domingo, 1 de abril de 2018

La leyenda del mes: La doncella cierva


¡Hola a todos!

Pues empezamos el mes de abril despidiéndonos de la Semana Santa, que este año en mi tierra ha sido pasada por agua. Me ha dado mucha pena que no hayan podido salir las principales procesiones del Jueves y el Viernes Santo, ya que son las más bonitas y emotivas. De todas formas, no habría podido ir a verlas porque me ha tocado trabajar, aunque me hubiera gustado que los demás sí pudieran verlas.

En fin, toca hacer de tripas corazón y encarar el nuevo mes con alegría. Estoy empezando a preparar mis próximas vacaciones que, si no hay mala novedad, serán en mayo. Estoy tan emocionada que me parece que voy a pasar todo el mes fuera de casa. Tengo muchas ganas de tomarme un descanso y dedicarme un poco a mis aficiones, a mis amigos y, por supuesto, a la escritura. Sin duda, un respiro me hará bien y hasta puede que aprenda a ver algunas cosas de otra manera.

Mientras tanto, vayamos a lo que importa, que es la leyenda que os he traído para inaugurar este mes. Esta es una de mis leyendas favoritas, aunque es muy clásica y su final se vislumbra ya desde el principio. Sin embargo, el halo de fantasía que la rodea me parece mágico y fascinante, y espero que a vosotros también os lo parezca.


La doncella cierva




Se dice que hace muchos años, en tierras de Cervantes vivía un señor llamado Froyás en un magnífico castillo. Este señor tenía dos hijos de los cuales se sentía muy contento y orgulloso: un joven llamado Egas y una muchacha llamada Aldara.

Los hermanos se querían mucho y solían salir juntos a cabalgar por las tierras de su padre. Con frecuencia, Egas acompañaba a Aldara al castillo del joven Aras, el hijo de otro señor que vivía en la misma comarca, quien había pedido licencia para poder cortejar a la muchacha, de la que se había enamorado. Y como Aldara le correspondía y sus respectivos padres veían con buenos ojos la relación entre ellos, todo el mundo pensaba que muy pronto habría casamiento en la tierra de Cervantes. La promesa de los jóvenes quedó sellada cuando Aldara recibió de Aras un hermoso anillo de oro con una piedra amarilla.

Pero ocurrió que un día, Aldara no regresó a casa a la hora acostumbrada. Preguntó su padre por ella y preguntó también su hermano, pero nadie supo darles una respuesta. Nadie sabía dónde podía estar Aldara ni qué le había podido ocurrir. Desesperados, Froyás y su hijo no dudaron en interrogar a todos los que vivían en el castillo y los alrededores. De todos los lugareños, solo un ballestero que había estado de guardia en la puerta del castillo dijo que la había visto salir por la tarde, y que le parecía que la muchacha había tomado rumbo al riachuelo que discurría por las cercanías.

Padre e hijo pidieron inmediatamente que se ensillaran sus caballos y los hicieron correr al galope hasta el riachuelo. Ninguno de los dos quería imaginarse la desgracia que allí había podido ocurrir, pero en la cabeza de ambos había cruzado la imagen de la pobre Aldara ahogada y su cadáver siendo arrastrado por la corriente del río. Sin embargo, ambos recorrieron la ribera del río de arriba abajo y no hallaron rastro alguno de Aldara.

Era tal el misterio que rodeaba la desaparición de la chica que se enviaron mensajeros a los señores de las comarcas vecinas pidiendo ayuda. En las labores de búsqueda participó incluso Aras, el desconsolado prometido, que recorrió los bosques durante día y noche con la esperanza de hallar a su amada. Pero nadie la encontró jamás. Todos dieron por supuesto que a la pobre muchacha la había matado un jabalí o tal vez una manada de lobos, por lo que suspendieron la búsqueda al perder toda esperanza de encontrarla con vida.

Años después, andando Egas de cacería, llegó a un bosquecillo donde pretendía dar caza a un urogallo. Una vez cobrada la pieza, y de regreso al castillo, tuvo la ocasión de atisbar un reflejo blanco entre los árboles. Se acercó sigilosamente y en un claro descubrió una hermosa cierva, blanca como la nieve, que brincaba por el bosquecillo sin preocupación alguna.

Egas no tardó mucho en preparar la ballesta y, de un tiro certero, hirió de muerte a la cierva, que cayó sobre la hierba. Egas se acercó a la pieza que acababa de cobrarse y se dio cuenta de que tal vez había cometido una tontería al matar a la cierva, puesto que no tenía los medios para llevarla por sí mismo al castillo de su padre. Entonces, con su cuchillo de monte, cortó una de las patas delanteras de la cierva, la guardó en el zurrón y, fijándose bien en el sitio donde se hallaba, decidió ir al castillo y avisar a los criados para que viniesen a recogerla.

Cuando llegó donde su padre, Egas le contó todo lo que había visto durante su jornada de caza y abrió su zurrón para mostrarle la pata de la cierva que había abatido. Pero su estupor fue indescriptible cuando de la bolsa no cayó una pata de cierva, sino una mano humana; una mano fina, suave y blanca; una mano de doncella hidalga. Y en uno de los dedos de aquella mano relucía un anillo de oro con una piedra amarilla. Era el anillo de Aldara.

Espantados por lo que acababan de descubrir, padre e hijo corrieron hacia el claro donde Egas había hallado a la cierva. Allí estaba, tendida en el suelo, la desdichada Aldara, con un vestido blanco en el que, junto al pecho, una mancha de sangre señalaba el lugar donde su propio hermano la había herido sin saberlo. Y en un brazo le faltaba la mano.


¡Y hasta aquí por hoy, amigos! ¡Nos vemos pronto!

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