martes, 16 de septiembre de 2014

Tahúres en el arte: La historia de Han van Meegeren


La pintura, al igual que otras disciplinas, es un arte que no pertenece al mundo de la estricta realidad. Se trata de una creación que nace de la imaginación y el talento de personas singulares que saben captar gestos y emociones y, con una maestría indudable, se los ofrecen al espectador de manera impresionante y conmovedora. A veces es tal el virtuosismo del artista que se puede llegar a producir el curioso síndrome de Stendhal, por el cual una persona se ve aquejada de sofocos y desmayos al contemplar durante demasiado tiempo monumentos u obras de arte de gran belleza.

A veces, la admiración que se siente por determinado pintor y su legado pictórico empuja a un buen número de personas, que tienen mucho de fullería y poco de vergüenza, a imitar a los grandes con la esperanza de sacar tajada del trabajo de otro. El plagio y la falsificación en el arte existen desde que el mundo es mundo, desde que alguien vio en el talento del vecino la manera de asegurar su subsistencia. Un ejemplo sería el de Jean Baptiste Corot (1796-1875), pintor romántico francés dedicado a los paisajes y retratos, y que fue plagiado hasta la saciedad. Y eso sin contar los cuadros de amigos y alumnos suyos que, menos afortunados que él y con apuros económicos, Corot firmó para que pudieran venderlos y así enjugar sus deudas. De ahí que venga el chascarrillo según el cual Corot pintó unos tres mil cuadros de los cuales quince mil se encuentran en Estados Unidos.

En el transcurso de la historia se han producido falsificaciones artísticas siempre que una obra ha sido considerada valiosa para una colección. Los romanos copiaban esculturas griegas, y muchas de estas copias han sido consideradas en su momento como originales. Cierto es que si conocemos el arte de la antigua Grecia es gracias en su mayor parte a los romanos (casi todas las esculturas griegas originales se perdieron), pero eso no quiere decir que no utilizaran trucos para lucrarse en su momento. El ansia por poseer objetos artísticos del mundo clásico llegó a tal punto que hasta el mismísimo Miguel Ángel esculpió una imagen de Cupido en mármol, le rompió algunas partes, la enterró durante un mes para darle un aspecto desgastado y después la sacó para dársela a Lorenzo de Médicis, que presumía de poseer una escultura original de la Roma antigua.

Quizá la producción más prolífica de falsificaciones de obras de arte se haya producido entre los siglos XIX y XX, durante los períodos de ávido coleccionismo. La famosa Tiara de Saitafernes, realizada en oro y por la que el Museo del Louvre pagó la friolera de 200.000 francos por considerarla una pieza del siglo III a.C., en realidad había sido realizada en 1880 por Israel Ruchomovsky, quien trabajaba por encargo de unos negociantes que buscaban a gente capaz de imitar joyas antiguas para venderlas como piezas de anticuario.



Cristo enseñando en el Templo, de Van Meegeren


La falsificación es, sin duda, el peor mal del mundo del arte. La expansión de esta mala práctica habría que achacársela a dos razones que van a la par: el afán de lucro y la avaricia del comprador. En el negocio de la falsificación, cuenta tanto la falta de escrúpulos del tahúr como la avaricia desmedida de un comprador que busca gangas para especular o presumir. No obstante, la figura del falsificador de arte está rodeada de una aureola especial dentro del mundo de la delincuencia. Son gente que desprecia la violencia y el uso de las armas, porque adoran lo que roban o lo que imitan. Por decirlo de una manera poética, son los intelectuales del crimen.

Hay muchas historias fascinantes dentro del mundo de la delincuencia artística. Quizá el maestro falsificador más famoso de todos los tiempos haya sido, sin pretenderlo, Alceo Dossena, que produjo esculturas de tal calidad que fueron aceptadas como originales por muchos críticos del arte. Dossena se limitaba a ofrecer sus obras siguiendo varios estilos: arcaico, griego, helenista, romano, gótico y renacentista. El problema es que sus obras se empezaron a vender de manera fraudulenta por cifras astronómicas. Sin embargo, hizo gala de una gran honradez al proclamar que sus obras eran modernas cuando descubrió que una Madonna con el Niño, que había vendido por 50.000 liras, fue a su vez revendida por tres millones de liras afirmando que se trataba de una antigüedad.

Pero, sin duda, la historia más rocambolesca dentro del mundo de la falsificación en el arte fue la de Han van Meegeren, el hombre que consiguió engañar a artistas, expertos, compradores e incluso a los nazis con sus pinturas. El hombre que entró en un juicio acusado de traición a la patria y salió convertido en un héroe nacional, y todo ello siguiendo el camino más difícil: falsificando seis cuadros de Jan Vermeer, que hizo pasar por auténticos a museos, eruditos y hasta al número dos de Hitler, Hermann Goering.

Han van Meegeren nació en 1889 en Deventar, Holanda, patria de Vermeer, que allí está considerado una gloria nacional. Desde muy joven, Meegeren sintió pasión por la pintura, lo que le acarreó grandes problemas con su padre, quien rechazaba el deseo de su hijo y destruía sus lienzos tirándolos al fuego. Pero tanto insistió Meegeren que al final consiguió que lo enviaran al taller del maestro Bartus Korteling, un profesor apasionado por los grandes maestros y que alentaba a sus alumnos a familiarizarse con las técnicas empleadas por los pintores del siglo XVII, lo que incluía el uso de telas y pinturas de aquella época.

Meegeren era osado y un hombre de recursos. Así que, viendo que su trabajo apenas le daba para subsistir, decidió falsificar un Vermeer y probar suerte a la hora de venderlo. Para ello, estudió detenidamente al artista y se centró en la década que va desde 1650 a 1660; unos años oscuros en la vida de Vermeer y de los que no se conocían a ciencia cierta ni sus obras ni sus actividades. Se cree que en esa época podría haber estado relacionado con un grupo de estudiantes italianos y que habría viajado a Italia para conocer en detalle las técnicas de Caravaggio. Posiblemente hubiese pintado algún lienzo en esa época pero, como la mayor parte de su obra pictórica, se habría perdido.

Imitar a Vermeer no es una tarea sencilla. Sus obras tienen unas características técnicas y espaciales realmente únicas, sobre todo en lo tocante al uso de la luz. En realidad, los expertos aseguran que los grandes maestros tienen una expresión que se puede imitar, pero nunca repetir, porque cada trazo sobre el lienzo es único. Como si se tratara de una marca de identidad, cada pintor posee la suya propia y ésta no puede ser igualada por ningún otro.

Van Meegeren consiguió lo imposible, y no se dejó ni un solo cabo suelto a la hora de llevar a término su estafa. La técnica que empleó para imitar a Vermeer fue digna de encomio. Se hizo con cuadros de poco valor, pero telas del siglo XVII. A continuación, imitó perfectamente el método de trabajo de Vermeer. Compró pinceles de pelo de tejón y fabricó el tono azul a partir de lapislázuli que hizo traer desde Inglaterra, para obtener el mismo cromatismo. Utilizó viejos manuscritos para extraer el aceite que luego emplearía para mezclar los colores. Experimentó con formaldehído, un gas incoloro resultante de la oxidación del alcohol metílico, para secar la pintura. Finalmente, horneó el cuadro durante dos horas a 105 grados para que consiguiera imitar a la perfección las grietas y estrías que se apreciaban en las obras de Vermeer. Siete meses fueron necesarios para terminar su Cristo en Emaús, su primera falsificación.



Cristo en Emaús


Ahora solo faltaba poner el timo en marcha. Para ello, Meegeren se inventó la historia de que un amigo suyo había encontrado el cuadro en Italia y que él se lo había comprado. Llevó el lienzo a Abraham Bredius, uno de los mayores expertos en esos años en Vermeer, que tenía las ventajas de ser muy anciano, tener la vista cansada y unas ganas tremendas de encontrar un Vermeer desaparecido. Tras un breve examen, certificó que era auténtico y escribió unas líneas apasionadas sobre el descubrimiento. En poco tiempo, Europa entera se hizo eco del hallazgo. En 1937, el Museo Boymans de Rotterdam pagó medio millón de florines por el cuadro, que fue exhibido al año siguiente con motivo del jubileo de la reina Guillermina.

La cosa no quedó ahí, pues Meegeren siguió su andadura y se llevó la palma por “descubrir” otros cuatro lienzos desaparecidos de Vermeer, que colocó a precios altísimos. Tales trapacerías repercutieron muy positivamente en Han van Meegeren, que consiguió amasar una fortuna que le permitió comprar una villa en Niza y disfrutar de la gran vida durante un tiempo. Lo que ocurrió es que ese tiempo de disfrute duró muy poco, concretamente hasta el año 1939, cuando los nazis subieron al poder y convirtieron Europa en un cruento campo de batalla. Con la amenaza de la guerra, Meegeren regresó a Holanda y allí pintó un cuadro que tituló La mujer adúltera, que le endosó a Walter Andreas Hofer, un oficial de la Gestapo que trabajaba para Hermann Goering en la consecución de piezas artísticas relevantes, y que pagó por él una importante suma de dinero en una cita convenida en Ámsterdam. El cuadro pasó a engrosar la colección de bienes expoliados por los nazis.

En todos los conflictos armados, el saqueo es algo que va unido a la labor de conquista: Los vencidos mueren, y los vencedores se quedan con sus pertenencias. Durante la II Guerra Mundial no hubo excepciones a este respecto. El Ejército Rojo, durante su avance por el este, se apropió de todo lo que encontró a su paso. Cada vez que tomaban una ciudad, se llevaban todo el patrimonio artístico nacional. Hitler y Goering eran especialmente sensibles a la pintura y crearon una unidad especial para hacerse con las piezas más significativas. El recuento habla de 203 colecciones privadas saqueadas, además de los museos. Cientos de miles de obras de arte abandonaron sus emplazamientos de origen en dirección a Alemania, a la avaricia del régimen nazi.

En 1945, con el conflicto tocando a su fin, las tropas estadounidenses encontraron una antigua mina de sal en Alt Ausee, cerca de Salzburgo, donde hallaron una parte considerable de lo que los nazis habían esquilmado por toda Europa. Entre el botín había un cuadro desconocido de Vermeer titulado La mujer adúltera, perteneciente a la colección privada de Goering. Al principio el hecho no trascendió demasiado, puesto que la apropiación indebida de bienes artísticos por los nazis era bien conocida por los aliados. Lo que verdaderamente llamó la atención fue que aquel cuadro no había sido robado, sino que el número dos de Hitler había pagado por él. Tras unas breves pesquisas, no fue muy difícil dar con el nombre de Han van Meegeren.



La mujer adúltera


La policía ejecutó la detención de Meegeren en su propia casa. Fue acusado de facilitar el patrimonio nacional al invasor, un delito gravísimo en la Holanda de la posguerra. Meegeren fue acusado también de connivencia con los nazis, de comerciar con ellos y de traición a la patria. Ante los jueces, y de acuerdo con su abogado, Meegeren planteó una defensa espectacular: Declaró que no había vendido un Vermeer, sino que había falsificado seis y engañado a los alemanes. Obviamente, tal confesión causó un estupor indescriptible. Los eruditos del mundo artístico, que habían gozado y celebrado la aparición de seis lienzos desconocidos del mismísimo Vermeer, fueron los primeros en poner en duda la palabra de Meegeren. Una vez más, la actitud del tahúr les dejó sin palabras, pues Meegeren pidió pintar un nuevo Vermeer para demostrar su inocencia.

La autoridad judicial le dio permiso para hacerlo, de modo que, bajo una estricta vigilancia y con gran expectación por parte del público, Meegeren fue instalado en un gran estudio, se le facilitaron todos los materiales que pidió y en dos meses culminó el séptimo Vermeer, Cristo enseñando en el Templo. Fue examinado por un jurado internacional, que tuvo que reconocer el extraordinario talento para la imitación que tenía el acusado. Ante tal evidencia, Meegeren fue absuelto de los crímenes que se le habían imputado. Fue condenado a un año de prisión por falsificación de obras de arte, convertido ya en una celebridad entre sus compatriotas, aunque el proceso deterioró tanto su salud que murió muy pronto, en 1947.

2 comentarios:

  1. Magnífico artículo, Laura!!! Muy interesante y además, lo confieso, no sabía absolutamente nada de este taimado holandés. Es increíble cómo consiguió darle ese efecto "antiguo" a sus obras imitando las de un pintor 300 años más antiguo que él. El de "Cristo en Emaús" me ha gustado especialmente.

    Siempre que escribes es un acontecimiento, pero necesitamos que des a conocer todo lo que sabes!! :) Enhorabuena Laura!!!

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    1. La verdad es que a mí también me ha gustado mucho escribirlo, porque Han van Meegeren es uno de esos personajes con una vida realmente fascinante. No he puesto imágenes, pero si buscas cuadros de Vermeer y los comparas con los cuadros de Meegeren verás que el parecido es realmente asombroso. Aunque fullero y tramposo, se puede decir que también era un artista con todas las letras, ^^*

      Y me alegro, de verdad que sí, de que mis artículos te gusten. Siempre procuro escoger temas que me gusten y que resulten interesantes a los demás. ¡Aunque no sé si podré dar a conocer todo lo que sé, prometo que haré un esfuerzo! ¡Gracias por leerme!

      Un beso!!

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