lunes, 13 de mayo de 2013

Juana Seymour, la Madre Amada

 



Juana Seymour, nacida en 1509, provenía de una familia de respetable e incluso rancio abolengo, de la que incluso se decía que por sus venas corría sangre normanda. Sir John Seymour, padre de Juana, fue nombrado caballero por Enrique VII en la batalla de Blackheath y, desde ese prometedor comienzo, empezó a gozar del favor real. Provenía de una familia de ocho hijos, y luego su propia esposa, Margery Wentworth, daría a luz a diez hijos: seis varones y cuatro mujeres. Todo eso era auspicioso para Juana, ya que en la época la aptitud de una mujer para tener hijos se juzgaba por el registro de su familia.

Los Seymour pueden no haber sido particularmente grandes, pero las relaciones íntimas con la corte los habían vuelto astutos y mundanos. La figura masculina dominante en la vida de Juana, aún más que su propio padre, fue la de su hermano mayor Edward, descrito como un joven muy inteligente, que además fue paje de la hermana del rey Enrique VIII, Mary Tudor. Otro de los hermanos de Juana, Thomas Seymour, que tenía fama de ser muy atractivo, tendrá un papel destacado más adelante como marido de una de las reinas de Enrique VIII, Catalina Parr.

En medio de una vasta familia como los Seymour, ¿qué podía ofrecer Juana aparte de su supuesta fertilidad? Fue a sus veinticinco años cuando empezó a llamar la atención del rey. Se la describe en muchas ocasiones como una mujer de sumo encanto, tanto en el aspecto como en el carácter. Era de mediana estatura y dueña de una piel blanca e inmaculada, muy del gusto de la época. Según Holbein, que nos ha dejado su retrato, tenía una gran nariz y una boca firme de labios apretados, pero también tenía un rostro oval que resultaba atractivo. La impresión predominante que da su retrato es de una mujer sensata. Todos los contemporáneos coinciden en resaltar su inteligencia, su dulzura y su virtud. En suma, Juana Seymour era exactamente la clase de mujer elogiada por los manuales contemporáneos de la conducta correcta, así como Ana Bolena había sido la clase de mujer que desaconsejaban.

No se sabe con seguridad la fecha en la que se empezó a proyectar la sustitución de Ana Bolena por Juana Seymour. Después de haber dado a luz a una niña y haber abortado dos veces, Ana Bolena había perdido ya todo el interés del rey Enrique VIII. Asimismo, su temperamento encendido cada vez le causaba más problemas con su esposo, y Enrique empezó a fijarse en Juana, una de sus jóvenes damas de honor, que llamaba la atención por su virtud y modestia. Fueron muchos los lores que, encabezando la facción “antibolena”, apoyaron la causa de Juana Seymour para que ascendiera al trono, e incluso se recibió el apoyo exterior del propio Carlos V de Alemania.

Al igual que al comienzo de su relación con Ana Bolena, el amor de Enrique y Juana tenía que ser llevado en secreto al principio, aunque no tardó en ser descubierto. Incluso se compuso una balada burlesca sobre el asunto, de la que Enrique advierte a su enamorada para que no le preste atención. El rey también le envía regalos para mostrarle su favor, pero Juana los devolvió todos con palabras humildes. La ruborosa inocencia de Juana tuvo la virtud de inflamar aún más la pasión de Enrique, que la elogió por su modestia.

En este aspecto, resulta muy atractivo ver cómo Polonio (aquí representado por Edward Seymour) prepara a su Ofelia en sus modales de doncella para su maduro príncipe. Pero Juana Seymour no necesitaba realmente que le indicaran que debía mantenerse firme. Probablemente, la joven no estaba fingiendo en sus maneras. Es decir, representaba sin artificio alguno esa pureza que un hombre sentimental admiraba en una mujer.

Juana Seymour se mantuvo al margen durante todo el proceso de destitución, juicio y ejecución de su predecesora, Ana Bolena. Se alojó en la casa de sir Nicholas Carew, en Croydon, y más tarde en una mansión cercana a Whitehall. El 20 de mayo de 1536, solamente veinticuatro horas después de la ejecución de Ana, Enrique VIII y Juana Seymour se comprometieron secretamente en Hampton Court. El matrimonio se celebró diez días después de manera rápida y discreta, y Juana se convirtió así en reina de Inglaterra.

 
"Obligada a Obedecer y Servir"
 
La felicidad de Enrique VIII era más que evidente, y tenía sobrados motivos. Después de dos matrimonios que le habían traído más quebraderos de cabeza que alegrías, ahora por fin podía afirmar que ese nuevo matrimonio era “bueno y legal”. Exhibió a Juana Seymour a sus súbditos con gran deleite, y también mandó arreglar para ella las habitaciones reales, con sus iniciales y sus propios emblemas. El carácter conciliador y afectuoso de Juana también revirtió positivamente en Enrique, ya que la nueva reina se interesó por sus hijastras, especialmente por María, y contribuyó a que las muchachas volvieran a ser tenidas en cuenta por su padre.

La clave del carácter de Juana Seymour estaba en su sumisión. Su reputación de buena y virtuosa se difundió por el extranjero, y el contraste con la difunta Ana Bolena la favorecía mucho. Y así como Enrique VIII era muy feliz a su lado, es muy posible que Juana también fuera dichosa. Cierto que el matrimonio no era más que otra manera de someterse a “la ley”, y la figura del rey era equivalente a un sol que iluminaba la vida de cada súbdito, una criatura a la que amar y temer al mismo tiempo, casi equiparable a Dios, pero esto no impide que la reina Juana no amara sinceramente a su esposo.

La corte de la reina Juana fue tan espléndida como decorosa. Era muy estricta en cuanto a los trajes de sus damas, algo que tenía en común con las dos reinas que la habían precedido y que no dejaba de tener su lógica. Un puesto en la corte desde el que dos damas se habían elevado al rango de consorte real probablemente parecía más ventajoso que nunca, y era necesario mantener el decoro para impedir que otra llamara en exceso la atención del rey. No obstante, la vida en la corte se desarrolló de un modo más familiar gracias a la rehabilitación de las princesas María e Isabel, con las que Juana actuó como una madre benevolente.

Pero fuera de la corte se fraguó un conflicto de máxima gravedad: la rebelión en el norte. El Peregrinaje de Gracia se convirtió en la esencia de un enorme descontento popular con muchos factores: la indignación de los grandes lores ante el excesivo poder que estaba alcanzando Cromwell, la elevación de los impuestos y, sobre todo, los cambios religiosos ordenados por el arzobispo Cranmer y que el pueblo no era capaz de asimilar por lo fugaz e incierto de la situación. En particular, el cierre forzoso de los monasterios por parte de los comisionados del rey proporcionó un foco más para ese descontento.

En 1536 hubo un levantamiento en Louth que se inició con el encarcelamiento de dos recaudadores ejecutados por los rebeldes, que exigieron al rey otros sacerdotes y consejeros más aristocráticos que le asesoraran. Enfurecido, Enrique VIII rechazó todas las demandas e instó a los rebeldes a que cesaran en su actitud si no querían ser ejecutados por traición. Pero el levantamiento se produjo y se difundió rápidamente entre el vulgo, que se reunió para llevar a cabo el Peregrinaje de Gracia, que tenía como misión restaurar la fe católica. Finalmente, el levantamiento se saldó con la ejecución de un buen número de habitantes de cada pueblo, que fueron colgados de árboles o descuartizados sin ningún miramiento por atreverse a desafiar la voluntad del rey.

A pesar de que la tradición quiere mostrarnos a Juana Seymour como el paradigma de la reina protestante, lo cierto es que no fue así. Ella, tan común en ese aspecto como en otros, nunca sintió interés por el nuevo credo luterano, y seguía practicando la fe católica. Es más, parece que se concienció con la suerte de los católicos en Inglaterra e incluso trató de mediar con Enrique VIII para que no suprimiera los monasterios, aunque fue severamente reprendida por el rey, que la instó a que no se metiera en sus asuntos. Pero la irritabilidad de Enrique pasó pronto, porque en 1537, después de las festividades de Año Nuevo, Juana anunció que esperaba un hijo.

Una vez más, se hicieron todos los preparativos necesarios para recibir al nuevo príncipe. Se organizaron justas, se adecuaron aposentos necesarios, se encargó una nueva cuna al orfebre. El rey incluso mandó preparar un sitial de la Jarretera para su hijo en la capilla de San Jorge, en Windsor. El 9 de octubre, Juana Seymour se puso de parto y dio a luz al ansiado príncipe de Gales. Fue bautizado con el nombre de Eduardo, y se dice que Enrique VIII lloró al tenerlo entre sus brazos. Dios aprobaba y bendecía su matrimonio entregándole ese hijo; al menos, ese fue su parecer.

Pero poco podría disfrutar la reina Juana de su recién nacido hijo. Se recuperó lo suficiente como para asistir al bautizo del niño, pero a los pocos días cayó enferma de fiebre puerperal. Esa fiebre de parto, si se convertía en septicemia, era la principal causa de mortalidad maternal antes de que se entendieran la naturaleza de la higiene y el curso de la infección. La septicemia se instaló y con ella vino el delirio. La mañana del 24 de octubre de 1537, después de una penosa agonía, Juana Seymour murió. Tenía veintiocho años y había sido reina menos de dieciocho meses.
 


3 comentarios:

  1. ¡Qué historia tan triste! Me da mucha pena esta pobre mujer (que no me parece muy diferente de Catalina, exceptuando el hecho de que consiguió concebir un hijo varón, lo cual al fin y al cabo como hoy sabemos gracias a la ciencia no lo determina el óvulo, sino el espermatozoide, de modo que el "culpable" era en realidad Enrique VIII).
    Su historia nos muestra una vez más lo sumamente peligroso que era parir en esos tiempos en los que no se conocía la asepsia; una mujer que se quedaba embarazada se estaba jugando la vida. No me extrañaría que muchas se hicieran monjas en esas épocas sólo para huir del riesgo que significaba convertirse en esposa y madre.

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  2. Bueno, a mí la historia de Juana Seymour no me parece de las más tristes dentro de su rol como reina de Enrique VIII. Sí que es triste que muriera tan joven y después de dar a luz, pero muchísimas mujeres morían así. Claro que se le tenía miedo al parto, pero en la época era el precio que había que pagar por traer una nueva vida al mundo. De hecho, cuando se practicaban cesáreas (imagínate lo bestias que serían, sin anestesia ni nada), lo que se buscaba era que el hijo viviera, pero la madre daba igual si moría.

    No obstante, según he leído, las mujeres de la época buscaban el matrimonio porque era la única manera que tenían de no ser una carga para la familia. Que naciera una niña suponía una gran desgracia para una familia, porque tenían que procurarle una dote y buscarle un marido con cierta posición. Si no, pasaba a ser una molestia. El mayor temor de una mujer del siglo XVI no era el parto, sino la soltería. Estaban tan condicionadas para obedecer y servir al hombre que no pensaban por sí mismas; sólo unas pocas lo hacían, y eran rápidamente acalladas.

    Juana Seymour pasará a la Historia como la reina más amada por Enrique VIII. Pero, ¿era amor de verdad? La amaba porque le dio un hijo varón, pero si hubiera dado a luz una niña, su muerte no le habría causado ningún pesar. Personalmente, me da más pena Catalina de Aragón, porque ella luchó para que se reconociera lo que le pertenecía, y salió perdiendo por culpa de los caprichos de un hombre.

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  3. Tienes razón. La verdad es que, a juzgar por su comportamiento, Enrique VIII jamás debió amar a una mujer de verdad, por el simple motivo de que el amor verdadero sólo se da entre iguales, y para Enrique VIII las mujeres no eran ni siquiera personas; únicamente hermosas y placenteras fábricas de hijos. Si no eran hermosas, no eran placenteras, o no fabricaban hijos, dejaban de tener utilidad y su "amor" por ellas se desvanecía. Y si se atrevían a tener ideas propias o a llevarle la contraria, ya era para matarlas. Por favor, ¿es que acaso se te rebela el perro? ¿O la mesa? Si una mujer, para él, no era más que eso...

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