblaciones de los alrededores. Entre estos sujetos de prueba se encontraban niños, ancianos y mujeres embarazadas. Los prisioneros fueron sometidos a vivisecciones sin anestesia, se les amputaron miembros en vida, se les quitaban órganos y los cosían en partes opuestas del cuerpo o uniéndolos al esófago o los intestinos.

Se usaron blancos humanos para probar granadas y lanzallamas. Algunos incluso eran atados a postes y eran usados como blanco de bombas de gérmenes, armas químicas y otras armas convencionales. Fueron inyectados con sueros contaminados con agentes patógenos, fueron infectados con sífilis y gonorrea. También se los infestó de pulgas para adquirir pulgas transmisoras para utilizar de cara a una guerra biológica.

Algunos prisioneros fueron colgados boca abajo para ver cuánto tardaban en asfixiarse. A otros se les inyectó orina de caballo en los riñones. Otros fueron expuestos a temperaturas extremas para analizar cuánto tardarían en morir. Otros cautivos fueron introducidos en centrifugadoras y se les hizo girar hasta que murieron. También se les irradiaban dosis letales de rayos X. Y uno de los experimentos más crueles era meter a una madre con su bebé en un tanque que se iba llenando de agua para ver su comportamiento (la madre sostenía al bebé en alto, hasta que la desesperación podía más que ella y pisaba a su bebé para no ahogarse ella).

Las operaciones y experimentos continuaron hasta el fin de la guerra. Cuando el asunto empezó a salir a la luz, se dinamitaron algunas instalaciones para destruir pruebas y se les entregó una ampolla con cianuro a los principales artífices del experimento, que estaban obligados a tomarla en caso de ser capturados. Los médicos del Escuadrón 731 recibieron sentencias de entre 2 a 25 años de reclusión en campamentos de trabajo, pero finalmente todos fueron amnistiados.


Hasta aquí el ranking de los peores experimentos humanos de la historia. Debo decir que me he dejado muchos en el tintero, algunos realmente atroces. No es que no los considere dignos de estar en el ranking, pero creo que estos han sido los peores que ha habido nunca, lo que nos demuestra que hasta las cosas más buenas, como la ciencia, pueden resultar terribles si se utilizan con malos fines.


jueves, 3 de octubre de 2013

Vagando por la Historia: Belleza e Higiene en la antigua Roma



La Historia no consiste solamente en aprenderse de memoria una larga lista de fechas y nombres de personajes célebres. La Historia también la forman los pequeños detalles, aquellos actos cotidianos que llevamos a cabo con toda normalidad. Desde siempre se ha creído que solo las grandes hazañas tenían el derecho de figurar en los anales y pasar a la Historia, pero hoy en día sabemos que eso no es así. Incluso me atrevería a afirmar que todo lo que hacemos hoy en día, ya sea en casa o en el trabajo, pasará a la Historia algún día o podría ser objeto de estudio para generaciones venideras.

No obstante, dudo mucho que los ciudadanos de la antigua Roma pensaran que sus hábitos de belleza y cuidado del cuerpo fueran del interés del hombre del siglo XXI. Pero es en estos detalles donde vemos cómo éramos antes y comprobamos, a veces con asombro, que las cosas no han cambiado tanto como pensábamos y que ya está todo inventado.

Acompañadme en este corto viaje por la higiene y la belleza tal y como la veían los romanos del siglo primero y siguientes.



Hábitos convertidos en placer

Del mismo modo que ahora la moda viene de París, antiguamente la moda provenía de Grecia. Fue en Grecia donde se generalizó el baño doméstico, que más tarde extendió su influencia a Roma, donde se convertiría en una de las formas más sofisticadas de higiene personal. Para los griegos, el baño constituía un complemento del gimnasio; era rápido y tenía un efecto vigorizante sobre los atletas. Como el uso del agua caliente se consideraba algo afeminado, los griegos realizaban sus baños con agua fría, ya que se concebía como una práctica para los atletas y no estaba pensada para su disfrute.

En Roma, en cambio, el baño era una forma de relajación que poco a poco se convirtió en un deber social que se llevaba a cabo de forma colectiva. El aseo personal y la salud eran las dos caras de una misma moneda. Es en esta época cuando surge el término sanitas, “salud a través de la higiene”, o la célebre frase mens sana in corpore sano, acuñada por el poeta Juvenal entre los siglos I y II.


Punto de encuentro

En el siglo II a. C. se popularizaron en Roma los baños privados y empezó a instalarse agua caliente en los domicilios. Los ciudadanos acomodados tenían bañeras en sus casas, mientras que los ciudadanos más humildes tenían que recurrir a los baños públicos. En cualquier caso, tanto ricos como pobres acudían a estos balnearios, en los que intercambiaban con sus conocidos noticias y cotilleos. Se llegó a acudir tanto a los baños públicos que muchos autores coinciden en que esta práctica se debía, más que a motivos de salud, al placer que suponía. Esto explicaría el hecho de que los filósofos y, más tarde, los cristianos, rechazaran esta costumbre por considerarla impúdica y se limitaran a bañarse una o dos veces al mes.

El culto al baño llevó a los romanos a dedicarle grandes esfuerzos económicos, con la construcción de inmensos espacios edificados por los mejores arquitectos. Las instalaciones del balneario disponían de varios recintos para cumplimentar el ritual del baño. Alrededor de la una de la tarde, la campana llamaba para anunciar que el agua estaba caliente. Los clientes entraban y pagaban su cuota correspondiente (quadrans). Una vez dentro del recinto, podían jugar un partido de pelota en el sphaeristerium para entrar en calor. A continuación se introducían en el tepidarium, una habitación moderadamente caldeada donde se sudaba un poco con la ropa todavía puesta. Después podían desnudarse en el apodysterium y allí eran untados con aceite. El cliente podía llevar sus propios aceites especiales y ungüentos si lo deseaba.




Después de estas friegas, se entraba luego en el caldarium o cámara caliente, donde se sudaba en abundancia, y después se pasaba un tiempo en el laconium, un lugar caldeado situado encima del hypocaustum o caldera. Esta caldera contaba con un regulador que controlaba la temperatura del agua. Para ahorrar combustible, los depósitos estaban conectados de modo que, tan pronto como salía el agua caliente, era sustituida por la templada y luego por la fría, que era el orden en el que se debían utilizar.

Una vez terminado el proceso, el cliente se friccionaba el cuerpo con un strigil, un utensilio metálico con forma curva; este instrumento servía para retirar los restos desprendidos de la piel. Luego se pasaba una esponja, se le untaba de nuevo con aceite y podía terminar zambulléndose en el agua fría del frigidarium antes de ir a sentarse o dar un paseo. Los baños permanecían abiertos hasta que oscurecía, aunque los últimos emperadores ordenaron que los iluminasen también por la noche. Lo más común era bañarse antes de la cena, pero los más aficionados permanecían toda la tarde en remojo y no abandonaban el agua más que para tomar un refrigerio.

Los grandes balnearios recibieron el nombre de termas. Las más famosas fueron las de Caracalla, que deben su nombre al emperador que las mandó construir entre el 206 y el 217 para disfrute de sus ciudadanos. Por estas termas pasaban a diario más de dos mil personas, récord que solo fue superado por la grandiosidad de las termas de Diocleciano, construidas hacia el año 300.

Las termas comprendían, además de los baños, una serie de patios con pórticos y jardines, y un gran número de salas destinadas a ejercicios gimnásticos, juegos y lectura, e incluso puntos para reunirse a comer y cenar. Estaban perfectamente organizadas. Aparte del orden de los baños, se regulaba la separación por sexos en distintos departamentos o en diferentes horarios, y la custodia de los objetos personales por el capsarius, un mozo encargado del guardarropa. Más adelante se pusieron de moda los baños mixtos, una costumbre que duró hasta bien entrado el inicio de la era cristiana, cuando la Iglesia empezó a dictar normas restrictivas por temor a la promiscuidad.

Con el tiempo, el gusto de los romanos por el baño derivó en auténtico vicio. A pesar de las prohibiciones decretadas por los emperadores Adriano, Marco Aurelio y Alejandro Severo, los placeres sexuales empezaron a hacer acto de presencia en los baños públicos. Por otro lado, el abuso del agua por parte de los bañistas más fervientes dio lugar a la aparición de hongos, eczemas y otras raras enfermedades de la piel, por lo que la asistencia a los baños tuvo que moderarse.


Del baño al tocador

Para el embellecimiento personal, los romanos contaban con todo tipo de ungüentos, perfumes y utensilios, de los que dan testimonio la literatura y los hallazgos arqueológicos. Las civilizaciones de la Antigüedad cuidaban sus dientes utilizando pastas dentífricas a base de plantas y plumas de buitre o púas de puerco espín. El cuidado del cabello tenía una especial relevancia. Sufría las modificaciones propias de la moda, pero también las que eran impuestas por los distintos rituales que existían en torno al mismo. Los jóvenes acostumbraban a ofrendar su primera barba a una divinidad en una ceremonia familiar conocida como depositio barbae. Tras la pérdida de esta primera barba, la dejaban crecer hasta la aparición de las primeras canas.

En la antigua Roma era común dejarse crecer la barba y el pelo. La melena y la barba eran signos de prestigio social. Los romanos solo se rasuraban el pelo como símbolo de humillación. Esta práctica también se aplicaba a las mujeres que mantenían relaciones amorosas con el enemigo. A partir del siglo III a. C., probablemente por influencia griega, comenzaron a cortarse el pelo y a afeitarse. Se cuenta que la razón por la que Julio César ostentaba orgulloso su famosa corona de laurel no era otra que la de disimular su calvicie, aunque antes tuvo que solicitar el correspondiente permiso al Senado.




Entre las mujeres nunca estuvo de moda el pelo corto. Las más jóvenes lo llevaban recogido y anudado en la nuca. Las mujeres casadas que contaban con medios para hacerlo, lucían espectaculares peinados gracias a la utilización de rizos, postizos, pelucas y tintes especiales. Fue tal la importancia del peinado que, en ocasiones, cuando se esculpía un busto, el artista tallaba el peinado en una pieza de mármol aparte para que se pudiera cambiar según la tendencia del momento.

Si durante la República el peinado femenino había mantenido una gran sencillez, llegó a alcanzar su máxima sofisticación en la época de los emperadores Flavios, cuando los rizos de gran volumen provocaron auténtico furor y se recurrió a la utilización de cintas, flores y mallas bordadas a modo de adorno. Para arreglarse el cabello contaban con peines de madera, hueso, plata o marfil. Y los recogidos se elaboraban con agujas y punzones de variados diseños. Los ciudadanos de categoría solían tener un esclavo, el tonsor, dedicado a las tareas de peluquería. Pero también había peluquerías públicas, las tonstrinae, con peinadoras u ornatrix.

Pero lo que causaba verdadera obsesión era el pelo rubio. Cuando César regresó de sus conquistas por territorios germanos, trajo consigo esclavos que sorprendieron por el tono rubio de sus cabellos. Tenía especial atractivo para las mujeres romanas, que no dudaron en teñirse el cabello con potasio y aceites que contenían pétalos y flores amarillas.

El maquillaje fue frecuente entre los romanos de ambos sexos. Las mujeres se aplicaban colorete, carmín y tonos rosados y blancos en los párpados. El color negro que se aplicaban en las pestañas se lograba a partir de moscas y de huevos de hormiga machacados. Los varones en algunas ocasiones se maquillaban los ojos, las cejas y los párpados. La depilación era frecuente entre las mujeres, para la que se usaba una pomada realizada con resinas y miel. Para disimular las temidas arrugas, los romanos utilizaron una mezcla de harina de habas con caracoles secados al sol y pulverizados. La emperatriz Sabina Popea, segunda esposa de Nerón, utilizaba como crema antiarrugas la denominada masca popea: una mascarilla de harina con leche de burra y miel.

Otra de las obsesiones de la mujer romana era la de adquirir la blanca piel de sus esclavas germanas, lo que las llevó a maquillarse con una mezcla de yeso, harina de habas, tiza y albayalde. Como el resultado era contrario al esperado, porque al contacto con el sol la piel se oscurecía, se abandonó pronto este compuesto.




En el aseo diario, el romano empleaba dentífricos y una amplia gama de perfumes, ungüentos y desodorantes para las axilas y los pies elaborados con rosas, azafrán, azucenas, lirios y nardos. Estos productos eran importados desde Oriente y se podían adquirir en las tabernae unguentariae. Los perfumes más solicitados fueron el cromicus, una mezcla de azafrán, mirra, alheña, junco, láudano y estoraque; y el rhodinium, elaborado a base de rosas.

El romano entendía y practicaba el sentido de la higiene corporal siempre desde su talante colectivo y desinhibido. Subsisten pruebas de ello. Por ejemplo, en las ruinas de Pompeya, Herculano y Cartago se han encontrado los modelos de ese colectivismo higiénico: una gran mesa de piedra semicircular con hasta doce grandes orificios y un canalillo anexo a cada uno, lo que revela que los romanos hacían sus necesidades juntos. En el hogar tampoco se conocía el pudor. El orinal era un utensilio habitual en las casas de los ciudadanos adinerados: un esclavo lo llevaba cuando el dueño o uno de sus invitados necesitaba usarlo.

Esta visión de la higiene y la belleza empezó a extinguirse hacia el siglo IV, con el declive del Imperio Romano. Los invasores bárbaros destruyeron la mayoría de las termas, aquellos magníficos espacios revestidos de azulejos. De la pasión por el baño ha quedado constancia a lo largo y ancho del Imperio. Muchas de aquellas construcciones han llegado hasta nosotros, y algunas incluso continúan funcionando. En la Hispania romana, por ejemplo, se conservan las de Alange (Badajoz), Arcolea y Arva (Cáceres), Bigastro (Alicante) y Calafell (Barcelona). En el transcurso de la Edad Media, el baño y la higiene adquirieron una nueva significación.


Espero que os haya sido útil! Nos vemos en el siguiente post!