miércoles, 7 de agosto de 2013

El Cantar de los Nibelungos


La saga de los Nibelungos es un conjunto de leyendas germánicas que alrededor del año 1200 fueron reunidas en un poema épico titulado Los Nibelungos. Existen dudas acerca del significado de este nombre: Nibelungo (literalmente, “hijo de las nieblas”) es el nombre de un rey mítico que habría sido el primer dueño de un tesoro al que se hace referencia en el poema; pero pronto fueron conocidos por nibelungos los guerreros del héroe Sigfrido; finalmente, fueron llamados nibelungos los burgundios que se trasladaron a la corte del rey Atila. Esta confusión se debe al hecho de que el autor (del que no conocemos nada en absoluto) introduce un determinado número de leyendas pertenecientes a distintos pueblos germánicos, al tiempo que añade elementos míticos extraídos de un antiguo poema escandinavo, la Edda, que es la fuente más antigua de la mitología germánica.

En el conjunto de leyendas, no obstante, podemos reconocer un núcleo histórico: la destrucción del reino burgundio, acontecida en el año 437 de la era cristiana y que fue obra del romano Aecio, quien tenía como aliados a los hunos, que en el poema se nos presentan como únicos actores. Son también históricos los tres personajes principales: Atila, rey de los hunos; Gunther (Gundikar), rey de los burgundios; y Teodorico (Dietrich von Bern), rey de los ostrogodos, que para los latinos pasó a la historia con el nombre de Teodorico de Verona.

Estos acontecimientos históricos no son excesivamente antiguos, y menos lo eran aún en el siglo XIII, cuando fue escrito el poema. Sin embargo, es difícil hallar algún parecido histórico entre los hechos narrados en el poema y los acontecimientos que se desarrollaron en la realidad. El interés de estas leyendas reside en el cuadro psicológico del mundo germánico que en ellas se ofrece, un mundo dominado esencialmente por un sentimiento, el honor, que se manifestaba principalmente de dos maneras: en la fidelidad absoluta, incluso hasta la muerte, al señor, al amigo o para con la persona con la que por cualquier motivo se hubiera comprometido; y en el culto implacable a la venganza, que se ejercía en contra de quien se reconociere culpable de algún agravio. Su existencia se desarrollaba bajo el signo de un profundo sentido de un destino ineludible, al que estaban sujetos.

El tema de los Nibelungos ha ejercido gran influencia en toda la cultura germánica, especialmente en la reelaboración poético-musical que de él hizo Richard Wagner (1813-1883). Lo que hoy os traigo es un compendio de toda la saga, para lo cual he tenido en cuenta el poema del siglo XIII, del que la obra de Wagner se aparta de forma bastante notable.


El Anillo de los Nibelungos

En tiempos remotos, reinaba en Burgundia el rey Gunther. Su reino, rico y fértil, estaba atravesado por el río Rin, que facilitaba el tráfico, uniendo los pueblos con firmes vínculos. La espléndida ciudad de Worms, donde Gunther tenía su corte, se miraba en las aguas del Rin. Gunther, severo y orgulloso, era hijo de Dankrat, y tenía dos hermanos y una hermana: el gentil príncipe Gernot, el joven Giselher y la hermosísima Krimilda. Todos ellos eran muy queridos por sus vasallos, pero de forma especial era muy apreciada Krimilda, cuya bondad y encanto hicieron famosa la tierra de Worms en los cantos de los poetas.

Una noche, la princesa tuvo un sueño revelador: creyó ver dos águilas que, arrojándose desde lo alto sobre un halcón, lo destrozaban con sus terribles garras. Krimilda, aterrorizada, contó el sueño a su madre, Ute, quien le explicó su significado: el halcón era un fuerte y apuesto caballero al que Krimilda habría de amar, pero las águilas representaban un peligro mortal que lo amenazaba, y ante el cual quizá sucumbiría. Una sombra ofuscó el ánimo de la princesa, pero, con el tiempo y el transcurrir de su vida alegre y serena, se desvanecieron sus preocupaciones y acabó olvidando el sueño.

Mientras tanto, en la corte de Xanten, cerca de la desembocadura del Rin, iba creciendo Sigfrido, único hijo del rey Sigmund y de la reina Siglinda. De él se narraban historias casi legendarias, y era considerado por todos el más fuerte caballero de aquellos tiempos. Cuando la fama de la belleza de Krimilda llegó a oídos de Sigfrido, éste quiso tenerla por esposa, y, con una escolta de doce caballeros, partió hacia Worms con la intención de pedir al rey Gunther la mano de su hermana.

Gunther y su corte vieron llegar a Sigfrido envuelto en una armadura plateada y una capa blanca ondeando a su espalda. Mientras les observaban desde lo alto de las murallas, un vasallo del rey, Hagen de Tronje, reconoció la insignia y narró una de las leyendas que corrían acerca de la fama de Sigfrido.

Un día, el héroe, mientras cabalgaba solo por el bosque, encontró a dos hermanos, hijos del rey Nibelungo, que disputaban para repartirse la herencia del padre, que había muerto recientemente: se trataba del fabuloso tesoro de los nibelungos, el pueblo de las nieblas, un enorme cúmulo de oro, plata y piedras preciosas. Los hermanos se dirigieron a Sigfrido para que les ayudase en el reparto. Pero Sigfrido no consiguió ponerles de acuerdo, y así, en un momento determinado, los irreconciliables hermanos acudieron a las armas. Sigfrido recogió la espada Balmung, un arma mágica que formaba parte del tesoro y que estaba colocada allí cerca, y mató a los dos hermanos.

El héroe podía considerarse dueño del inmenso tesoro de los nibelungos, pero antes de conquistarlo tendría que matar al dragón Fafnir, una horripilante bestia que vigilaba la entrada de la gruta donde el tesoro estaba escondido. Armado con la espada encantada, Sigfrido asaltó al monstruo, lo golpeó con fuerza y sintió la lluvia caliente de su sangre que lo inundaba: una gota de sangre le tocó la lengua e inmediatamente, por un poder divino, Sigfrido pudo comprender el lenguaje de los animales. Un jilguero que cantaba cerca de allí le dijo que si se bañaba en la sangre de Fafnir sería invulnerable. Sigfrido se quitó las ropas y se bañó en el líquido rojizo, asegurándose de que la sangre del dragón impregnaba todo su cuerpo. Tan solo una pequeña zona en su espalda, cubierta con una hoja de tilo, no tocó la sangre mágica.



Sigfrido matando a Fafnir


Poco después, Sigfrido tuvo que sostener el asalto del otro guardián del tesoro, el enano Alberic, que tenía una caperuza que le hacía invisible. El héroe consiguió coger un extremo de la mágica vestidura y la arrancó del cuerpo del enano; éste cayó rendido a sus pies y se ofreció para servirle como esclavo. Desde aquel día, Alberic custodió para Sigfrido el enorme tesoro de los nibelungos.

Esta fue la historia que contó Hagen; y, apenas hubo terminado, el rey Gunther y su corte se dirigieron a acoger a los huéspedes. En Worms se organizaron torneos, concursos y festejos de todo tipo en honor del héroe, de quien se iba enamorando secretamente la bella Krimilda. Pero una mañana llegaron dos mensajeros al reino de los burgundios: traían la noticia de que dos hermanos, los príncipes Ludegar de Sajonia y Ludegast de Dinamarca, se habían aliado para hacer la guerra contra Gunther. Ante aquel anuncio, Sigfrido reclamó para sí el honor de capitanear contra el ejército enemigo una tropa de mil caballeros. Gunther, confiando en el valor y en la espada de Sigfrido, le dejó marchar con gran alegría por su parte. Sigfrido derrotó y trajo prisioneros a los dos reyes nórdicos, y a su regreso a Worms fue acogido con indescriptibles manifestaciones de júbilo. Durante días y días hubo alegría, cantos, danzas y torneos para alegrar a las gentes que desde todos los puntos del vasto reino afluían a la capital para rendir honores a Sigfrido.

Un día, Gunther deseó tomar una esposa a quien sentar dignamente a su lado en el trono de Burgundia; había oído decir que en el extremo septentrional del mundo, en una isla inhóspita, vivía la reina Brunilda, señora de Islandia. Ella desafiaba a cualquiera que pretendiese su mano a superar tres pruebas y, por lo que se decía, la muerte esperaba al que resultara vencido. Cuando el rey Gunther confió a Sigfrido su deseo de conquistar el amor de Brunilda, el héroe recordó un episodio de su primera juventud relacionado con aquella reina.

En aquella ocasión, Sigfrido, ávido de gloria y deseando experimentarse en empresas arriesgadas, pasó por entre unas llamas que rodeaban el lugar donde Brunilda había sido apresada por el dios Odín. Brunilda era, en efecto, una valquiria, una de aquellas míticas criaturas que tenían el privilegio de acompañar junto a los dioses a las almas de los valerosos guerreros muertos en el campo de batalla, y había sido castigada por el dios Odín porque, desobedeciendo su decreto, había prolongado la vida de un héroe destinado a morir. Sigfrido había liberado a la valquiria, se había enamorado de ella, y, en prenda de su amor, le había regalado un anillo tomado del tesoro de los nibelungos. Pero la larga ausencia había debilitado poco a poco su recuerdo, y ahora Sigfrido amaba a Krimilda. Al conocer los deseos de Gunther, le aconsejó que no se enfrentara a aquella criatura semidivina, pero el rey no se dejó convencer; pocos días más tarde, un pequeño grupo de personas, entre las que se encontraban el rey y Sigfrido, zarpaba con rumbo a Islandia.
Odín y Brunilda

Las tres pruebas consistían en un duelo con Brunilda, un concurso de lanzamiento de una piedra muy pesada y un concurso de salto. Con la ayuda de Sigfrido, ahora invisible gracias a la capucha del enano Alberic, Gunther consiguió superar las tres pruebas, y Brunilda tuvo que aceptar ser su esposa. Mientras la reina se preparaba para partir de Islandia, Sigfrido, para prevenir eventuales traiciones por parte de los súbditos de Brunilda, se trasladó al pueblo de las nieblas y volvió acompañado de mil nibelungos para escoltar al rey Gunther mientras regresaba a su patria con su futura esposa. Una vez llegados a Worms, Sigfrido pidió a Gunther, a cambio de sus servicios, la mano de Krimilda.

Pocos días más tarde, en la catedral de la ciudad, las dos parejas se unían mediante el sagrado vínculo. Durante algún tiempo la vida transcurrió aparentemente feliz para todos, pero Brunilda, que recordaba aún la promesa de Sigfrido, soportaba de mala gana su unión con Gunther. Una noche, no pudiendo tolerar las caricias y besos de su esposo, consiguió rechazarlo con su fuerza sobrehumana, y para humillarle, le ató. Al día siguiente, Gunther pidió nuevamente ayuda a Sigfrido, y éste proyectó una estratagema: aquella misma noche el rey debía decir a Brunilda que se había dejado vencer voluntariamente, pero que, como había hecho antes en Islandia, habría sido capaz en cualquier momento de doblegarla a su voluntad. Entretanto, Sigfrido se habría vuelto nuevamente invisible gracias a la capucha de Alberic, y entrando en la cámara, ayudaría a Gunther a someter a la feroz valquiria. Gunther por fin consiguió dominar a su consorte. Pero en la lucha, Sigfrido se quedó en la mano con el cinturón y el anillo de Brunilda; se acordó de ello cuando ya se había alejado de la cámara y no podía restituírselo sin que se descubriera la intriga. Por eso se quedó con los objetos y, tal vez con escasa prudencia, se los regaló a Krimilda.

Pasaron los años, durante los cuales las dos parejas vivieron felices. También Brunilda parecía ahora enamorada de su esposo, al que consideraba el más fuerte entre los hombres y el más poderoso entre todos los reyes. Pero un día tuvo una discusión con Krimilda, quien había ensalzado la belleza y nobleza de Sigfrido por encima de la de Gunther. Al término de la disputa, llena de ira, Krimilda reveló a la reina quién había sido en realidad su vencedor, y, en prueba de sus palabras, le enseñó el cinturón y el anillo que Sigfrido le había regalado. Brunilda no pudo contenerse y rompió a llorar ante todos los burgundios, que empezaron a odiar a Krimilda y a Sigfrido. El vasallo Hagen aprovechó este suceso para imaginar la manera de lavar aquella injuria contra el rey; se puso de acuerdo con Brunilda, cuyo antiguo amor por Sigfrido se había convertido en odio, y decidió que la única venganza posible sería la muerte del héroe.
Krimilda se enfrenta a Brunilda

Cuando Hagen ultimó los detalles de su plan, visitó al rey Gunther y se lo expuso. Sus palabras provocaron sentimientos contradictorios en aquellos que le oían. Los príncipes Gernot y Giselher defendían a Sigfrido, pero la mirada de Brunilda revelaba su fría y cruel determinación. El rey Gunther parecía tranquilo e indiferente, pero también en su mente empezaba a tomar cuerpo el deseo de vengar la injuria.

Se organizó una cacería a la que fueron invitados los más ricos feudatarios. Durante días y días, los cazadores fueron descubriendo las piezas, y por las noches, alrededor del fuego, se celebraban fiestas y banquetes. Sigfrido participaba en la caza; corría por los bosques abatiendo a los animales salvajes con su asta infalible, y no sospechaba que Hagen le siguiera dondequiera que fuese, esperando tan solo el momento adecuado para matarle a traición.

Hasta que un día, al atardecer, los dos llegaron a una fuente; el agua brotaba fresca de una nítida vena, tentadora. Sigfrido se adelantó para beber, después de haber dejado en el suelo el asta y la reluciente espada; mientras bebía a largos tragos, Hagen, a su espalda, cogió la lanza y se la arrojó con fuerza entre los hombros. La punta hirió justo donde, años atrás, la hoja de tilo había tapado la única parte de piel que no había tocado la sangre de Fafnir. Sigfrido sintió que la lanza le atravesaba el tórax; resbaló en la orilla musgosa, enrojecida por su sangre, y cayó muerto sobre la hierba.

El dolor de Krimilda al conocer la noticia fue indescriptible. Cuando vio a los nibelungos trayendo el cuerpo sin vida de su esposo sobre el escudo, se acordó del sueño del halcón despedazado por las dos águilas, y comprendió que Sigfrido había sido víctima de una traición. No creyó las palabras de Gunther, quien achacaba a la fatalidad la muerte del héroe, y cuando Hagen entró en la estancia donde estaba expuesto el cadáver, las heridas se reabrieron inmediatamente y comenzaron a sangrar; Krimilda comprendió al momento quién había sido el traidor y en aquel momento mismo supo contra quién debería dirigir su venganza.

Muerte de Sigfrido

Pasaron los meses; los nibelungos se marcharon sin haber obtenido de Krimilda el permiso para vengarse sangrientamente de los burgundios por la muerte de Sigfrido. Krimilda no había vuelto a hablar con Gunther ni había visto a Hagen; sin embargo, el proyecto que había maquinado para cumplir la venganza le imponía que se reconciliara con su hermano, así que fingió perdonar a su hermano. De ahora en adelante, su vida estaría dedicada a beneficiar a los pobres, a los que deseaba ayudar con el tesoro de los nibelungos que había recibido en herencia tras la muerte de Sigfrido. Su objetivo era ganarse la lealtad y la simpatía del pueblo y de los feudatarios, con la intención de incitarles luego a la revuelta contra Gunther. Pero la maniobra no pasó inadvertida a Hagen, quien, aprovechando un día en que Gunther había ido de caza, por propia iniciativa sustrajo el tesoro a Krimilda y lo hizo esconder en un lugar secreto cerca del Rin.

Los años transcurrían y Krimilda vivía solamente esperando la ocasión para poder vengarse. Pero estaba sola, desamparada y no tenía posibilidades de procurarse aliados. Pero en la lejana Panonia, en las riberas del Danubio, Atila, rey de los hunos, que había llorado durante un año la muerte de la reina Helga, transcurrido este tiempo había pensado tomar por esposa a una mujer que por rango no fuera inferior a la esposa perdida. Habiendo oído hablar de la belleza de Krimilda, envió a Rudiger, margrave de Bechlarn, como embajador para pedir su mano.

Gunther recibió a la embajada, oyó su petición y solicitó tres días antes de tomar una decisión. Él deseaba emparentarse con el potente soberano de Panonia, pero fue Hagen quien, intuyendo el peligro que podía significar Krimilda convertida en reina de un pueblo guerrero, le aconsejó dar largas al asunto. Gunther consideró que Hagen se encarnizaba demasiado con su hermana, y también por el deseo de no enemistarse con Atila, al finalizar el tercer día dio su consentimiento. Krimilda aceptó el matrimonio con la única finalidad de preparar su venganza. Antes de partir, lloró intensamente al dejar la tumba de Sigfrido, pero no derramó ni una sola lágrima cuando despedía a su madre y a sus hermanos.
Krimilda acusa a Hagen

Toda la corte de Atila salió al encuentro de la reina, incluyendo Teodorico, rey de los ostrogodos, el más potente de sus feudatarios. Atila, altivo sobre su caballo blanco, quedó sobrecogido ante la belleza de Krimilda y depositó a sus pies su corona. Pasaban tranquilos los días en la corte de los hunos. El rey adoraba a Krimilda y satisfacía todos sus deseos. De su matrimonio nació un hijo, al que llamaron Ortlieb.

Siete años después, Krimilda ya se había ganado la simpatía y sumisión de todos los hunos. Pensó entonces que había llegado el momento oportuno para dar realidad a sus deseos de venganza. Un día, viendo al rey más dispuesto a concederle cualquier cosa, le rogó que oyera sus deseos de volver a ver a sus hermanos. Atila accedió gustosamente, e invitó a los jefes burgundios. Al recibir la invitación, los jóvenes príncipes aceptaron sin dudarlo, pero Hagen manifestó sus temores. Como fue tachado de cobarde, al final decidió partir junto con el rey Gunther y sus hermanos. En las riberas del Danubio, Hagen descubrió dos sirenas entre unos cañaverales que le advirtieron de que la venganza de Krimilda iba a abatirse sobre ellos, y que ninguno de los burgundios volvería a ver las murallas de Worms.

A pesar de estos malos presagios, el viaje prosiguió y Gunther, con su séquito, pasó la frontera de Baviera y penetró en la comarca de Bechlarn. Rudiger, el margrave, dispuso a los burgundios una alegre acogida. En el tiempo que pasaron allí, el joven príncipe Giselher se enamoró de Frida, la hija de Rudiger, y se la pidió a su padre en matrimonio. Se acordó que, al regreso de Panonia, se celebrarían las nupcias. Antes de partir, Giselher se volvió para mirar esperanzado a su prometida, que se despedía de él agitando la mano; nunca más volvería a verla.

Unos días después, los burgundios llegaron a la corte de Atila. Desde hacía varias horas, la reina Krimilda espiaba impaciente desde lo alto de una torre y, cuando les vio a lo lejos, su alma se llenó de gozo pensando en la venganza. Krimilda besó y saludó solo a su hermano Giselher, pero no se dirigió de ninguna manera a aquellos que, directa o indirectamente, habían participado en la traición y asesinato de Sigfrido. Pero Atila, que nada sabía, les dispensó una cálida bienvenida y preparó grandes festejos. Finalmente, llegó la hora.


En el salón mayor del palacio se celebraba el banquete, en el que participaban los más importantes señores feudales burgundios y hunos. Atila presentó con orgullo a su hijo Ortlieb a los huéspedes. Pero, justo en el instante en que el niño pasaba junto a Hagen, un caballero ensangrentado hizo aparición para anunciar que los hunos estaban atacando a los burgundios. Hagen, preso de ira, sacó su espada y de un golpe decapitó al pequeño príncipe: era la señal de guerra. Mientras Atila, Krimilda y Teodorico se ponían a salvo, surgieron duelos por toda la sala. Al final, los burgundios consiguieron protegerse en el interior del palacio, formando barricadas. Los hombres de Atila intentaron vencer su oposición, pero después de varias sanguinarias refriegas fueron rechazados. Atila y Krimilda juraron salvar la vida de todos los burgundios a cambio de que se les entregara a Hagen, pero Gunther rechazó con desdén la proposición de traicionar a uno de sus vasallos.

La sanguinaria lucha duró días enteros. Krimilda hizo prender fuego al palacio, y muchos caballeros perecieron, hasta que solamente Gunther y Hagen, batiéndose como leones, salieron con vida. Finalmente, Teodorico atacó con sus ostrogodos y pudo vencer a los dos burgundios, sin fuerzas ya a causa del encierro y de las heridas.

Atados fueron llevados ante Krimilda, que en el acto hizo decapitar a Gunther, reservando para sí la feroz alegría de clavar la espada en el pecho de su odiado Hagen. Todos, perturbados por la horrenda carnicería que había transformado durante días y días el castillo en un mar de sangre, vieron con horror el lastimoso fin de los dos últimos burgundios. Hildebrando, capitán de los ostrogodos, demostró su ira al ver que un valiente guerrero, atado e imposibilitado para defenderse, era degollado por la mano de aquella extranjera cruel y, sacando la espada, golpeó de muerte a Krimilda.

Gunther ordena a Hagen que oculte el tesoro del Rin

En cuanto al tesoro de los nibelungos, continúa enterrado en algún lugar en el fondo del Rin, ya que Hagen se llevó a la tumba el secreto de su paradero.

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