lunes, 1 de octubre de 2018

La leyenda del mes: El alma en pena


¡Hola a todos!

¡Bienvenidos un día más a mi Biblioteca! Empieza el mes de octubre, como siempre, dedicado al terror en este blog. Me gustaría poder deciros que os voy a traer mogollón de contenido oscuro y terrorífico a lo largo del mes, pero todavía no tengo muy claro lo que quiero subir aquí; tengo algunas ideas pero todavía son castillos en el aire, y mi acostumbrada escasez de tiempo sigue siendo un problema. Pero prometo sacar tiempo de donde pueda para ofreceros algunas cosas curiosas para que podáis pasar un mes terrorífico y entretenido!

Mientras tanto, abriremos boca con una leyenda más de mi tierra. Este mes, por tratarse de un tiempo oscuro que se presta a todo tipo de leyendas terroríficas, os traigo una que me ha parecido muy apropiada.


El alma en pena




Cuenta la historia que, en una noche fría y oscura, el señor Pedro se encontraba en su casa y se disponía, como todas las noches, a cenar con su mujer y sus hijos para después irse a dormir, cuando oyó la voz de un criado que le llamaba desde el corral.

—Señor Pedro, señor Pedro; me manda el señor cura a decirle que vaya a verle ahora mismo a la rectoral, que tiene que tratar con usted un asunto de mucha importancia.

El señor Pedro, que era un buen cristiano y tenía en gran estima al señor cura, no quiso hacerle esperar más. Cogió enseguida su sombrero y su gadaño, y se marchó contando volver muy pronto. Pero para ir a la rectoral tenía que pasar por delante del atrio de la iglesia, que es donde se entierra a los muertos. El señor Pedro era religioso y valiente, y había hecho ese mismo recorrido muchas veces sin que ocurriera nada. Había oído contar a sus vecinos historias acerca de espíritus de ultratumba que buscaban hacerle mal al incauto caminante que osaba salir de la protección de su hogar por la noche, pero a él le parecían supersticiones que no tenían fundamento alguno, de modo que siguió su camino sin preocuparse en absoluto por lo que pudiera ocurrir.

Pero sucedió que, en cuanto puso el pie en el primer peldaño de la escalera del cruceiro para subir al atrio, el señor Pedro se quedó repentinamente horrorizado por lo que estaban viendo sus ojos. Ante él se apareció don José, el usurero, vestido con el hábito del Carmen con el que había sido enterrado varios meses atrás, y parecía que de sus ojos y su boca salían vaharadas de fuego.

—¡Avemaría Purísima! —exclamó el señor Pedro, persignándose, y añadió—: Si eres alma del otro mundo, te conjuro en nombre de Dios y de su único Hijo para que te vuelvas a tu sepultura y me dejes el paso libre; y si eres algún espíritu rebelde, que te vayas a sufrir tu merecido castigo en el infierno.

E hizo con el gadaño un círculo a su alrededor y lo agitó en el aire para que al alma en pena no se le ocurriera acercarse. El alma de don José no se movió, pero sí habló a su aterrado vecino.

—No tengas miedo, Pedro, que nada te ha de pasar. Sí, yo soy José, ya veo que me conoces, y te pido perdón por el mal que te he hecho a ti y a otras personas. Por mi ambición, mi deseo de acumular riquezas, fuese como fuese acabó perdiendo mi alma y fui condenado. Pero con este hábito que llevo no puedo entrar en el infierno y tengo que andar penando por el mundo hasta que alguien me lo corte y me permita así cumplir mi merecido castigo.

Y después de decir esto, el fantasma se acercó al señor Pedro y empezó a dar vueltas a su alrededor, pidiéndole que cortara su hábito para librarle de penar por el mundo.

El señor Pedro, dispuesto a cumplir el mandato divino, aprovechó una de las vueltas del fantasma para asestarle un tajo con su gadaño que le rasgó el hábito de arriba abajo. Se oyó entonces un terrible juramento, se abrió el suelo con un ruido estremecedor y las llamas se llevaron el alma de don José antes de que se cerrara el agujero para siempre. Fue tal la impresión que se llevó el señor Pedro que, olvidando el motivo de su visita al señor cura, volvió corriendo a casa, temblando de miedo, y se lo contó todo a su mujer y sus hijos. Estos se quedaron muy sorprendidos tanto por la historia como por su aspecto físico, pues la cabeza del señor Pedro se había cubierto de canas en vez del pelo que antes tenía, y su rostro tenía el color de la muerte y estaba surcado de profundas arrugas.

El señor Pedro se dio cuenta de lo mal que estaba y pidió que le trajeran un confesor. Y después de recibir el viático y de contar su espantosa experiencia, a las doce de la mañana abandonaba este mundo para siempre.

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