domingo, 24 de febrero de 2019

El lay de Toldryt


El guerrero afligido aguarda de pie, ajeno a la algarabía que se vive en los salones del rey. Su espíritu desearía empuñar y blandir una espada; su sentido común le obliga a permanecer quieto y en silencio. El cadáver de su rey yace a sus pies con la cabeza cercenada, mutilada con saña por obra de aquel jefe bárbaro que ahora se sienta en el trono de los heordas. En sus manos todavía lleva la espada con la que le ha dado muerte, y la sangre gotea en el suelo. Sangre en los salones del rey Giselher, que ahora son de Wulfer, señor de los sekas.

Pocos creyeron a aquel joven caudillo que anunció el ataque inminente de los guerreros del Oeste. Graznaban los cuervos y se levantaban extraños vientos que arrastraban los ecos de una batalla que cayó sobre nosotros con la fuerza del rayo. El rey llamó a las armas, y mis camaradas cogieron los escudos, se ciñeron las espadas, tomaron la primera línea de combate y se dirigieron a las puertas para defender la plaza con sus vidas. Pero el enemigo era fuerte, y su cólera infundió miedo donde antes solo había valor. La ira le dio nuevos bríos, y así fue como caímos todos. Uno a uno, el señor de los sekas decapitó a los guardias del rey, y después hizo lo mismo con el propio rey ante los ojos de sus últimos seguidores.

Yo quiero decir sobre mí que hasta no hace mucho he sido de los guerreros de Giselher uno de los más estimados. Toldryt es mi nombre. Por largos años luché al lado del rey, hasta que ahora Wulfer, un hombre diestro en el manejo de las armas, al más grande de los heordas mató. Ahora es suyo todo lo que le perteneció a Giselher, todo aquello que llega hasta donde alcanza la vista, hasta el último árbol, hasta la última piedra. Hasta la última vida.

Imagino que por las mentes de mis compañeros de hombro cruza la misma pregunta: ¿Qué será de nosotros ahora? No hay nada que nos una a este rey que nos observa con una sonrisa burlona. Envanecido, ebrio de gloria, Wulfer anuncia los cambios que va a imponer en sus territorios recién conquistados, pero yo solo escucho el canto que relata el fin de mi pueblo. Los sekas invadirán esta tierra, se propagarán como una enfermedad y se dedicarán a destruir cada uno de los pilares sobre los que se alzaba. Los hombres serán asesinados; las mujeres, sometidas. Después de la sangre vendrá la ruptura: Destruir las estatuas de nuestros dioses y sustituirlas por los suyos, cambiar nuestras leyes, erradicar nuestras tradiciones. Extranjerizar a los heordas y convertirlos en intrusos en su propio país. Ése será nuestro destino.

Wulfer se regodea ante nosotros. En una mano sostiene un puñado de monedas de oro que muestra a los rehenes. Ofrece honores, fama y fortuna a los que hinquen la rodilla ante él. En la otra mano, su espada señala la cabeza del rey; no hace falta ser muy listo para entender lo que significa. Desesperados, mis compañeros caen de rodillas y aceptan una moneda. Yo soy el último, pero mis piernas se niegan a doblarse. Me quedo rígido, mirando a la cara a Wulfer, incapaz de inclinarme ante él. Pronto, mi renuencia le pone nervioso, más aún cuando empiezan a oírse cuchicheos a su alrededor. La punta de su espada se posa entonces en mi garganta. «Elige», ordena Wulfer. «Oro o sangre». Y así es como tomo mi decisión.

El tiempo se para y siento cómo pierdo el control de mis actos. Mi cuerpo se mueve solo, se derrumba hacia delante y el filo se clava en mi carne hasta que la atraviesa por completo. ¡Oh, dolor! Ahora sí me fallan las rodillas y caigo como un fardo inútil ante el rey bárbaro, que me mira asqueado y se aparta para que mi sangre no roce sus pies. Sin embargo, sonrío satisfecho mientras mis ojos se cierran y dejo que mi espíritu se vaya y cabalgue junto al de mi verdadero señor, rumbo a la morada de nuestros padres.