martes, 29 de octubre de 2013

La Canción del Bosque



Entre las ruinas de un monasterio perdido, un pastor encontró un vetusto manuscrito muy maltratado por las inclemencias del tiempo. Tenía el grosor de un palmo, pero la mayoría de sus páginas estaban infestadas de moho o se desprendían al menor movimiento. Sabiendo que tenía entre sus manos algo muy antiguo, se lo llevó al sacerdote de su parroquia y éste hizo que unos expertos en codicología lo estudiaran para averiguar su procedencia.


El códice estaba muy deteriorado. De sus más de cuatrocientas páginas solo cinco parecían estar en buen estado. Eso llamó la atención de los expertos: Aquellas seis hojas de vitela mantenían un estado prístino en comparación con el resto del códice. Como si algo quisiera protegerlas de los elementos. Como si alguien quisiera que las encontraran y las leyeran.


Se llevaron las páginas a un paleógrafo, que juzgó interesante compartir el trabajo con un alumno a quien le estaba dirigiendo la tesis doctoral. El joven recibió con inmensa emoción el encargo de transcribir el documento y se puso manos a la obra. Sin embargo, no estaba preparado para el horror que le aguardaba, pues aquellas páginas contaban una historia tan inverosímil como estremecedora. Aterrorizado, pero decidido a seguir adelante, el joven transcribió cada palabra que había escrito el autor del relato en perfecto latín.


Esto fue lo que descubrió:


Las noches en el valle son frías, y ni los gruesos muros del monasterio son capaces de frenar el avance del viento, que se cuela entre resquicios y por debajo de las puertas. A veces el viento sopla con tanta fuerza que apaga el fuego del hogar, por lo que no podemos calentarnos las manos. Pero estoy conforme. Si este invierno que se aproxima es tan crudo que puede acabar con la amenaza que habita en el bosque, soportaré mil penalidades con tal de que así sea. Quiera Dios tener piedad de todos nosotros.


Esta es la quinta noche que paso despierto, inclinado sobre este pliego a la luz de la vela. La pluma tiembla en mis manos y mi cuerpo pide a gritos que le dé descanso. Pero no me atrevo a acostarme, pues sé que, en cuanto cierre los ojos, la pesadilla que no deja de perseguirme volverá para atormentar mis sueños una noche más. Para protegerme de ese ser me he encerrado en mi celda, y he pedido a uno de los hermanos que me diera cera de abejas para hacer unos tapones que cubran mis orejas. Sabiendo lo que sé, toda precaución es poca. Me asusta tanto lo que me aguarda fuera de estos muros que quisiera tapiar las puertas y ventanas del monasterio, hacer hasta lo imposible por impedir que esa criatura dé conmigo.


Últimamente me he obligado a obedecer a nuestro prior, quien dice que mi falta de salud se debe no a una enfermedad, sino al hambre. He intentado ocultar mis temores para no sembrar el pánico, pero no aguantaré mucho tiempo. Me fallan las fuerzas hasta para llevarme la comida a la boca. Hoy estaba tan débil que me desmayé en el refectorio y cuatro frailes tuvieron que llevarme a mi celda, donde me suministraron un bebedizo que me hizo dormir unas horas. Durante el tiempo que dormí, el joven fraile que estaba a mi lado afirmó que no había parado de retorcerme y balbucear incoherencias acerca de un bosque y una canción.


Me duele admitir que mis días en este mundo están contados. Si la criatura que vive en el bosque no puede conmigo, sin duda lo hará el terror que despierta en mi cabeza y en mi corazón. Me he visto obligado no solo a contemplar un horror que nunca hubiera imaginado, sino también a presenciar la muerte de personas muy queridas para mí. ¿Cómo es posible que exista un ser tan maléfico en ese bosque? ¿Acaso el Diablo camina entre nosotros? Me siento atenazado, al borde de la asfixia. En mi cabeza no para de sonar la melodía que condujo a mis hermanos a la desgracia. He conseguido mantenerme firme durante un mes, pero mis fuerzas han mermado mucho y temo que, como les ocurrió a ellos, me sea imposible resistir por más tiempo.


Recuerdo el día que nos adentramos en el bosque. Lo recuerdo como si fuera ayer. Aquella mañana, antes de que saliera el sol, un niño campesino llegó a las puertas del monasterio y se derrumbó como un muñeco sin vida. Tendría unos siete años y su ropa estaba hecha jirones. El boticario examinó su cuerpo y descubrió que se había hecho un sinnúmero de heridas, siendo las peores las llagas que laceraban sus pies descalzos. El boticario concluyó que se había hecho esas heridas en el bosque, al correr entre los arbustos y las ramas bajas de los árboles. Pero sorprendía lo profundo de algunos raspones y arañazos. Daba la impresión de que el niño había estado huyendo de algo.


El zagal no despertó hasta el anochecer. En cuanto abrió los ojos, empezó a gritar pidiendo un crucifijo. Un fraile le prestó el suyo, y el niño se lo arrebató y lo besó muchas veces con desesperación antes de echarse a llorar. Nuestro prior pidió que lo dejáramos a solas con el niño, ya que quería hacerle unas preguntas. Cuando salió de la celda, compartió sus impresiones con los monjes que allí estábamos.


-Una cosa está clara, y es que a este niño lo han atacado –dijo el prior -. No he entendido todo lo que ha dicho, pues se expresa de manera tosca y ruda, pero es evidente que ha sufrido un ataque en el bosque y que sus parientes han desaparecido.


-Últimamente están desapareciendo muchas personas. ¿Será que hay bandidos en el bosque, padre? –preguntó Cibrán, sin poder evitar un estremecimiento. Había llegado al monasterio siendo muy pequeño y nunca había salido más que para labrar el huerto, así que le daba bastante aprensión todo lo que venía del exterior.


-¿Bandidos, decís? –Clotario soltó una risotada -. Pues si hay bandidos en el bosque, dejádmelos a mí. En otro tiempo me encargaba de mantener lejos de la villa a esa escoria; todavía tengo fuerzas para ello.


Si Cibrán era uno de los frailes más jóvenes de nuestra orden, Clotario bien podía jactarse del tiempo que llevaba en el monasterio. Era un hombre corpulento que frisaba los cincuenta años, calvo y de tupidos bigotes. Había pasado su juventud en tierras francas, donde había nacido, pero había decidido ingresar en la orden cuando, al morir su señor, se encontró solo y sin familia. Aunque piadoso, era testarudo y le gustaba asustar a los novicios con sus refunfuños.


-Opino que deberíamos advertir al regidor de la villa –acertó a decir Roi con aquella voz que se quebraba al final de cada frase. Era contrahecho por naturaleza: tenía una deformidad en los pies que le impedía caminar bien, pero era resuelto y no consentía que le trataran como un lisiado -. Sin duda él sabrá qué hacer. ¿Por qué habríamos de meternos en problemas? Bastante hacemos con cuidar a este niño.


-En verdad no entiendo cómo podéis decir eso –rezongó Clotario, indignado -. ¡Sois más pusilánime que una doncella! ¡Deberíais venir conmigo y demostrar que sois un hombre! ¿No tengo razón, Martín?


Me sorprendió su brusca manera de dirigirse a mí.


-No sabría qué deciros, pues no os falta razón a ninguno de los dos –dije.


-¡Ja! ¡Vos siempre con lo mismo! ¡Hacéis hasta lo imposible por contentar a todas las partes en un litigio! –se chanceó.


Nuestro prior creyó conveniente poner fin a nuestra discusión alzando las manos en gesto de paz.


-Basta, no quiero más disputas. Permaneceremos aquí y rezaremos. Si hay bandidos ahí fuera, no les permitiremos traspasar estas puertas. Si hay algo peor… entonces, que Dios tenga misericordia. En cuanto al niño, cuidaremos de él hasta que se restablezca; y, si no tiene más familia y quiere quedarse, lo acogeremos entre nosotros. Ahora, marchaos y encomendaos a nuestro Señor.


Los cuatro nos retiramos en silencio pero, en el claustro, Clotario hizo que nos detuviéramos y habló con nosotros muy seriamente.


-No sé qué haréis vosotros, pero yo no pienso quedarme aquí sin hacer nada –manifestó resuelto -. Mañana, en cuanto acaben los maitines, cogeré un báculo y me adentraré en el bosque. Sea lo que sea que haya allí, no escapará de mí.


-¿Es que habéis perdido la razón, Clotario? –le reprendí -. No permitiré que vayáis solo a un bosque donde podría haber quién sabe qué bestias peligrosas. Al menos dejaréis que yo os acompañe.


-Yo también voy –dijo Cibrán, cosa que me pareció sorprendente -. Aunque poco pueda hacer, si hubiera que ayudar en algo, dos manos más os vendrán bien.


Clotario y yo asentimos y aprobamos su muestra de valor. Sin embargo, no osamos preguntarle a Roi si vendría con nosotros; en nuestro pensamiento no cabía la posibilidad de que nos acompañara un tullido. En caso de que hubiera que huir, ¿cómo podría él seguirnos? Roi se dio cuenta de que le manteníamos al margen, y se sintió ofendido.


-A mí no me dejaréis aquí. Yo también me internaré en el bosque.


-No, Roi –le dije yo -, que el bosque encierra muchos peligros. Si no habéis tenido la oportunidad de mostrar antes vuestro valor, vuestro estado os exime de hacerlo de ahora en adelante.


-No os atreváis a despreciarme por ser un lisiado. No soy un gran corredor, pero sé utilizar una honda como el mejor.


-De mucho nos servirá si hallamos a Goliat en la floresta –se rió Clotario.


Juzgué necesario terminar con tanta mofa. La situación era muy grave. Habían desaparecido muchas personas en el bosque, y el único que había conseguido escapar con vida de la floresta era un niño que no paraba de aullar y gritar incoherencias. Tomé las riendas de la situación: les dije que nos encontraríamos en la leñera a la mañana siguiente.


Escapar del monasterio fue más sencillo de lo que imaginaba. Sabía que era una falta grave abandonar nuestro convento sin advertir a nadie, pero la curiosidad pudo más que nosotros. Clotario, Cibrán y yo cogimos unos cayados para usar en caso de peligro, ya que no teníamos otras armas; Roi llevaba una honda atada a su cinturón. Yo había conseguido hurtar de la despensa pan y un poco de queso (que Dios me perdone), por si tardábamos en volver y teníamos hambre. Cuando estuvimos listos, emprendimos el camino. Aún no había salido el sol.


El bosque no estaba lejos de nuestro monasterio. Allí acudían muchos campesinos a buscar madera, pero no solían pasar de las lindes del bosque por temor a lo que ocurría en la espesura. Veinte desaparecidos en menos de seis meses eran suficientes para meterle el miedo en el cuerpo a cualquiera. Los campesinos se santiguaban cada vez que alguien mencionaba el bosque. Si tenían que pasar por allí, venían a nuestro monasterio a pedir la bendición del prior. Empezaban a circular rumores sobre un monstruo que encantaba a sus víctimas con una melodía, como las sirenas de las que hablaba Homero. Pero nosotros no pensábamos en eso. En nuestra arrogancia, creíamos que no nos pasaría nada malo.


Caminamos durante una hora siguiendo el sendero cubierto de hierba; al final del mismo, un poco lejos, se divisaban las copas de los árboles del bosque. El sol despuntaba entre las montañas para cuando llegamos a la entrada pero, de pronto, los cuatro nos sentimos conmocionados por el tamaño de la floresta.


Al ver tan de cerca los árboles retorcidos y los castaños gruesos y caídos, comprendí por qué la gente tenía miedo. La oscuridad y las tinieblas eran las dueñas de aquel bosque. Las ramas, los arbustos y los troncos de árbol muerto nos impedían el paso, tupiendo cada espacio libre, y no nos dejaban ver lo que se escondía detrás. El aire estaba cargado de una pesada humedad tan fría que pronto empezamos a tiritar. Un atisbo de miedo me invadió cuando mi hábito se enredó en una zarza y se me escapó una interjección.


-¡No gritéis, Martín! –susurró Clotario -. Debemos ir con mucho cuidado. Huelo un peligro.


Avanzamos lentamente, esquivando ramas, hojas putrefactas y musgo húmedo que se había pegado a los árboles. Con una pequeña hoz para cortar hierbas, Cibrán iba segando las ramas que se cruzaban en nuestro camino. Clotario caminaba junto a él; Roi y yo íbamos detrás. En esas, Roi tropezó con una rama corta. Al agacharse para recogerla, se dio cuenta de que no era una rama, sino un hueso. Un hueso humano. Espantado, Roi lo apartó lejos de sí.


-¡Dios misericordioso! –exclamó con pavor -. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién ha muerto en este bosque?


Acudí junto a él y traté de calmar sus nervios.


Y fue entonces, en aquel instante, cuando los cuatro la oímos. Una música susurrando entre las hojas de los árboles. Una tenebrosa melodía de flauta interpretada por hábiles manos, que entró en nuestros oídos e inundó nuestros corazones como un veneno ponzoñoso. Había alguien más aparte de nosotros en el bosque, pues no se concebía otra manera de que sonara música en aquel lugar. Sin embargo, yo estaba inquieto. Mi imaginación había empezado a concebir las fantasías más horripilantes y las ilusiones más espantosas. Entre los pliegues de aquella inmunda vegetación, imaginaba que había una sombra que nos observaba con mil ojos, aguardando el momento en el que cometiéramos un error.


-Pero, ¿qué música es esta? ¡¿Quién anda ahí?! –exclamó Clotario -. Por todos los diablos, voy a ver quién se oculta en el bosque.


-¡No, aguardad! –grité yo.


Pero fue demasiado tarde. Antes de que pudiera pararlo, Clotario echó a correr; Cibrán le siguió. Los dos se adentraron en la maleza y los perdí de vista. La flauta seguía sonando, imperturbable, emitiendo aquellas notas que subían y bajaban como silbidos de una criatura de otro mundo. A este sonido no tardó en unirse otro que se asemejaba a una serie de golpes asestados a un tronco hueco. Me recordaba al sonido que hacen los huesos al traquetear. Entonces volví a recordar el hueso que había encontrado Roi, y me estremecí de horror.


-Tardan mucho –dijo Roi en un susurro -. Martín, debemos irnos antes de que sea tarde.


-No podemos –respondí, aunque con pocas ganas -. Tenemos que esperar a Cibrán y a Clotario.


-¡Pero están tardando demasiado! –exclamó él, cada vez más nervioso -. Aquí hay un demonio oculto y tengo miedo…


Se oyó un movimiento entre los árboles y el chasquido de varias ramas secas.


-Aguardad aquí mientras yo voy a buscarles –dije.


Dejé a Roi junto a un árbol y me adentré con paso decidido entre la vegetación. A pesar de que mi ánimo era salir de allí con mis hermanos, una parte de mí no podía evitar pensar que lo mejor era salvar mi propia vida mientras aún estuviera a tiempo. La canción me acompañaba y sonaba más fuerte a medida que me acercaba al corazón del bosque, y pronto fui presa de su influjo. De alguna manera que no alcanzo a comprender, aquella tenebrosa melodía se había apoderado de todo mi ser y me arrastraba hacia delante sin que yo pudiera evitarlo. Era como si careciera de voluntad propia. Me había convertido en un títere manejado por hilos invisibles que me movían hacia donde querían.


Mi cabeza tampoco respondía. Aunque no quería estar allí de ninguna manera, me resultaba imposible negarme al llamado de aquella música. ¿Qué poder maligno ejercía sobre mí? Tal parecía que me estaba conduciendo al mismo lugar al que debían haber sido llamados Cibrán y Clotario. No sé por qué ese pensamiento pasó por mi cabeza, pero una vez lo percibí ya no hubo manera de apartarlo de mí. De pronto se hizo obvio en mi cabeza, como si fuera el axioma más razonable del mundo: la canción del bosque me llevaría hasta mis hermanos.


Finalmente, movido por la poderosa fuerza que se había adueñado de mi voluntad, me dejé llevar hasta un claro donde se estaba celebrando un baile de cadáveres, movidos por alguna especie de encantamiento que no alcanzo a entender. Apenas puedo contener un estremecimiento al recordar lo que vieron mis ojos, lo que ven cada vez que los cierro, pues esa imagen me persigue en mis peores sueños. Los danzantes, asesinados de las maneras más despiadadas, agitaban espasmódicamente sus cuerpos sin vida. Por doquier había manos, piernas y brazos mutilados, tirados en el suelo como alimento para los perros salvajes y otras alimañas. Los cadáveres más enteros seguían bailando en círculo, ajenos a mi presencia. En medio de mi espanto, pude ver que la mayoría habían sido ahorcados; las cuerdas de la horca estaban atadas a las ramas de los árboles y se extendían para permitir que los colgados bailaran. Entre estos ahorcados reconocí a Clotario y a Cibrán, cuyos ojos y brazos habían sido arrancados de cuajo.


Al alzar la mirada hacia arriba, observé que no todos los cadáveres se movían. De las ramas más altas pendían los esqueletos de los primeros desdichados que habían tenido la desgracia de hallar aquel lugar. Algunos incluso conservaban restos de carne podrida que los cuervos arrancaban a jirones. De sus pies colgaban palos huecos por los que pasaba el aire, haciendo que sonaran como un gemido lastimero. Algunos cadáveres vivientes habían trepado a los árboles y, empuñando los huesos de otros muertos, hacían música golpeando las costillas de los ahorcados descarnados. Sentí tal repugnancia al contemplar ese espectáculo que desperté del maleficio que me mantenía amordazado y dejé escapar un grito de horror.


Entonces, la danza se detuvo, aunque la música del bosque seguía sonando. Los danzantes se volvieron todos hacia mí, mirándome con sus cuencas vacías, y se hicieron a un lado para mostrarme a Aquel que tenía predominio sobre todos ellos. Sentado en el tocón de un viejo árbol, tocando aquella sencilla canción con una ocarina, aguardaba aquel ser. No me atrevo a decir que era un animal, pues no se parecía a ninguna de las criaturas de Dios, pero tampoco era humano. Era un engendro, una abominación salida de un bárbaro abismo. Su rostro estaba oculto tras una máscara fabricada con la corteza de un árbol, ramas y la cornamenta de un ciervo. Estaba desnudo, salvo por un irrisorio harapo que cubría sus partes pudendas. Su piel era de color verde sucio, como si se hubiera frotado a conciencia con musgos y líquenes.


Pero lo más terrible era su sonrisa. Aquella sonrisa llena de dientes afilados estaba dirigida a mí. Me observaba con intensidad, con persistencia. Solo hay dos criaturas en el mundo capaces de sentir una emoción semejante: una madre que encuentra a su hijo perdido, y un león que acorrala a su presa; estoy seguro de que el engendro de la ocarina sintió ese estremecimiento profundo. Me tenía allí, a su merced. Podía hacer de mí lo que quisiera.


-¡Dios mío! ¡Dios mío!


Mi voz sonó enronquecida por el miedo, teñida de desesperación. Dentro de poco iba a convertirme en el alimento de aquel monstruo demoníaco, lo sabía. Pero entonces, sacando fuerzas de alguna parte, eché a correr para escapar de aquel terrible destino. Mi corazón se encogió cuando comprendí que ya no podía hacer nada por mis hermanos Cibrán y Clotario; estaban perdidos sin remedio. Pero todavía quedaba Roi. Lo había dejado abandonado a su suerte, sin saber el peligro que corría. En mis pensamientos solo existía la idea de ir a buscarle y abandonar con él ese bosque maldito.


Llegué hasta el árbol donde le había dejado, pero Roi ya no estaba allí. Me dije que no podría haber ido muy lejos siendo tullido. Pero entonces vi una mano cercenada entre las raíces del árbol: la mano sujetaba con dedos rígidos la honda de Roi. Así pues, todos mis hermanos estaban muertos y yo no tardaría en seguirles. Estaba perdido en los dominios del señor del bosque, que me perseguía con su canción. Y daría conmigo, pues estaba seguro (igual que lo estoy ahora) de que todo aquel que escucha una vez su canción está condenado para siempre.


No recuerdo cómo salí de la floresta, ni cómo llegué al monasterio. Durante días he sufrido de fiebres, he vomitado comidas enteras y he padecido insomnio. Estoy enfermo de un mal que solo se curará con mi muerte. Pero, ¿qué será de mí cuando esa criatura me reclame? ¿Me desmembrará, como les ocurrió a mis queridos hermanos? ¿Arrojará mi cadáver a los cuervos y los perros? ¿Arrastrará mi alma al pozo de fuego infernal? Los tapones no sirven de nada. En mis oídos resuena otra vez esa canción y siento que mi voluntad flaquea.


Que Dios me perdone… El señor del bosque me llama con su canción…

2 comentarios:

  1. ¡Qué historia más terrorífica! Me has tenido pegada a la pantalla del principio al final. Y está muy bien escrita; me has recordado a una mezcla entre Poe y Becquer...

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    1. Caramba, parece que se me va a dar bien lo de escribir cuentos oscuros, ^^*. Me alegro de que te haya gustado!

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