jueves, 24 de abril de 2025

Vagando por la Historia: Lucrecia Borgia

 

La familia Borgia se ha convertido en el símbolo por excelencia de la traición, la decadencia, el asesinato, la lujuria carnal y de cualquier forma de vileza que se pueda uno imaginar. La mala reputación de los Borgia en cuanto a depravación casi no tiene precedentes en la Historia. Pero, mientras las historias sobre su infamia persisten hoy en día, hay quienes cuestionan si los Borgia eran realmente culpables de todos los crímenes y bajezas que se les atribuyeron. Durante siglos, su apellido ha estado ligado a palabras como "asesinato", "traición", "incesto" y "veneno", pero de forma muy especial al único miembro femenino de la familia: Lucrecia Borgia.

Pasó a la historia como una arpía, una mala pécora, una bruja que despachaba a sus maridos envenenándolos con polvos que escondía dentro de un anillo. Este siniestro relato empezó a forjarse ya en su época, a raíz de los comentarios de los enemigos políticos de su padre, el papa Alejandro VI. El ataque más brutal lo recibió del cronista Francesco Matarazzo, quien la acusó de ser "la mayor puta de Roma". Lo siguió el político florentino Francesco Guicciardini, que la describió como "la hija incestuosa de Alejandro VI, amante al mismo tiempo de su padre y de sus hermanos". Pero los grandes responsables de que a nosotros llegara esta imagen de una pérfida Lucrecia Borgia fueron los artistas del Romanticismo, en especial Víctor Hugo, Gaetano Donizetti y el pintor Dante Gabriel Rosetti, quien la pintó lavándose las manos después de haber envenenado a su esposo. Pero, ¿qué hay de cierto realmente en esas historias? Lucrecia Borgia ha llegado a nuestros días sepultada bajo la leyenda negra que la convirtió en una mujer cruel y depravada, a la que se le atribuyeron incestos y envenenamientos. La mayoría de las acusaciones vertidas sobre ella parten de las envidias de los enemigos de su familia, y fueron amplificadas por la literatura, la música y el arte a lo largo de los siglos. Es posible que no haya otra mujer más vilipendiada por la Historia.



Lucrecia Borgia nació el 18 de abril de 1480 en la fortaleza de Subiaco, en Roma, y era la única niña de los cuatro hijos habidos entre el cardenal Rodrigo Borgia y su amante Vannozza Cattanei, perteneciente a una familia noble de Mantua. Lucrecia pasó los primeros años de su vida en la casa de su madre, en el barrio romano de Ponte, y parece probable también que se educara en el convento de San Sixto, en la Vía Apia, lugar donde posteriormente buscaría refugio en tiempos de angustia y problemas. A pesar de ser la única hija de Vannozza, tuvo una relación muy distante con su madre; siendo muy pequeña, fue confiada a la tutela de Adriana de Mila, prima carnal de Rodrigo Borgia y viuda de un miembro de la familia Orsini. La figura dominante en la vida de Lucrecia fue, indudablemente, su padre, que amaba con pasión a Lucrecia y a sus hermanos mayores, Juan y César.

La casa de Borgia tiene sus orígenes en España, en el pueblo aragonés de Borja, aunque se establecieron en Xátiva, perteneciente al reino de Valencia, en Gandía y, posteriormente, en la península itálica. Fue allí donde su apellido se italianizó y tomó la grafía con la que pasaría a la Historia: Borgia. En Italia se les miraba con desprecio y desconfianza, refiriéndose a ellos como "catalanes" y "marranos". Tuvieron fama de ser una familia cruel y ambiciosa de poder, pero lo cierto es que no se puede decir que actuaran diferente a otras familias de igual abolengo de la época. Alfonso de Borja se convirtió en papa en el año 1455 bajo el nombre de Calixto III, y su pontificado estuvo marcado por la cruzada llevada a cabo contra los otomanos que, dos años antes, habían tomado Constantinopla. El nepotismo, una costumbre constante durante toda la historia del papado, también fue ejercido por Calixto III, siendo sus sobrinos los principales beneficiados. Uno de ellos, Rodrigo de Borja, se sentaría también en el trono pontificio con el nombre de Alejandro VI. Hombre de gran ambición e inteligencia, no vaciló en utilizar los métodos más cuestionables para favorecer los intereses de su familia, lo que le daría fama de ser uno de los peores papas de la Historia.

Preocupado por guardar, e incluso ampliar, los intereses de su familia en Italia, Rodrigo Borgia trabajó en favor del establecimiento de vínculos dinásticos con las principales familias italianas mirando, sobre todo, por que su familia formara parte del tejido cultural y social que rodeaba a la ciudad en la que la Cristiandad tenía, y sigue teniendo, su centro. Roma, una vez que los Borgia dejaran huella en ella, iba a quedar definitivamente comprometida con esta dinastía. Para ello, no vaciló en utilizar a todos sus hijos, a los que vinculó a grandes familias nobles a través de alianzas matrimoniales. En este entorno, Lucrecia se convertiría en un peón más dentro de las estrategias familiares, utilizada para fortalecer la posición de los Borgia en la esfera política italiana.

Pese a lo poco que sabemos sobre la infancia de Lucrecia, es bastante probable que ésta fuese feliz. Al ser la única niña de la familia, fue bastante mimada por sus padres. Se dice de ella que era muy hermosa, de grandes ojos de color avellana y un cabello rubio muy envidiado en la época. Rodrigo Borgia la adoraba y sentía una gran debilidad por ella, y es muy posible que ella también hiciese todo lo posible por complacerle en todo. Recibió una educación muy superior a la de muchas mujeres de la época, lo que indica que las intenciones de su padre eran prepararla para desempeñar un importante papel político en el futuro. Educada en un ambiente culto, aprendió varios idiomas, incluyendo italiano, valenciano y castellano; fue instruida también en latín y griego, lo que le permitió acceder a una amplia gama de conocimientos clásicos y humanistas. También recibió lecciones de poesía, danza y música, sin descuidar sus habilidades en el bordado y en la pintura de porcelana, artes que reflejaban el refinamiento que se esperaba de una dama de su estatus. El mecenazgo que los Borgia ejercieron sobre los artistas y humanistas de la época también contribuyó a que Lucrecia se viese rodeada desde muy temprana edad de intelectuales y creadores, lo que habría de influir en su desarrollo personal más adelante.



Lucrecia tenía doce años cuando su padre se convirtió en sumo pontífice, en 1492. Tras la designación papal, Alejandro VI trasladó a Lucrecia y a Adriana de Mila al palazzo de Santa Maria in Portico, cerca del Vaticano, cosa que llamó mucho la atención de los cronistas de la época y de otros miembros de la corte papal. El mundo de Lucrecia, hasta entonces estrictamente privado, acaparó la atención de los curiosos. Había crecido en un entorno de poder y dominio sexual masculino, donde las mujeres estaban supeditadas a la voluntad de Rodrigo. Por lo tanto, no resulta extraño que su destino, como el de tantas otras mujeres, fuese ligado al plan dinástico de su padre para la familia e influido por los vaivenes de sus alianzas políticas. Después de concertar para ella dos compromisos que no dieron fruto, la prometió en matrimonio con Giovanni Sforza, conde de Pesaro. La elección de Giovanni Sforza, un príncipe de poca monta, como futuro esposo de Lucrecia era la respuesta de Rodrigo Borgia a la ayuda prestada por el cardenal Ascanio Sforza al darle su voto en la elección papal.

El matrimonio de Lucrecia con Giovanni Sforza se celebró en el Vaticano el 12 de junio de 1493 con la pompa y boato debidos. Sforza tenía veintiséis años y ya era viudo, mientras que Lucrecia sólo tenía trece años y acababa de salir del convento de San Sixto. El papa Alejandro VI no escatimó en gastos para dotar y agasajar a su hija. Después de una grandiosa ceremonia y un opíparo banquete, el papa acompañó a los recién casados a sus habitaciones para ser testigo de la consumación del matrimonio. Era esta una costumbre muy arraigada en la época, sobre todo cuando la novia era doncella y estaba a punto de tener su primera relación sexual. Sin embargo, en ocasiones se realizaba una ceremonia simbólica en la que los novios se abrazaban y besaban, lo que contaba como una especie de consumación. Parece ser que este pudo haber sido el caso de Lucrecia. Generalmente se podía hacer por consideración a la juventud de la novia o bien, lo que parece más probable en este caso, para que el papa Alejandro pudiera disolver el matrimonio de Lucrecia con el argumento de la no consumación en caso de ser necesario.

Después de un largo viaje de novios a través de la costa adriática, Lucrecia se establece en Pesaro con su esposo. A pesar de su juventud y la poca afinidad que tiene con Giovanni, llega a cobrarle cierto afecto. Sus días los pasa acompañada por su gobernanta Adriana de Mila y por Julia Farnesio, nuera de Adriana y, al mismo tiempo, amante del papa Alejandro VI. En 1494, las tropas del rey francés Carlos VIII invadieron Italia. Ludovico Sforza se vio obligado a establecer una alianza con el rey de Francia que se contraponía con la que mantenía con Alejandro VI, poniendo a Giovanni Sforza en una posición sumamente delicada. El papa ordena a su hija que regrese al Vaticano al mismo tiempo que los milaneses se unen al rey de Francia. Como Giovanni se negó a traicionar a su familia por apoyar a los hermanos de Lucrecia, César Borgia le explica a su hermana que es necesario liberarla de su matrimonio con Giovanni, lo que, en otras palabras, significaba que tenía que morir. Lucrecia advirtió a su marido del atentado que se planeaba en su contra, y de este modo Giovanni pudo huir a Milán con vida.

Frustrados por este percance inesperado, los Borgia buscaron una manera alternativa para anular el matrimonio de Lucrecia. El papa Alejandro pidió al cardenal Ascanio Sforza que tratara de convencer a Giovanni de que anulara el matrimonio argumentando la no consumación del matrimonio, lo que pasaba por hacerle admitir su impotencia sexual. Esto desató la ira de los Sforza y la del propio Giovanni, dando comienzo a los rumores maledicentes de la existencia de relaciones incestuosas entre Lucrecia, su padre y su hermano César. Fue Giovanni Sforza quien afirmó, indignado, que si el papa quería arrebatarle a su esposa era para poder acostarse con ella. Es bastante probable que dijese esto movido por la cólera y tal afirmación no fuese cierta, pero la sombra de la sospecha nunca abandonaría a Lucrecia desde entonces. Su relación tan cercana y familiar con su padre y hermanos llamaba demasiado la atención en aquella sociedad acostumbrada al desapego parental. Además, había precedentes de incesto contemporáneos, como el caso del condottiero Giampaolo Baglioni, de quien se decía que solía recibir a sus peticionarios mientras estaba en la cama con su propia hermana. Es posible que esta cruda escena fuese modificada para adaptarla a Lucrecia con su padre y su hermano, y así difundir una pésima imagen de la familia Borgia.

La lucha por conseguir la anulación del matrimonio se saldó de manera favorable para los Borgia, aunque les costaría la cuantiosa dote de treinta y dos mil ducados que Lucrecia había aportado, y que fue a parar a manos de los Sforza. Durante todo este tiempo, Lucrecia permaneció recluida en el convento de San Sixto. Fue llamada para ser examinada ante un tribunal de jueces canónicos en aras de comprobar si su virginidad seguía intacta, cosa que fue confirmada el 12 de diciembre de 1497 y dio pie a seguir adelante con el proceso de anulación matrimonial. Durante su estancia en San Sixto, Lucrecia se enteraba de las noticias del exterior gracias a un mensajero del papa, un joven llamado Pedro Calderón al que apodaban Perotto. Fue él quien le trajo la triste noticia de la muerte en extrañas circunstancias de su hermano Juan, duque de Gandía, cuyo cadáver apareció en el río Tíber con signos de haber sido asesinado. Todavía hoy no hay acuerdo sobre quién fue el autor del crimen. Se cree que pudieron haber sido los Sforza como venganza por haber sido ultrajados por el papa, o tal vez fuese su hermano César quien, celoso de la posición que tenía su hermano mayor y del favor que había recibido de su padre, se había enzarzado en una pelea con él que habría terminado de la peor de las maneras.



Comienza aquí un escándalo sexual en el que Lucrecia se vio envuelta y que todavía no ha quedado esclarecido a día de hoy. Los hechos son los siguientes: Tras la separación de Giovanni Sforza, mientras se estaba planeando el segundo matrimonio de Lucrecia, se cree que pudo haber dado a luz a un niño llamado Giovanni, al que los historiadores bautizaron como Infans Romanus. En 1501, el papa Alejandro emitió dos bulas: en la primera, reconoció al niño como hijo de César Borgia y una mujer desconocida, motivo por el cual el niño fue nombrado duque de Camerino, una de las conquistas de César. En la segunda bula, que se mantuvo en secreto durante muchos años, el papa reconoce al niño como hijo suyo. Sin embargo, en ninguna de las dos bulas se menciona a Lucrecia como madre. El escándalo se saldó con la muerte de Perotto, asesinado a sangre fría por César Borgia ante la impasible mirada de Alejandro VI.

Hasta aquí los hechos, aunque las interpretaciones son mucho más variadas. La hipótesis más difundida es que el niño era fruto de la relación incestuosa entre Lucrecia y su hermano César, y que Perotto, enamorado de la joven, se había atribuido la paternidad del niño para minimizar el escándalo. Por entonces, César era todavía cardenal de la Santa Sede, y según esta teoría Lucrecia estaba muy preocupada por que en Roma se supiera de su estado, más todavía porque, si damos esto por cierto, acababa de afirmar ante un tribunal eclesiástico que era virgen estando embarazada. Una segunda hipótesis atribuye al niño a Lucrecia y a Perotto, quienes habrían visto facilitada su unión gracias al confinamiento de Lucrecia y al privilegiado acceso que Perotto tenía a su cámara privada; esto también explicaría el hecho de que César hubiese acabado con la vida de Perotto. Otra teoría especula que este niño era hijo de Giovanni Sforza, pero como la anulación del matrimonio precisamente estaba fundamentada en la supuesta impotencia de este y en la no consumación, no hubiera sido beneficioso para los Borgia que el niño fuese reconocido como fruto del matrimonio. La cuarta hipótesis baraja la posibilidad de que el Infante Romano fuese hijo de César o de Alejandro con alguna mujer desconocida, siendo Lucrecia quien se encargara de él. Esto explicaría por qué años después Giovanni fue bien recibido en la corte de Ferrara, donde residía Lucrecia, en calidad de hermanastro suyo. A esto se suma que el historial de embarazos difíciles de Lucrecia invita a pensar que, de haber tenido un hijo, éste pudiera haber muerto en el parto o poco antes de nacer.

La reclusión de Lucrecia terminó tras la anulación y después de notificársele que debía volver a Roma para casarse. Su prometido esta vez era Alfonso de Aragón, hijo natural del rey Alfonso II de Nápoles, y duque de Bisceglie. Lucrecia y Alfonso se casaron el 21 de julio de 1498, pero sucedió algo que habría de trascender para los cronistas de la época. Y es que, ya fuera la juventud y belleza de los contrayentes o por la afinidad que ambos sintieron al conocerse, su felicidad hizo que el matrimonio por conveniencia política se convirtiera en una unión por amor. En 1499, Lucrecia quedó embarazada, pero perdió al niño muy pronto. Sin embargo, poco después volvió a quedar encinta y, esta vez sí, dio a luz a un varón sano al que llamaron Rodrigo en honor al papa. La alianza con Nápoles quedó afianzada, al menos por un tiempo, con un segundo matrimonio, esta vez entre Jofré Borgia, cuarto hijo del papa, con Sancha de Aragón, hermana de Alfonso.

En este tiempo, el papa nombró a Lucrecia duquesa de Spoletto, un territorio situado a medio camino entre Roma y el reino de Nápoles. Allí, Lucrecia se ocupó principalmente de llevar los asuntos administrativos y jurídicos, que realiza con bastante acierto según los criterios de la época. Será su labor tan buena, que cuando su padre se ausente de Roma, la dejará a ella a cargo en sustitución. En esta época, se conoce a Lucrecia como la Princesa de las Fortalezas, porque, aparte de Spoletto, le entrega el castillo de Sermonetta, confiscado por Alejandro VI a los Caetani. La presencia de Lucrecia en el Vaticano en calidad de regente de su padre causó verdadero escándalo entre sus coetáneos, quienes no vacilaron en atribuirle la organización de fiestas salvajes y depravadas, todo esto unido a los rumores de incesto y al dudoso origen del pequeño Giovanni Borgia.

Entretanto, César Borgia, liberado por fin de las vestiduras cardenalicias y convertido en todo un líder militar, se pone al servicio del papa para que disponga de él como mejor guste. El recién ascendido al trono Luis XII de Francia, interesado en una liga con el papa, procedió a congraciarse con este otorgándole a César el título de Duque de Valentinois. César establece diversas negociaciones con Luis XII, cuya ambición es apoderarse del ducado de Milán, para lo cual necesita la ayuda de los Estados Pontificios. Para afianzar más el pacto con los Borgia, el rey promueve el matrimonio de César con Carlota de Albret, hermana de Juan III de Albret, rey de Navarra. El papa, entonces, escribió a Lucrecia informándole de que el arreglo matrimonial que tenía para César estaba en conflicto con la alianza que tenían con Nápoles, por lo que los lazos que tenía con Alfonso de Aragón debían romperse. Creyendo que su vida corría peligro, Alfonso huyó dejando atrás a una embarazada Lucrecia, aunque regresó poco tiempo después bajo la promesa papal de que no le ocurriría nada.



Sin embargo, sí ocurrió. En 1500, Alfonso decidió salir a dar un paseo nocturno por la plaza de San Pedro, donde un grupo de hombres le atacaron brutalmente con espadas y cuchillos, dejándolo tan malherido que Lucrecia, al verle, sufrió un desmayo. Por toda Roma se extiende el rumor de que Alfonso ha intentado ser asesinado por los mismos que mataron a Juan Borgia, una cuadrilla enviada por César Borgia. Según dicen ciertas historias, durante su convalecencia, Alfonso habría tratado de matar a César disparándole una flecha, cosa que es bastante inverosímil dado el mal estado en el que se encontraba el joven. Otras teorías apuntan a que fueron los Orsini quienes intentaron matar a Alfonso, dada la alianza de los enemigos de estos, los Colonna, con la familia de Nápoles. Sin embargo, parece bastante más probable la teoría de que fuesen unos sicarios pagados por los franceses para librarse del príncipe napolitano. En cualquier caso, Alfonso sobrevivió milagrosamente al atentado y fue cuidado por Lucrecia y su hermana Sancha durante seis semanas. Lucrecia no se separaba de su lecho en ningún momento, hasta que en cierta ocasión fue engañada por su padre para salir de la habitación, momento que aprovechó un sicario de César para asesinar a Alfonso estrangulándole.

El dolor de Lucrecia fue indescriptible, pero fue obligada a guardárselo para sus adentros. Aunque se le permitió retirarse al castillo de Nepi para que pudiera guardar luto, tanto su padre como su hermano César estaban poco interesados en su pesar. Como miembro de los Borgia, los intereses familiares estaban por encima de sus sentimientos, y pronto volvería a ser utilizada, una vez más, como instrumento político en un nuevo matrimonio.

Un año después de la muerte de Alfonso de Aragón, se piensa en casar a Lucrecia con un vástago de la familia D'Este, duques de Ferrara. El novio, de nombre Alfonso también, no tiene el menor interés en casarse con una mujer sobre la que pesan tantas muertes y escándalos de todo tipo. No obstante, los Borgia les ofrecen una suculenta dote y, finalmente, la familia D'Este acaba consintiendo el enlace. Curiosamente, Lucrecia esta vez sí tomó parte en las decisiones sobre su boda, negociando incluso sobre su propia dote y ganándose la confianza de los D'Este. El matrimonio se pacta por poderes y en 1501 se celebra como tal.

 Lucrecia parte para Ferrara en 1502, escoltada por una delegación enviada por su suegro; nunca más volverá al Vaticano. El viaje será largo y durante el camino Lucrecia irá recibiendo homenajes de sus nuevos súbditos. Ansioso por conocer a su ya esposa, Alfonso D'Este acude a visitarla a mitad de camino, irrumpiendo bruscamente en los aposentos de Lucrecia para ejercer sus derechos maritales. El 2 de febrero, Lucrecia llega a la fortaleza de Ferrara, que se alza sobre el delta del río Po. Su entrada triunfal fue seguida por una curiosa multitud, que conocía tanto su mala fama como los relatos que se difundían sobre su célebre hermosura. Fue Niccolo Cagnolo quien nos dejó una descripción sobre Lucrecia Borgia, destacando su belleza y elegancia, algo que contribuyó a mejorar la reputación de Lucrecia. Por su parte, Lucrecia se presta con gusto a todas las ceremonias que se hacen en su honor mostrando disposición y humildad.

Sin embargo, su mayor rival en Ferrara no será otra que Isabella D'Este, seis años mayor que ella, que hasta entonces había ejercido de primera dama del lugar y que no se fiaba de la recién llegada. Estaba casada con Francesco Gonzaga, marqués de Mantua, y desde el principio trató de hacer valer su superioridad ante Lucrecia. Aunque mantuvieron una larga correspondencia, entre ellas había una fuerte rivalidad por ver quién destacaba por ser la mejor vestida. Ambas mandaban a sus espías para investigarse la una a la otra y no vacilaban en preguntar a las damas de la corte acerca de los vestidos que poseían o los hábitos que realizaban con más frecuencia.



Sea como fuere, la historiografía romántica ha interpretado los años de Lucrecia en Ferrara como un retiro aburguesado que la salva de la influencia y caída de los Borgia. Y lo cierto es que en esta época, Lucrecia consigue llevar una vida pacífica y, en cierto sentido, feliz. Su suegro, el duque Ercole D'Este, queda tan impresionado por sus buenos modales que le toma mucho cariño. Durante su estancia en Ferrara, Lucrecia se convierte en patrona de las artes y se rodea de un pequeño círculo de artistas y poetas entre los que destaca Pietro Bembo, que le dedicó su obra Gliasolani y con quien tendrá una relación de amor platónico. Se dice que tuvo una relación amorosa con su cuñado Francesco Gonzaga, que supuestamente se mantiene hasta que el marqués muere de sífilis. Aunque es posible que esta relación fuese más epistolar que real, puesto que los encuentros entre ambos eran escasos y difíciles, Francesco se mostraba siempre apasionado y afectuoso, deseoso de complacerla.

Los años de Lucrecia en Ferrara podrían resumirse como una época en la que por fin pudo tener cierta autonomía y tranquilidad. Tuvo la oportunidad de ser mecenas de algunos de los más importantes artistas del Renacimiento, como el pintor Tiziano y el poeta Ludovico Ariosto, y destacó también como madre abnegada y como gobernante de Ferrara mientras su marido, ya convertido en duque, estaba ausente por alguna campaña militar. Lucrecia consiguió sobresalir mientras que los demás miembros de su familia fueron cayendo uno tras otro. La muerte de Alejandro VI en 1503 acabó también con el poder de César Borgia, quien murió durante una emboscada en Viana en 1507. La noticia de ambas muertes llenó de profundo desconsuelo a Lucrecia.

Tras haber dado a luz en 1508 al que será el heredero del ducado de Ferrara, Lucrecia hubo de pasar por una serie de embarazos difíciles que no todos llegaron a término. En 1519, con casi cuarenta años, Lucrecia vivió su último embarazo casi como un calvario. Dio a luz una niña que murió al poco de nacer, y Lucrecia pereció de fiebre puerperal diez días después. Fue enterrada en el monasterio del Corpus Domini en Ferrara. Sus súbditos, que lamentaron profundamente su muerte, se referían a ella como "la madre del pueblo".

Y así sería recordada por muchos, pese a lo cual, su nombre caería en una tupida red de exageraciones y mentiras, y sólo en los últimos años ha comenzado a emerger como la figura fascinante que es. El consenso entre los historiadores es que los Borgia no fueron peores ni mejores que otras renombradas familias renacentistas, como los Sforza o los Médici. Hicieron lo que tocaba hacer según las necesidades y costumbres de la época, y sus actos, aunque cuestionables bajo la óptica actual, encajan en el complejo y violento entramado de la Italia de finales del siglo XV y principios del XVI. A día de hoy, son pocos ya los que ven a Lucrecia como una bruja libertina e incestuosa, sino como una verdadera dama del Renacimiento italiano, quizá una de las más ilustres.

domingo, 9 de marzo de 2025

Trilogía del Adulterio III. La Regenta



El Realismo surge como movimiento cultural en la segunda mitad del siglo XIX en toda Europa, naciendo como un cambio radical contra la estética romántica imperante, lo que conlleva un cambio igualmente radical de la postura del autor frente a su obra. Los realistas, al contrario que los autores románticos, pensaban que no debían mostrar su intimidad, sino mirar hacia la realidad que los rodeaba objetivamente. Había que mostrar la realidad tal como era, sin artificios, con la máxima exactitud en sus detalles, sin inventar nada que no fuera o que no pudiera ser real. No es de extrañar, por tanto, que el género preferido para poner por escrito estas cuestiones fuese la novela, que generalmente trataba sobre temas contemporáneos.

El Realismo aparece en España a partir de 1868 con la publicación de La fontana de oro, de Benito Pérez Galdós, pero no será hasta los años 90 que veamos una evolución hacia un Realismo más puro, más enfocado a mostrar la realidad de la manera más objetiva posible, sin rechazar ningún aspecto de ella. Es en este período donde hemos de englobar a Leopoldo Alas “Clarín” y su obra magna, La Regenta.

Leopoldo Enrique García-Alas y Ureña viene al mundo en 1852 en Zamora, a donde se había trasladado la familia desde Oviedo al recibir su padre, Genaro García-Alas, el cargo de Gobernador Civil. Sin embargo, en la casa se hablaba muchas veces de Asturias y su madre, Leocadia, con cierta nostalgia, contaba cuentos y relatos de aquella tierra de sus antepasados. Esto habría de influir en gran medida en el joven Leopoldo, quien siempre pareció sentirse más asturiano que zamorano. Es célebre su frase “Me nacieron en Zamora”, lo que da a entender que su corazón no estaba en tierras de Castilla.

A los siete años entró a estudiar en un colegio de jesuitas, donde supo adaptarse a las normas y a la disciplina de tal forma que a los pocos meses ya se le tenía por un alumno modelo. En 1865 se traslada a Oviedo para estudiar el Bachillerato, matriculándose en las asignaturas de Latín, Aritmética y Doctrina Cristiana. Pasó en Madrid casi siete años, de 1871 a 1878, estudiando la carrera de Derecho, en la que se doctoró. En 1883 regresó a Asturias para ocupar la cátedra de Derecho Romano en la Universidad de Oviedo; cinco años después, obtendría también la cátedra de Derecho Natural.

En la capital encontró Clarín un ambiente muy distinto que le cambió la personalidad. Las tertulias, la Universidad, el Ateneo y el naturalismo de la escritura de Zola, calaron en el joven Alas. Era un hombre culto, con espíritu crítico en una sociedad poco acostumbrada a los análisis sociales de sus artículos y novelas, lo que le proporcionó una audiencia abundante y al mismo tiempo una enorme cantidad de detractores.

Los años madrileños fueron muy provechosos en cuanto que comenzó a escribir artículos periodísticos sobre filosofía, religión, política y literatura. Esto nos habla de un Clarín dedicado a explorar las cuestiones sociopolíticas de su época, algo que sus profesores valoraban mucho. En aquella época se encontraba en auge el krausismo, una doctrina idealista importada de Alemania que, entre otras cuestiones, defendía la tolerancia académica y la libertad de cátedra frente al dogmatismo. La gran aportación de pedagogos como Julián Sanz del Río o Francisco Giner de los Ríos fue reformar la filosofía y la enseñanza en la España del último tercio del siglo XIX. El krausismo influyó en Clarín porque avivó en él una innata inclinación idealista, orientando su vida intelectual hacia la búsqueda de un sentido espiritual y metafísico de la existencia. Curiosamente, en La Regenta hará una fuerte crítica y parodia del krausismo.

Para entender a Clarín en cuanto a lo literario, conviene recordar que el interés intelectual, crítico, da un sentido especial a sus obras; a ello se suman otros elementos de la filosofía de la época, en especial de la corriente positivista, del Realismo y del Naturalismo. La corriente positivista del Realismo y el Naturalismo le proporcionó una manera de poner entre paréntesis ciertas parcelas del mundo y de examinar al ser humano de su tiempo. Las mencionadas corrientes filosófico-literarias le sirvieron de instrumento para la creación literaria; instrumento que, con la excepción de Galdós, supo utilizar en nuestra lengua mejor que nadie. El tono moralista de Alas aparece reforzado por su desengaño ante la sociedad de su época. Sus artículos periodísticos y su crítica en general llamaron la atención sobre la problemática del país; sus extraordinarias novelas dramatizaron la situación de una nación cuya vida política y social vivía momentos contradictorios de apatía y confusión.

Durante los ratos libres que le permite la Universidad, Clarín escribía artículos para diversos periódicos. Pero será a los treinta y un años cuando escriba La Regenta, considerada su obra maestra. La novela no estuvo exenta de polémica, pues en ella Clarín se despachaba a gusto y ponía por escrito las grandes miserias humanas de las que se hacía gala en una ciudad de provincias como lo era Oviedo, en la que se basó para crear su legendaria Vetusta. Desde el peón más humilde al más alto miembro del clero, nadie escapa a la acerada crítica del escritor. Por tanto, no es de extrañar que, ya en su época se considerase su lectura poco menos que peligrosa, y llevase al obispo Ramón Martínez Vigil a publicar una pastoral en su contra.

En 1892, Clarín pasa por una crisis religiosa y de personalidad en que trata de encontrar a su yo y a Dios. Durante los últimos años de su vida, recibe gran cantidad de ofertas para colaboraciones, así como peticiones de autorización para traducir su obra en nuevas ediciones. En 1900, la Casa Maucci de Barcelona le encarga la traducción de la novela de Émile Zola Trabajo, tarea que le desgastará la salud tanto por la magnitud del trabajo como por el esfuerzo depositado en él. Murió en 1901 de tuberculosis intestinal, enfermedad que llevaba años arrastrando, a la edad de cuarenta y nueve años. Su féretro fue velado en el claustro de la universidad, a donde acudieron profesores, amigos y familiares del escritor. Al día siguiente, fue enterrado en el cementerio de El Salvador, en Oviedo.



La Regenta (1884-1885)




Comienza la novela presentándonos la heroica ciudad de Vetusta y a sus gentes a través de la visión de don Fermín de Pas, Magistral de la catedral y Provisor en la diócesis, quien se deleita observando lo que acontece en la ciudad desde lo alto del campanario. En la sacristía de la catedral se murmura, no sin maledicencia, que doña Ana Ozores, la Regenta, fue vista junto al confesionario de don Fermín, esperando en vano a recibir el sacramento, puesto que el Magistral, pese a haberla visto, decidió no atenderla. Sin embargo, no le quedará más remedio que empezar a tratar con ella. Don Cayetano Ripamilán, el anciano arcipreste, está cediendo a sus hijas de confesión a aquellos canónigos que le simpatizan, y pretende dejar a la Regenta, que es su penitente predilecta, en manos del Magistral. En el Paseo del Espolón tiene lugar su primer encuentro, del que Fermín queda impresionado ante la belleza de la Regenta.

En la soledad de su habitación, Ana trata de hacer examen de conciencia y rememora algunos acontecimientos de su triste infancia. Nació del matrimonio impulsivo entre don Carlos Ozores y una modista italiana, que murió al dar a luz a Ana. Don Carlos, un librepensador que se dedica a leer y a planear revoluciones, se ve obligado a emigrar y deja a Anita en manos de un aya malvada que odia a la niña y la maltrata. A los diez años, Ana se escapa con un niño llamado Germán; los dos toman prestada una barca y se quedan dormidos mientras se cuentan cuentos. Al día siguiente, son encontrados e interrogados por lo sucedido. Pero lo que no pasó de ser una chiquillada, fue convertido, por pura maldad del aya, en un escándalo sexual del que hace partícipe a las tías solteras de Ana, que viven en Vetusta y reniegan de su hermano.

Tras morir el padre de Ana, las tías al fin deciden acoger a su sobrina en Vetusta. Pero Ana desprecia Vetusta y a los vetustenses, a los que considera aburridos, hipócritas y fatuos, sintiéndose juzgada a todas horas por ellos. Y lo cierto es que razón no le falta. Todo lo que dice o hace está sometido al severo escrutinio de la sociedad vetustense, que se erige en todo momento como garante de la decencia y las buenas costumbres. Por eso, la crítica hacia Ana es feroz cuando se descubre su afición a la escritura, pues era algo impensable que una Ozores fuese una “literata”. Obligada a casarse para salir del caserón y escapar de sus tías, Ana se decanta por don Víctor Quintanar, un magistrado aspirante a ser el Regente de la Audiencia de Vetusta, treinta años mayor que ella, pero al que al menos aprecia.



Los primeros quince capítulos de la novela transcurren a lo largo de tres días, en los que Clarín retrata con minuciosa precisión la vida en Vetusta, una ciudad de provincias, y aprovecha para criticar con ironía todos los estratos sociales: la aristocracia decadente, el clero corrupto, las damas hipócritas y los partidos políticos inútiles. Todo ello configura una atmósfera social asfixiante y opresiva a la que Ana Ozores se enfrenta a diario, incluso en su propia casa: El matrimonio de Ana es un fracaso estrepitoso, puesto que carece de amor y a menudo se apodera de ella la frustración de no haber sido madre. Y es que Víctor Quintanar es un completo inútil a todos los niveles. El autor nos lo presenta como un viejo más interesado en la caza y el teatro calderoniano que en las inquietudes de su esposa, a la que no comprende en absoluto y a la que prefiere ignorar, de modo que Ana se siente completamente sola.

La alta sociedad de Vetusta pronto se hace eco del chisme del momento, que es que la Regenta pasará a ser hija de confesión del Magistral. Pero hay otro rumor circulando que resulta más atractivo por lo escandaloso, y es que don Álvaro Mesía, presidente del Casino de Vetusta y jefe del Partido Liberal Dinástico, está interesado en la Regenta y planea unirla a su muy larga lista de conquistas amorosas. Será Visitación, amiga de Álvaro, quien anime al tenorio a conquistar a Ana, a quien, por celos, desea ver moralmente caída porque ella misma cayó en las garras de Mesía en su juventud; de ahí su intención en favorecer los planes de quien fue su amante. Y Álvaro, a quien le importa su fama de conquistador y la opinión de los demás, se tomará el asunto como un reto personal. Lo más curioso es que Ana, de alguna forma, es consciente de que Mesía está intentando seducirla, y ella, que siente un fuerte deseo hacia él, se debate constantemente entre dejarse vencer por la pasión y resistir el cortejo, refugiándose para ello en la Iglesia y en la figura del Magistral.

La primera confesión de la Regenta con don Fermín se convierte en la comidilla de toda Vetusta, pues ha durado más de dos horas. Los rumores llegan hasta doña Paula, la ambiciosa madre de don Fermín, cuya obsesión por hacerse con el dominio de Vetusta a través de su hijo, a quien controla por completo, la lleva a ver a la Regenta como una mala mujer que podría apartar a Fermín de ella y arrebatarle el influjo que tiene sobre él. Sin embargo, tanto Ana como Fermín han tenido una experiencia más que grata, pues los dos se entienden a la perfección. Ana siente que puede desnudar su alma con el Magistral y se deja endulzar los oídos por sus sabias palabras; y don Fermín empieza a sentirse atraído por la Regenta y está ansioso por seguir cultivando la relación con su nueva penitente. Empezarán a coincidir en las tertulias de la Marquesa de Vegallana, y De Pas pronto se dará cuenta de que Álvaro Mesía está rondando a la Regenta. Entre ambos hombres da inicio un duelo silencioso por la posesión física y espiritual de Ana que cada uno está convencido de ganar.

El día de Todos los Santos, Ana tiene un breve encuentro con Mesía, que la saluda paseando a caballo. Este acontecimiento trae como consecuencia el que Ana se anime a ir al teatro con don Víctor para ver una representación de Don Juan Tenorio. Ana se ve a sí misma reflejada en doña Inés, con su alma dividida entre don Juan, a quien ella relaciona con don Álvaro Mesía, y la disciplina religiosa, personificada por la figura de don Fermín. El drama romántico ejerce tal impacto sobre la Regenta que esa noche tiene un sueño muy agitado con Mesía. Avergonzada, a la mañana siguiente trata de evitar una cita con el Magistral, mintiéndole y excusándose con una jaqueca. No contento con este pretexto, De Pas visitará a Ana en su casa, la noche de Difuntos, pálido y nervioso, pues su pasión por la Regenta empieza a ser notable. Por fin, conseguirá su propósito de poder tener alguna conversación con Ana fuera del confesionario, llevándola a la casa de la beata doña Petronila.



Sobrevendrá entonces la grave enfermedad nerviosa de Ana. Durante su enfermedad, Ana tiene sueños atroces, visiones identificables, tal vez, con las del Infierno. Al mismo tiempo, se siente muy presionada por De Pas, al que ansía demostrarle su completa entrega y fidelidad. En su etapa de convalecencia, abandonada y muy deprimida, busca consuelo en la lectura de Santa Teresa y siente un nuevo arrebato religioso que la acerca todavía más al Magistral. Por otro lado, Mesía se enfurece al ver que sus planes de conquista no marchan como él quiere. Se vale de su amistad con don Víctor para visitar a la Regenta, pero ésta se comporta de manera distante con él. Más adelante, en el mes de julio, cuando está a punto de marcharse de Vetusta para iniciar su veraneo, va a despedirse de Quintanar y se emociona al ver a Ana. En tanto, ha participado activamente en la conjura contra don Fermín, responsabilizando a éste de la exacerbación religiosa de Ana. La Regenta le recibe con evidente frialdad, al considerar que Mesía nunca podría rivalizar con Cristo, que es lo que representa para ella don Fermín.

Ana se encuentra dividida entre el amor que le inspira don Álvaro y la lealtad que siente que le debe a don Fermín. Por mucho que intenta resistir el deseo y ver a Mesía como un demonio tentador, no puede evitar sentir celos cuando Visita le habla de los amoríos veraniegos de don Álvaro. Al mismo tiempo, su familiaridad con el Magistral es tan grande que los rumores sobre los dos vuelven a inundar las calles de Vetusta. El propio De Pas se da cuenta de que está completamente enamorado de la Regenta. El que Ana se dirija a él llamándole “hermano querido” le produce gran emoción, por más que trate de ocultarse a sí mismo ese sentimiento. Sin embargo, se ve frenado por el fuerte dominio que sobre él ejerce su madre y por la sotana que viste, que le impide satisfacer sus deseos amorosos; sólo conseguirá desfogar la sensualidad que le atormenta con su criada Teresina.

Se produce entonces la muerte de Rosa Carraspique, una muchacha a la que el Magistral había educado para que profesara en un convento. Las malas condiciones del claustro provocaron que Rosita enfermase de tuberculosis, y su muerte hace que toda Vetusta se resienta contra el Magistral, pues él sabía que el lugar no era adecuado para la frágil salud de la muchacha. Asimismo, le aterra la idea de que Santos Barinaga, a quien De Pas y su madre arruinaron, esté a punto de morir y rechace los Sacramentos. En casa de doña Petronila, De Pas le confiesa a Ana que toda Vetusta considera que él y don Álvaro Mesía son rivales.

Como una forma de acercarse todavía más a la Regenta, don Álvaro cultiva su amistad con Quintanar, quien no sospecha de sus intenciones. Y aunque Ana sigue resuelta a resistir la tentación, la atracción que le produce Mesía puede más y anula el influjo que De Pas tiene sobre ella. Una noche, cuando trata de buscar a su marido, ve a Quintanar en la cama declamando unos versos de Calderón y se siente frustrada. En su habitación, sufre una nueva crisis y se recrudece la tentación personificada en Mesía. Llega incluso a azotarse con unos zorros de limpieza, a manera de blandas y ridículas disciplinas, y acaba arrojándose al lecho como una bacante.



Se va a celebrar un baile en el Casino con motivo del lunes de Carnaval y se rumorea que la Regenta acudirá. De Pas le da permiso a Ana para asistir al baile, sin sospechar lo que ocurrirá allí. En medio del baile, Ana baila con Mesía y es tan abrumadora su presencia, tan varonil y dominante, que la Regenta se desmaya en sus brazos. Don Álvaro por fin ve una posibilidad de hacer caer a la Regenta, pero decide no apresurar las cosas y, mientras tanto, empieza a trabajar en sí mismo haciendo gimnasia, paseando a caballo y evitando las aventuras fáciles. Pero lo sucedido en el Casino no tarda en llegar a oídos del Magistral quien, dolido, exige explicaciones a Ana sobre lo ocurrido. De Pas no puede ya ocultar su pasión desenfrenada por Ana, y ella lo percibe con horror y asco, pero más adelante le ve como un ser desgraciado, digno de compasión. Piensa huir de los dos, De Pas y Mesía, refugiándose en el hogar y en su marido. Teme que se desmorone su fe.

Cuando el ateo Guimarán está a punto de morir, solicita confesión con el Magistral. Pero el recado que se le envía a éste coincide con la recepción de una carta de Ana. Antes de ir a casa del moribundo, el Magistral va a la de la Regenta, llegando justo a tiempo de confesar a Guimarán, lo que supone un espectacular triunfo al que se suma el que Ana, a título de penitencia y de desagravio frente a los ataques que De Pas ha sufrido, accede a salir en la procesión del Viernes Santo, descalza.

Tras este episodio, Ana sufre una nueva crisis nerviosa. Para reponerse, el médico le prescribe tranquilidad y naturaleza, de modo que Ana y su marido se van al Vivero, una quinta que pertenece a los Marqueses de Vegallana y que se la ceden a tal efecto. Allí, lejos de don Fermín, Ana se entrega a la distracción y empieza a sentirse cada vez más alegre. Su vergüenza durante la procesión del Viernes Santo ha apagado cualquier vestigio de compasión que pudiera sentir por el Magistral, a la vez que su antiguo fervor religioso es sustituido por un vago panteísmo.



Sin embargo, ni siquiera en el Vivero se verá lejos de los dos hombres que tratan de disputársela. Mesía, sabedor de que tiene ventaja sobre De Pas, consigue acercarse a Ana fingiendo un profundo sentimentalismo, que tiene como virtud el que la Regenta le vea como un hombre lleno de amor puro y profundos sentimientos. El Magistral, por el contrario, protagoniza dos vergonzantes episodios en los que se observa su decadencia moral. El primero, cuando tiene un encuentro sexual con Petra, la criada de Ana, en una cabaña; el segundo, cuando estalla una tormenta y De Pas, acuciado por la idea terrible de que Ana pueda estar con Mesía refugiada en la cabaña donde él ha estado con Petra, sale en su busca con Quintanar, enloquecido bajo la lluvia. Sin despedirse de nadie, regresará a Vetusta más avergonzado que nunca. Entretanto, Mesía no pierde el tiempo. Ese mismo día, declara su amor a Ana y, ya en casa de los Vegallana, hará suya a la Regenta.

El día de Navidad, don Álvaro come en casa de los Quintanar. Por las noches, visita a la Regenta invadiendo la propiedad con la complicidad de Petra, cuyo apoyo se ha ganado con favores sexuales. Pero Petra juega a dos bandas; ya que su gran ambición es ver perdida a su ama, se encarga de ir donde el Magistral para contarle que Ana ha cometido adulterio con Mesía. Al tener noticia de esto, De Pas siente que se desploma. Considera que la Regenta es su legítima mujer y siente sed de sangre, viéndose aprisionado por la sotana. Al fin, como un asesino que planea un crimen, se sirve de Petra como cómplice, haciendo que ésta adelante el despertador de don Víctor para que se levante antes y pueda sorprender a Mesía saliendo de la alcoba de Ana.

Cuando Quintanar lo descubre todo, queda paralizado. Llora, se lamenta, se ve como un pobre viejo engañado, sintiendo su deshonra más como padre que como marido. Para disimular, sale a cazar con su amigo Frígilis, a quien le confiesa su aflicción. Su obsesión por el teatro de Calderón le lleva a pensar en la venganza para lavar su deshonra. Durante varias horas, duda entre callar o retar a Mesía a un duelo. Al llegar a su casa, encuentra don Víctor al Magistral, y de los hipócritas consejos de éste deduce que debe desafiar a Mesía.

Descubierto el adulterio, Mesía recibe el aviso de Frígilis, quien le propone que abandone Vetusta para evitar males mayores. Mesía acepta a regañadientes la propuesta, y escribe entonces una carta a Ana justificando, por un viaje electoral, su breve ausencia. Pero el duelo, finalmente, se hace inevitable. Don Víctor, excelente tirador, dispara a Mesía en la pierna, pues su intención no es matarle. Pero Mesía, sintiendo miedo, dispara y la bala alcanza a Quintanar en la vejiga, produciéndole una rápida peritonitis y la muerte.



Ana tardará en enterarse de lo sucedido. Frígilis trata de ocultar la muerte de Quintanar todo lo que puede, pero al final se ve forzado a decírselo, aunque pretende hacerle creer que se ha debido a un accidente de caza. Pasa entonces una semana entre la vida y la muerte. Luego, un mes en cama, seguido de otros dos de convalecencia, con ataques nerviosos constantes. Una carta de Mesía, enviada desde Madrid, hace comprender a Ana cuán miserable era su amante, del que se rumorea que ha reanudado sus relaciones con la esposa de un ministro. Toda la alta sociedad Vetusta se hace eco de lo sucedido, criticando a Ana por su actitud deshonrosa y condenándola al ostracismo absoluto.

La soledad de Ana es prácticamente total. Abandonada por todos y sólo asistida por el médico y acompañada por Frígilis, se resiste a salir de su casa por vergüenza ante las habladurías de la gente y por culpabilidad por la muerte de Quintanar. Su remordimiento la hace renuente a firmar unos documentos que le darían el derecho a recibir la pensión de viudedad, pero Frígilis, sabiendo de su apurada situación económica, falsifica su firma para que Ana pueda cobrar ese dinero. Al final, vuelve a las prácticas religiosas y se acerca al confesionario del Magistral. Sin embargo, la aparición de éste resulta tan terrible y amenazadora que Ana cae desmayada, circunstancia que aprovechará el acólito Celedonio para besarla en la boca.



Análisis literario

La Regenta figura entre una de las mejores obras de las letras españolas del siglo XIX, disputando corona con la Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós. Nos encontramos ante una obra magna, una novela que retrata la degeneración moral de su protagonista, suceso terrible del que ella no es del todo culpable, ya que por debilidad de carácter y por intereses ajenos, se ve empujada hacia un abismo sin posibilidad alguna de redención. La novela resulta extraordinaria por el cuidado y detalle con que se presenta la vida de Vetusta y sus diferentes clases sociales; para la descripción del ambiente provinciano y del entramado de la vida colectiva, Clarín se vale del monólogo interior y el estilo indirecto libre, aptos para que la historia parezca contarse por sí misma y para penetrar en el interior de los seres ficticios.

La novela se estructura en dos partes bien diferenciadas. Los primeros quince capítulos se desarrollan en tres días y en ellos se aborda la presentación de los personajes y algunos aspectos que resultarán vitales para la trama. Los otros quince capítulos abarcan un total de tres años, y en ellos se va a desarrollar el conflicto que se empieza a dibujar en la primera parte: las relaciones de Ana con el Magistral, con don Álvaro Mesía y con la propia Vetusta, que es, en definitiva, la causante de su caída en desgracia.

Circulan por la novela más de cien personajes de una riqueza descriptiva impresionante. De todos ellos, Ana es la que recibe mayor atención por ser ella la figura principal alrededor de la que se mueve toda la historia. Es una mujer descrita como de una belleza sorprendente y envidiada, famosa por su intachable moral y sus buenas costumbres. Sin embargo, en realidad es una mujer atormentada por sus propios pensamientos, inadaptada y disconforme con su vida. Es dubitativa y débil; nunca sabe qué quiere decir o hacer, y tiene tantas dudas a la hora de comunicarse, de relacionarse y de defenderse que siempre se deja llevar por las circunstancias. Despliega un amplio abanico de contradicciones porque su propia vida es una contradicción: entre el Magistral y Mesía; entre su marido y los ataques místicos; entre el placer sexual que nunca llega y la envidia que siente incluso hacia su propia criada, más experta que su ama en estas lides. Es una mujer que vive exaltada, presa de constantes crisis nerviosas producto de sus recuerdos: la añoranza de la madre y sus intentos de suplir su ausencia, la maldad y malos tratos del aya, la ausencia del padre, la soledad, la educación despótica a la que estuvo sometida. Su afición a escribir, fruto de sus lecturas de diversos libros religiosos, se ve frustrada por los convencionalismos de una sociedad que veía mal que una mujer escribiera. Recordemos que en la España del siglo XIX, ser mujer y escritora era un auténtico escarnio y una vergüenza para la familia, pues se la consideraba un ser invertido o masculinizado. A Ana se le pone el despreciativo apodo de Jorge Sandio.

La ausencia de la figura materna es muy acusada en Ana Ozores, pues cree que ese hecho la ha marcado para siempre como una figura desgraciada. A su madre, de la cuál no sabemos ni el nombre, se referirán muchas veces los vetustenses como la “bailarina” italiana, insinuando que aquella pobre modista en realidad era una prostituta y, de paso, etiquetando a Ana como proclive a caer en vicios y pecados de los que hay que mantenerla alejada. A sus veintisiete años, Ana Ozores no sabe lo que es el amor ni la intimidad sexual, puesto que su marido es inútil para este caso, lo que la lleva a sufrir constantes ataques de nervios y exaltaciones que la hacen oscilar entre el misticismo y el erotismo.

Es entonces cuando entran en escena los otros dos vértices de este peculiar triángulo amoroso: Álvaro Mesía y Fermín de Pas. De Álvaro Mesía poco se puede decir para definirle, pues es un personaje que, aun siendo mucho más inteligente que los que le rodean, tiene una escasa profundidad psicológica. El autor lo define como lo que es: un simple conquistador, un donjuán despreciable y vulgar. Él es quien domina la esfera política de Vetusta al ser jefe del Partido Liberal y, a la vez, mano derecha del Marqués de Vegallana, que es el jefe del Partido Conservador. Sus relaciones con diversas mujeres de la alta sociedad le han granjeado muchos privilegios, ejerciendo un dominio casi total en la Vetusta más secular y mundana. Álvaro Mesía representa el sexo, la seducción y el adulterio; es un tentador que disfruta del prestigio que le da el ser capaz de conquistar a la mujer que quiera. Por eso la Regenta se le presenta como una manzana prohibida; la fama de “fortaleza inexpugnable” que tiene Ana Ozores le resulta muy atractiva, y está deseando romper sus defensas para unirla a sus innumerables conquistas. No siente el menor cariño por Ana y mucho menos puede ofrecerle la vida que ella quiere. Sólo la utiliza para burlarse de ella.

Fermín de Pas, Magistral de la catedral de Vetusta, se erige como el único personaje que parece comprender los delirios místicos de Ana y también como el único hombre al que Mesía ve como un auténtico rival para sus propósitos. Bajo su inofensiva apariencia clerical se esconde un hombre en extremo ambicioso y autoritario, alguien a quien no se puede querer como amigo y mucho menos como enemigo. Su principal objetivo es dominar la ciudad de Vetusta desde el privilegiado acceso que tiene a las conciencias de sus habitantes. Es un hombre de una cultura extraordinaria, inteligente y manipulador. Su vocación religiosa es irrelevante, pero no puede prescindir de ella porque es, en definitiva, lo que le ha dado todo el poder que tiene. Esta codicia le ha sido inculcada desde muy temprana edad por su madre, doña Paula, personaje fascinante, que tuvo que hacer todo tipo de sacrificios para asegurarse de que su hijo alcanzara todos sus objetivos, que son los de ella. Si el Magistral es fuerte, lo es todavía más doña Paula, pues Fermín se siente abrumado y acobardado ante ella. Cuando empieza a tratar con la Regenta, siente tal afinidad con ella que no puede evitar enamorarse, pero su amor es egoísta, posesivo y dominante. Ve a Ana como si fuese de su propiedad y, ya que no puede tener acceso carnal a ella por la sotana que viste, trata de hacerla suya a través de la religión. Por medio del sacramento de la confesión, Fermín ejerce su dominio sobre Ana, cayendo en la solicitatio ad turpia, es decir, en el aprovechamiento de la confesión para controlar la conciencia, la mentalidad e incluso la sexualidad de su penitente.

Se ha referido muchas veces a Vetusta como representación del opresivo ambiente de una ciudad de provincias del siglo XIX, poblada por una sociedad fuertemente estratificada y dominada por unas élites políticas, religiosas e intelectuales que son inútiles, en cuanto a que no saben resolver los principales problemas de la sociedad. Pero Vetusta no es un reflejo de Oviedo, sino del mundo entero. Vetusta representa a la sociedad global, haciendo especial hincapié en sus miserias. Vetusta podría ser cualquier lugar del mundo, porque la sociedad que describe podemos verla reproducida incluso en nuestros tiempos: debates fútiles, discusiones por cosas que no tienen la menor importancia, la búsqueda de la validación de otras personas, el murmullo, la maledicencia y la envidia hacia los que parecen triunfar. No es casualidad que la novela empiece presentándonos a la heroica ciudad de Vetusta, perezosa y adormilada, inmune al paso del tiempo. Todo es igual, inmutable, insensible a los cambios.

La novela termina dejando al lector una sensación de desesperanza total. En La Regenta, la bondad verdadera brilla por su ausencia, pues hasta los personajes que podríamos catalogar como “buenos” son descritos como seres bobos, ridículos y esperpénticos. Al final, triunfan el mal, la hipocresía y la ambición, el enriquecimiento a través de la manipulación de alguien más débil. Se desfiguran los valores éticos. El vacío moral alcanza a todas las clases sociales, pero es en la alta aristocracia donde se ve mejor reflejada. En casa de los Marqueses de Vegallana se establece un código moral de conducta que no permite la imprudencia de Ana Ozores, no por el adulterio en sí, sino por el escándalo y la implicación sentimental de la Regenta. No hay nadie honrado porque a ninguno de los personajes le importan cosas como la honradez o la moral. Estamos ante un mundo socio-político que corresponde al tono general de hastío y anquilosamiento que vivía España en la época de la Restauración, pero que podría fácilmente ser la de nuestros días.


lunes, 3 de marzo de 2025

Trilogía del Adulterio II. Anna Karenina

 


En la obra de Tolstói se reflejó toda una época de la vida de Rusia, desde la abolición del régimen de servidumbre en 1861 hasta la primera revolución rusa del año 1905. El gran escritor continuó a su manera el proceso de democratización de la literatura, planteó problemas de tal envergadura y supo elevar el realismo psicológico y crítico a alturas tan inusitadas, que, hacia finales del siglo XIX, ya se había convertido en el más célebre representante de las letras rusas de la época. Y es que nadie ha descrito los aspectos eternos del destino del hombre con más veracidad que Tolstói. Los personajes de sus novelas son de un realismo tal que podrían ser personas de carne y hueso. Por tanto, no es de extrañar que a Tolstói se le considere, entre otras cosas, el artista de la realidad.

No se conformó con ser escritor. También fue filósofo, predicador, fundador de una nueva religión y ardiente defensor de los derechos del hombre. Tenía opinión para todo tipo de temas, no reconocía ninguna autoridad y rechazaba cualquier norma establecida de pensamiento. Por eso, en su obra siempre podemos observar una sorprendente dualidad de la que él mismo hacía gala. Por un lado, fustigaba la explotación y la arbitrariedad del régimen capitalista, la contradicción entre el crecimiento de la riqueza, las conquistas de la civilización y el aumento de la pauperización de los trabajadores. Por otro, predicaba la doctrina de la no resistencia al mal mediante la violencia y abrazaba la teoría de que la única cosa capaz de aproximar y conciliar a los hombres es su relación con Dios y su aspiración a Él.

Lev Nikoláievich Tolstói nació en 1828 en Yásnaia Poliana, una aldea rodeada de frondosos bosques de la provincia de Tula, en el seno de una familia aristocrática. El futuro escritor era el cuarto de los cinco hijos del conde Nikolai Illich Tolstói, teniente coronel retirado, y de la princesa María Nikoláievna Volkónskaia, dueña de una considerable fortuna, que aportó al matrimonio, entre otras propiedades, la finca de Yásnaia Poliana. En 1844, comenzó a estudiar Derecho y Lenguas Orientales en la Universidad de Kazán, pero pronto abandonó sus estudios, prefiriendo las distracciones mundanas y la lectura, con Pushkin, Schiller, Stendhal y Jean-Jacques Rousseau como autores de cabecera. Decepcionado del ambiente burocrático que reina en la universidad, regresa a Yásnaia Poliana y pasa gran parte de su tiempo a caballo entre Moscú y San Petersburgo.

A los diecinueve años se convierte en un joven terrateniente con 1.500 hectáreas de tierra y más de trescientos campesinos a sus órdenes. Tolstói decide consagrar todas sus fuerzas a mejorar la vida de sus siervos, ser su bienhechor, educarlos, pero sin comprender del todo las grandes barreras que separaban a los terratenientes de sus propios campesinos. Es por eso que, cuando se topa con la desconfianza y la ingratitud de sus siervos, se siente desmoralizado. Decepcionado de sus planes, Tolstói decide ocuparse plenamente de su educación, ampliando sus conocimientos en todo tipo de artes y ciencias, pero el no tener una ocupación determinada no le satisface. Es por eso que, en 1851, se deja aconsejar por su hermano Nikolái, que sirve como oficial en el ejército del Cáucaso, y se alista como cadete en una brigada de artillería ubicada en una stanitsa a orillas del río Tiérek. En esta época empieza a desarrollar con fervor su actividad literaria.

A finales de 1856, Tolstói abandona el ejército y se traslada a San Petersburgo, entusiasmado por empezar a dedicarse a la escritura y feliz por la calurosa bienvenida que los círculos literarios de la capital le brindan. Realiza varios viajes a París y a Suiza que le abren los ojos a las libertades democrático-burguesas que se dan en Europa, que le resultan hipócritas y sofisticadas. Sin embargo, a su regreso a Rusia la situación de los campesinos siervos le horroriza mucho más que antes. Le obsesiona la idea de las relaciones entre señores y siervos y elabora un proyecto para liberar a los campesinos del régimen de servidumbre, considerando que éste es su deber más sagrado. En 1862, se casa con Sofía Andriéevna Bers, hija de un destacado médico moscovita, que le dará trece hijos al escritor.

Estabilizada su situación material y espiritual mediante el matrimonio, Tolstói se dedica por entero a la escritura. Después de varias vacilaciones, decide escribir una gran epopeya de cuatro tomos a la que titula Guerra y Paz (1864-1869), cuya acción se desarrolla en las primeras campañas rusas contra Napoleón. Es una obra vastísima, detallista y minuciosa, pues todos los elementos están perfectamente documentados. En 1873 comienza a escribir Anna Karenina, su obra más hermosa artísticamente, la novela social más grande de la literatura rusa, que termina en 1877. Pero después de escribir esta obra, empieza Tolstói a sentir una profunda crisis moral motivada por el cambio que se ha operado en él al tratar de aproximarse al pueblo trabajador. Pese a ser un hombre piadoso, arremete innumerables veces contra la Iglesia y, más tarde, contra los ricos, el propio Estado, la ciencia y el arte. Llega incluso a renegar de toda su obra anterior, tal es su desencanto ante la sociedad que le rodea.

En sus últimos años, a instancias de las autoridades eclesiásticas, Tolstói es excomulgado por la Iglesia rusa como heterodoxo. El escritor recrudece sus ataques contra el régimen absolutista del zar, presentándose a modo de abogado de millones de campesinos rusos. Sin embargo, su postura ante la revolución de 1905 es contradictoria, pues comprende que puede resultar favorable a los intereses de los campesinos, pero al mismo tiempo rechaza todo tipo de violencia y afirma que la verdadera reforma social sólo puede lograrse a través del perfeccionamiento moral del individuo.

Repugnado por la contradicción de su vivir cotidiano lleno de lujos mientras predica la sencillez, la austeridad y la vuelta a la naturaleza, Tolstói toma la decisión de huir de su hogar natal para llevar una vida sencilla y humilde en el campo. Pero en la estación de Astápovo enferma de pulmonía y debe ser atendido en la casa del jefe de estación. Tolstói falleció en 1910 a la edad de ochenta y dos años. Desde entonces, el reloj de la estación de Astápovo marca siempre las 6,05 de la mañana, la hora en que el insigne escritor murió. Sus restos mortales fueron enterrados en Yásnaia Polliana, tal como siempre fue su deseo.


Anna Karenina (1878)



La novela comienza presentándonos al príncipe Stepán Arkádich Oblonski, conocido como Stiva, un aristócrata y funcionario de Moscú que le ha sido infiel a su esposa Dolli con la institutriz de sus hijos, lo que ha provocado una grave crisis entre los esposos y en el seno familiar. Para tratar de apaciguar las aguas, Stiva ha enviado una carta a su hermana Anna Arkadievna Karenina para que venga a visitar a sus sobrinos y trate de convencer a Dolli de que le perdone por sus reiteradas infidelidades.

Mientras tanto, el amigo de la infancia de Stiva, Konstantín Dmítrich Levin, llega a Moscú con la firme intención de pedir la mano de la hermana menor de Dolli, la princesa Ekaterina Scherbatskaia, o Kiti, como la conocen todos. Levin es un terrateniente aristocrático apasionado, lleno de inquietudes intelectuales y gran timidez que, a diferencia de sus amigos de Moscú, ha elegido apartarse del mundanal ruido y la superficialidad de la ciudad para vivir en el campo, en una propiedad en la que él mismo trabaja con sus propias manos. Pero su ardiente deseo por obtener el amor de Kiti se ve enturbiado cuando Stiva le dice que podría tener un fuerte rival en el conde Alexiéi Kirílovich Vronsky, capitán de la caballería de la Guardia Imperial y edecán de la corte. Los peores temores de Levin se confirman cuando acude a visitar a Kiti para hacerle la propuesta de matrimonio y ella le rechaza, prefiriendo a Vronsky. Levin, sinceramente desgraciado, se marcha.

Al día siguiente, Stiva y Vronsky se reúnen para ir juntos a la estación de tren para recoger a Anna y a la madre de Vronsky, que han viajado juntas. En el momento en que las miradas de Anna y Vronsky se encuentran, se produce entre ellos una conexión instantánea y arrolladora, marcando el inicio de una atracción que ninguno de los dos podrá frenar. Entonces, sucede una terrible desgracia. Un trabajador ferroviario cae a las vías del tren y muere arrollado por el vagón. Anna interpreta este suceso como un mal presagio, pero queda profundamente admirada cuando Vronsky, haciendo gala de sus buenas intenciones, tiene el arrebato sincero de donar doscientos rublos para la familia del difunto.

En casa de los Oblonski, Anna tiene la oportunidad de hablar con Dolli acerca de las infidelidades de su hermano y, con sus buenas palabras, poco a poco consigue convencer a su cuñada de que le perdone, pues en el fondo ambos se siguen queriendo. Kiti acude a la casa para conocer a Anna, y queda realmente impresionada por su belleza y elegancia. En un arrebato, le propone a Anna que asista a un baile al que ella misma también irá. Como debutante en su primera temporada, Kiti está muy emocionada por este baile, pues cree que el conde Vronsky le propondrá matrimonio al finalizar la velada. Sin embargo, las cosas pasan de una manera completamente distinta pues, para sorpresa de Kiti, Vronsky la ignora y deposita todas sus atenciones en Anna, con quien coquetea sin el menor pudor. Anna se da cuenta de lo incómodo de la situación y toma la decisión de regresar lo antes posible a San Petersburgo. Pero en su mismo tren viaja Vronsky, quien durante un encuentro entre ambos le confiesa su amor. Anna le rechaza, pese a que en el fondo empieza a sentir una fuerte atracción hacia él.



Casada sin amor, por decisión de una tía, con Alexiéi Alexándrovich Karenin, veinte años mayor que ella y que ocupa un alto cargo en un ministerio, Anna lleva una vida cómoda, fácil y superficial dentro de las altas esferas de San Petersburgo: salones, bailes, teatros, carreras de caballos, etc. Respeta a su marido, al que es fiel, y adora a su hijo Seriozha, de siete años, pero no conoce la felicidad. Efectivamente, Karenin es una figura siniestra, una especie de autómata que sólo obedece a rígidos principios establecidos y a móviles de consideración social en un mundo en el que prevalece la mentira, la falsedad, la vanidad y la ambición. Anna, por el contrario, es una mujer distinguida, llena de gracia, de vitalidad y, al mismo tiempo, profunda, sincera, honesta y espontánea, pero Karenin ahoga todo lo que hay en ella de auténticamente hermoso, que es su amor a la vida y su deseo de vivirla en su plenitud. Por eso, Anna no puede ser feliz teniendo al lado a alguien como él. Sin embargo, aunque los encantos de Vronsky empiezan a subyugarla, todavía no se permite hacer ni el más leve acercamiento.

Entretanto, la salud de Kiti se ha visto muy afectada desde el rechazo de Vronsky, por lo que el médico le recomienda pasar una temporada en un balneario hasta que se recupere. Su hermana Dolli descubre que la raíz de la melancolía de Kiti no es tanto el dolor por su decepción amorosa, sino que, en el fondo, ella sentía más apego y afinidad por Levin, al que negó su mano porque se dejó deslumbrar por la juventud, belleza y caballerosidad de Vronsky.

Mientras tanto, en San Petersburgo, Anna comienza a pasar más tiempo en el círculo íntimo de la princesa Betsy Tverskaia, una socialité prima de Vronsky que le ayuda en secreto y ejerce de alcahueta entre ambos. Vronsky continúa persiguiendo a Anna a lo largo de un año, hasta que ella no lo soporta más y sucumbe a la pasión. Pasados los primeros momentos de angustia y autopunición, Anna se siente transformada, y el deseo de amar y ser amada se despierta en ella con toda la vehemencia de su corazón apasionado. Sin embargo, el hecho de ser una mujer con un carácter moral íntegro la pone en un aprieto, pues ella no puede reducir sus sentimientos a un idilio secreto, como hacen otras altas damas de la sociedad. La naturaleza apasionada, honesta y sincera de Anna hace imposible la falsedad y el disimulo, y se entrega profunda y devotamente a Vronsky, sacrificando incluso el inmenso cariño que tiene hacia su hijito Seriozha.

Se va a celebrar una carrera de caballos en la que Vronsky piensa participar. Anna, inmersa en su papel de fiel esposa de Karenin, acude a verlo, pero no puede disimular su amor por él. En medio de la carrera, Vronsky comete una imprudencia que le lleva a caer de su yegua, a la que parte el lomo y se ve obligado a sacrificarla de un disparo. Anna no puede evitar demostrar su angustia ante el accidente, hecho del que Karenin se da cuenta y que aprovecha para reprender a Anna por su comportamiento tan inapropiado. Anna, sumida en un estado de angustia y gran confusión, le confiesa a Karenin la verdad: que está teniendo una aventura con Vronsky y que espera un hijo suyo. Sin embargo, Karenin le pide que rompa la relación que tiene con su amante para evitar más chismes, creyendo así que su matrimonio se preservará.

La tercera parte de la novela comienza con Levin trabajando en su hacienda, un entorno que está íntimamente ligado a sus pensamientos y luchas espirituales. Al igual que Anna, es un personaje que no se subordina a las normas de vida existentes, sino que trata de formar su vida privada con arreglo a sus propios conceptos y criterios. Está convencido de que la honestidad, la sinceridad y la rectitud sólo son patrimonio del hombre que vive en soledad, y que la vida social es convencional, falsa y superficial. Desarrolla diversas ideas relacionadas con la agricultura y la relación entre el trabajador campesino y su tierra y cultura nativas. También reflexiona sobre la situación de los mujíks, que no poseían propiedades, y trata de comprender cómo podría resolver el problema campesino de Rusia.



En cierto momento, Levin visita a Dolli, quien intenta comprender qué ha sucedido entre él y su hermana Kiti. Pero Levin se muestra esquivo, hosco y hasta un tanto distante con Dolli. Ansía olvidarse de todo lo relacionado con Kiti e incluso contempla la posibilidad de casarse con una mujer de clase inferior, como ha hecho su hermano Nikolái. Pero una madrugada, un carruaje pasa por delante de su finca y ve a Kiti asomada a la ventanilla, y comprende que todavía la ama. Mientras tanto, en San Petersburgo, Karenin se niega a separarse de Anna e insiste en que su relación continuará, llegando a amenazarla con quitarle a Seriozha si ella persiste en su romance con Vronsky.

Sin embargo, Anna y Vronsky continúan viéndose, lo que lleva a Karenin a informarse con un abogado para que le hable de la posibilidad de solicitar el divorcio. Pero, aunque la decisión de Karenin parece firme e irrevocable, cambia de parecer cuando se entera de que Anna está al borde de la muerte tras el complicado parto de su hija. Junto a su cama, Karenin perdona a Vronsky quien, avergonzado por la magnanimidad de su rival, intenta sin éxito suicidarse pegándose un tiro en la sien. A medida que Anna se recupera, descubre que no puede soportar vivir con Karenin, a pesar de su perdón y su apego a su hijita Annie. Cuando llega a sus oídos que Vronsky está a punto de irse a un puesto militar en Taskent, se desespera y le suplica que huyan juntos. Incapaz de volver a ser la fiel esposa de Karenin, Anna deja atrás todo lo que ama y estima y se fuga con Vronsky a Europa, dejando en pie la oferta del divorcio.

Mientras tanto, Stiva actúa como casamentero de Levin y organiza para él una reunión con Kiti, que termina con su reconciliación y compromiso. Levin y Kiti se casan y comienzan su vida en el campo pero, aunque la pareja es feliz, los primeros meses de matrimonio son amargos y estresantes para ambos. Levin se siente un poco incómodo por el hecho de que Kiti quiera pasar tanto tiempo con él, pues esto le obliga a dejar a un lado sus obligaciones y le hace sentirse improductivo. Cuando las cosas empiezan a mejorar, Levin recibe noticias de que su hermano Nikolái se está muriendo de tuberculosis. Kiti se ofrece a acompañarle para cuidar de Nikolái en sus últimos momentos y, aunque Levin se niega en un principio, descubre que su esposa se desenvuelve mucho mejor que él en esa situación que le supera, lo que le hace amarla todavía más. Kiti descubre que está embarazada.

En Europa, Anna y Vronsky inician juntos su vida como pareja. Al haber renunciado a todo lo que antes amaba y estimaba, Anna se entrega por completo a su amor por Vronsky y pone en él su alma entera, convirtiéndolo en la única finalidad de su vida. Sin embargo, a Vronsky le ocurre justo lo contrario. Él creía que estar con Anna sería la clave de su felicidad, pero descubre que realmente lo que prevalecía en él era la vanidad del éxito, el triunfo por haber conquistado a una mujer como Anna. La nueva vida que lleva con ella le aburre y no le satisface en absoluto; echa de menos la vida social que le ofrecía la ciudad. Intenta dedicarse a la pintura para entretenerse, pero al carecer de talento no tarda en abandonar esta afición. A su regreso a San Petersburgo, se empiezan a ver las diferencias en el trato de los demás hacia ellos. Mientras que Vronsky puede moverse por sus círculos sociales con total libertad, Anna es rechazada por sus antiguas amigas. Y es que el mundo que la rodea perdona el adulterio, pero siempre que se lleve de una manera discreta y no resulte trascendental. De hecho, en él casi todos son adúlteros y se sabe, pero el caso de Anna es diferente por su fuerte implicación emocional.



Anna siente que está empezando a perder el cariño de Vronsky y no sabe qué hacer. Karenin no sólo no le concede el divorcio, sino que se está dejando aconsejar por la condesa Lydia Ivánovna, una entusiasta de las ideas religiosas y místicas de moda en la alta sociedad. Esta mujer es quien le aconseja que mantenga a Anna alejada de Seriozha y que le diga al niño que su madre está muerta. Sin embargo, Anna acude una noche a visitar a Seriozha por su noveno cumpleaños, pero es descubierta por Karenin y expulsada de la casa. A todo esto se suma que, al no poder divorciarse, tampoco puede casarse con Vronsky y la hija que ha tenido con su amante, según la ley, es hija de Karenin. La sociedad la repudia y le cierra todos los accesos. La desesperación se adueña de ella, padece de insomnio y empieza a tomar opio. Incapaz de soportarlo más, Anna rompe con la sociedad que la ha rechazado y se va a vivir al campo con Vronsky.

La vida de Levin y Kitty, por el contrario, es simple y tranquila. Los Scherbatski y los hijos de Dolli han ido a pasar el verano con ellos, lo que hace que la casa esté llena de gente y provoque a Levin cierto estrés. Cuando Dolli acude a visitar a Anna, que no vive lejos, se sorprende al ver las diferencias entre la vida hogareña aristocrática pero sencilla de los Levin y la propiedad de campo abiertamente lujosa de Vronsky. Le parece que la pareja está derrochando el dinero en ropa lujosa y en la construcción de un hospital en la finca. Además, nota que entre ellos las cosas no van bien. Vronsky le pide a Dolli que interceda por él y le ruegue a Anna que insista en su demanda de divorcio para que ambos puedan casarse, creyendo así que la situación se resolverá. Pero Anna está demasiado nerviosa, celosa de Vronsky y su libertad, y no soporta tener que quedarse recluida en casa mientras él puede salir y divertirse todo lo que quiera. Después de que Anna le escriba a Karenin para que acepte su solicitud de divorcio, la pareja regresa a Moscú.

Durante una visita a Moscú, Levin tiene la oportunidad de conocer a Anna, que ocupa sus días vacíos siendo la patrona de una niña inglesa huérfana. Levin, quien en un inicio siente inquietud por la visita, queda realmente fascinado al conocer a Anna, sorprendido por su belleza, inteligencia, cultura y, al mismo tiempo, por su sencillez y cordialidad. Queda tan marcado por la presencia de Anna que incluso Kiti lo nota y lo acusa de haberse enamorado de ella. Por fortuna, Levin logra tranquilizar el espíritu de su mujer y ambos se reconcilian. Pronto serán padres de un hermoso niño al que llamarán Dmitri, o Mitya, hecho que impacta emocionalmente a Levin y le hace preguntarse acerca del sentido de la vida.




Mientras tanto, se empieza a mascar la desgracia en la vida de Anna. Su relación con Vronsky es cada vez más tirante y sufre un desgaste continuo debido a los celos, los reproches y las discusiones. Además, Anna se ha enterado de que la madre de Vronsky se está haciendo acompañar por la joven y hermosa princesa Sorokina, y cree, no sin fundamento, que pretende casarla con su hijo. Consume opio cada vez con más frecuencia y en mayor cantidad, haciéndose dependiente de este fármaco. Aunque su hermano Stiva sigue intentando que Karenin acepte la demanda de divorcio, Anna pierde por completo la esperanza. Convencida de que Vronsky ya no la ama y que pretende casarse con la princesa Sorokina, discute con él y pierde por completo el control. En su estado de confusión mental, decide que su muerte es la única manera de arreglarlo todo. En simetría consciente con el trabajador ferroviario al que vio morir en su primer encuentro con Vronsky, Anna va a una estación de tren y se arroja a las vías con la intención fatal de que el tren de carga le pase por encima, consumándose así la tragedia.

Dos meses después, estalla una revuelta ortodoxa búlgara contra los turcos y se organiza un ejército para ir al frente, situado en Serbia. Entre los voluntarios rusos se encuentra Vronsky, quien ha decidido, desesperado y en un acto casi suicida, ir a la guerra para luchar por lo que cree que es una causa justa, importándole poco si muere en el proceso. Completamente destrozado por la muerte de Anna, ni siquiera ha tenido fuerzas para reclamar la custodia de su hija, quien ha quedado al cuidado de Karenin. Por otra parte, Levin continúa con sus altibajos emocionales y filosóficos. Durante mucho tiempo ha estado preguntándose qué sentido tiene su vida, pues ni el amor, ni el haber formado una familia le han dado la respuesta que necesitaba. Sólo el trabajo en el campo ha logrado apartarle del suicidio y darle sentido a su existencia. Al hablar con un humilde mujík, éste le dice que los hombres sólo han de vivir para Dios, y esto aclara por fin todas las dudas de Levin. En paz consigo mismo, puede por fin entregarse a la vida que él mismo ha decidido llevar, siempre orientada hacia la justicia y el sentido del bien.


Análisis literario

Cuando uno empieza la lectura de Anna Karenina, es frecuente que se deje engañar por el título y piense que la historia va a girar alrededor de esta mujer. Quizá fuese esta la primera intención de Tolstói, quien, en 1873, escribió una carta a un amigo diciéndole que estaba trabajando en una novela cuya protagonista sería una mujer extraviada perteneciente a la alta sociedad y que, no obstante, no resultase culpable, sino digna de compasión. Bien es cierto que el adulterio es el eje principal alrededor del cual gira la trama de la novela, pero la historia abarca multitud de aspectos sociales, políticos y filosóficos que preocupaban en gran medida al autor, cuyas primeras crisis existenciales empezarían por la época en que empezó a escribir Anna Karenina. Es una obra enorme, compleja y profunda. Está dividida en ocho partes y presenta una narrativa rica y muy detallada. Para construir una obra semejante es necesario poseer una calidad y habilidad narrativas magistrales y una especial sensibilidad ante la existencia humana. El realismo de Tolstói, del que ya había hecho gala en Guerra y Paz, alcanza aquí su máxima expresión y le consagra como uno de los más grandes escritores de todos los tiempos.

La novela comienza con las palabras: “Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas lo son cada una a su manera”. Con esta afirmación, Tolstói parece subrayar que su atención va a recaer en las familias infelices, en las circunstancias que las han llevado a esa infelicidad. Por un lado, Anna y Karenin representan un matrimonio de conveniencia en el que no existe el amor entre los esposos y todo se fundamenta en las apariencias. El matrimonio de Stiva y Dolli está en crisis al principio de la novela debido a las reiteradas infidelidades del príncipe, de las que no parece demasiado arrepentido. Tampoco hay felicidad en la familia de Anna y Vronski, que se desmorona incluso antes de llegar a formarse. La familia de Levin y Kiti, en cierto sentido, puede considerarse feliz, quizá porque son menos dependientes el uno del otro y porque, para Levin, la felicidad conyugal no es la meta esencial en su vida, como sí lo es para Anna.

El personaje de Anna es uno de los más atractivos de la novela. Es una mujer llena de encanto, belleza y amor por la vida que acaba convertida en una ruina marcada por el adulterio, los celos y el rencor. El cambio en ella es tan dramático que resulta aterrador, y es imposible para el lector no compadecerse de su triste suerte. Su posición frente a la búsqueda de la felicidad a través del amor, hasta el punto de sacrificar su posición social y todo cuanto antes estimaba, la coloca en un lugar alejado de la aristocracia a la que pertenece, donde ella destaca como un foco de sinceridad en un mar oscuro de hipocresía y falsedad.

Anna elige a Vronsky, desestimando la idea de seguir al lado de un hombre al que no ama, y su marido le niega el divorcio. En la Rusia de 1870, el divorcio existía legalmente, pero pocos se atrevían a solicitarlo debido al estigma y al fuerte rechazo social que tenían que enfrentar quienes lo hacían. La Iglesia Ortodoxa sostenía que el matrimonio era sagrado y eterno; por lo tanto, quienes se atrevían a disolverlo tenían que enfrentarse a una fuerte reprobación social, siendo las mujeres las principales afectadas, aunque no hubiesen sido culpables de la situación. Será la propia Anna quien sufra ese rechazo social en carne propia, mientras observa, frustrada, que a su amante no se le reprocha nada y puede seguir haciendo su vida con total normalidad.

La evolución psicológica de la protagonista tuvo tal repercusión que hoy día se sigue denominando como síndrome de Anna Karenina a la dependencia absoluta de la persona amada, llevando a quien lo padece a sentir unos celos tan extremos que le hacen ver como reales las fantasías que él mismo se ha imaginado. Anna se obsesiona con perder a Vronsky porque, al haberlo perdido todo, no le queda más remedio que aferrarse a ese amor con todas sus fuerzas. Llega incluso a dejar atrás a su hijo para entregarse con devoción al hombre que ha elegido. Anna olvida sus deberes de madre porque, tal como justifica el propio autor, sus sentimientos como madre y mujer enamorada son incompatibles, pues cada uno de los seres que ama más que a sí misma descarta al otro.

Al ver que su amor y su intento de libertad no triunfan, Anna no contempla otra salida más que el suicidio. Aquí se dibuja el tren como símbolo de la fatalidad y de la fuerza arrolladora de la industrialización, pues es en un tren donde por primera vez se ven Anna y Vronsky, y es en un tren también donde ésta encuentra su destino fatal.

El otro personaje trascendental de la novela es Levin, el tímido y espiritual amigo de Stiva. Es casi unánime la opinión de que Tolstói se representó en parte en este personaje, pues en Levin se pueden apreciar algunas de las inquietudes existenciales, filosóficas y religiosas que el escritor tuvo a lo largo de su vida. Al igual que Tolstói, Levin prefiere alejarse de la ruidosa y mundanal ciudad para vivir en el campo. Se siente a menudo solo en un mundo que considera vacío y superficial, hecho que le hace plantearse la vida que le rodea. A pesar de que al principio cree que el amor de Kiti y su matrimonio le traerá paz mental, es realmente el trabajo en el campo y su fe lo que finalmente logra apaciguar su ánimo. Aunque llega a plantearse el suicidio como solución a sus problemas, finalmente no termina llevando a cabo este acto.

Por último, me parece interesante resaltar cómo se trata en la novela el tema del perdón. Si la acción central de la novela es el pecado, entonces el perdón es la potencial resolución. Si Anna es una pecadora, nuestra actitud hacia ella y hacia la novela depende de nuestra capacidad de perdonar. Tolstói establece el perdón como un noble ideal, alejándolo de la virtud cristiana en tanto que lo considera como una supresión total del pecado. Es interesante que el epígrafe de la novela rece: “El premio y el castigo están en mis manos”, pues da a entender que el perdón no será suficiente para borrar el impacto del pecado cometido. ¿Quería decirnos Tolstói que, tal vez, el perdón no es realmente una virtud? Queda esto a juicio del lector. En última instancia, el perdón hacia los actos de Anna puede ser tan importante o más que nuestra identificación con ella.