viernes, 14 de febrero de 2014

Cuento de Amor


Me hubiera gustado mucho escribir este cuento.

Sé que puede sonar un poco raro. ¿Acaso no me considero escritora (novatilla, pero escritora al fin y al cabo)? ¿Y quién si no ha escrito el cuento que hoy os traigo?

Pues la respuesta es muy sencilla. Oí este cuento hace ya unos cuántos años, viendo un programa de televisión. En el programa, el gran Moncho Borrajo pidió a varios miembros del público que le dijeran un nombre y dos palabras; las elegidas fueron María, carta y rosa. Y con esas tres simples palabras, Moncho Borrajo se sacó un cuento de amor de la manga. Un cuento que en su día me pareció tan bonito y emotivo que me hizo saltar las lágrimas.

Hoy es San Valentín, el día dedicado a los enamorados. Es la ocasión perfecta para traeros este cuento, adaptado de mis recuerdos y quizá un pelín alterado. Me habría gustado volver a oírlo de boca de Moncho Borrajo una vez más, sobre todo porque querría hacerlo lo más exacto posible sin faltar a su esencia, pero no lo he conseguido. He adaptado el cuento lo mejor que he podido; los añadidos, escasísimos, creo que no desvirtuarán esta pequeña adaptación realizada con el más profundo respeto.

¡Feliz San Valentín!


La vida de María era tan normal como ella siempre había imaginado que sería. Creció junto a sus hermanos y hermanas como una más, y siempre supo lo que tenía que hacer y lo que se esperaba de ella. Empezó a trabajar siendo una niña como aprendiza de costurera y, con el paso de los años, ése había terminado siendo su oficio. Nunca fue a la escuela, pues aquellos eran tiempos duros y nunca venían mal dos buenas manos para dedicarlas al trabajo.

Con todo, María no lamentaba su suerte. Cierto que sus hermanos varones habían recibido más atención por parte de sus padres, y con el tiempo consiguieron estudiar una carrera y salir adelante. A ella nunca se le había dado la alternativa de elegir su destino, pero tampoco lo lamentaba. Su escaso sueldo contribuía a mejorar sensiblemente la economía familiar, y para María no había alegría mayor que la de sentirse útil. ¿Qué importaba que no supiera leer ni escribir? Le gustaba ir a trabajar y la rutina en la que vivía la hacía feliz. Con todo, siempre le quedó como una espinita en el corazón.

Cuando María cumplió dieciocho años, su padre le presentó a un joven llamado Gonzalo. Solo era un poco más mayor que ella, pero a María no le causó muy buena impresión. Gonzalo era serio y parecía que no supiera sonreír. Apenas respondió con una leve inclinación de cabeza cuando ella le dijo su nombre. Su apretón de manos, aunque firme, carecía de calor humano.

Pero, a pesar de que a ella no le caía en gracia, Gonzalo empezó a pasar cada vez más tiempo en la casa. Hablaba mucho con su padre por las tardes y todos los domingos estaba presente a la hora de comer. También acompañaba a María a la casa donde trabajaba como costurera, pero ese paseo era tan aburrido que a la joven se le hacía eterno. Gonzalo casi no hablaba y solo respondía lacónicamente si ella le hacía una pregunta.

Por eso, el día que su padre le anunció que iba a casarse con Gonzalo, María tuvo que hacer gala de todo su autodominio para no perder la compostura y echarse a llorar. ¿Cómo iba a convertirse en la esposa de un hombre tan poco agradable? Estaba segura de que él no la quería en realidad, sino que simplemente buscaba una mujer buena y modosa para casarse y formar una familia. Ese deseo no era distinto del de María, pues siempre había querido tener un marido e hijos. Pero no sabía si Gonzalo podía ser un buen esposo para ella. Algo en su interior le decía que estaría cometiendo un error terrible si se casaba con él.

Con todo, la boda se celebró. María dejó la casa donde se había criado y se mudó a un pequeño piso que era propiedad de los abuelos de Gonzalo. Poco tardó María en corroborar sus sospechas de que Gonzalo no era el hombre más hablador del mundo. Nunca le decía nada, ni para bien ni para mal. Al menos eso tenía sus ventajas, ya que así tampoco discutían. Pero María no podía evitar sentirse frustrada. A veces Gonzalo se entretenía leyendo un libro, pero ella no podía hablar de eso con él porque no sabía leer. María ardía en deseos de romper el fuerte muro que la separaba de Gonzalo; tenía ganas de conocer al hombre con el que se había casado. Pero Gonzalo pasaba poco tiempo en casa, pues tenía que atender a su trabajo y solo se veían a las horas de comer. Como hacía falta el dinero, María regresó a su trabajo como costurera, y a Gonzalo le pareció bien; bastante escaseaba el dinero como para dejar un trabajo que aportaba algo, aunque no fuera mucho.

Pronto se estableció una rutina en el matrimonio. María preparaba la comida para Gonzalo, mantenía limpia la casa, trabajaba algunas horas en el obrador… Siempre sucedía lo mismo. Hoy era igual que ayer, y fue así durante los siguientes quince años, en los que María llegó a encontrarse, si no feliz, al menos a gusto con su vida.

Pero entonces, una noche descubrió algo que dio al traste con la poca alegría que sentía. Aquella noche, María regresó a casa un poco más tarde que de costumbre. Su marido ya estaba en casa, quitándose la chaqueta y guardándola en su armario. Cuando María se acercó a él para disculparse por haberse retrasado con la cena, descubrió que él estaba sacando un sobre del bolsillo de su chaqueta. Después de observar el sobre con una sonrisa, lo escondió dentro de una caja junto con una rosa de dulce perfume. María se quedó muy sorprendida por lo que acababa de ver pero, al sentir la severa mirada de Gonzalo sobre ella, no se atrevió a decirle nada. Sin embargo, aquel descubrimiento la llenó de una profunda inquietud.

Al día siguiente, María esperó a que Gonzalo se marchara al trabajo antes de abrir el armario y echar un vistazo. Una parte de ella le decía que no debería estar husmeando entre los secretos de su marido, pero eso era algo que no podía evitar. La sonrisa de Gonzalo no se le quitaba de la cabeza. Era la primera vez en quince años que veía sonreír a su marido. Aquello era tan insólito que, de no haberlo visto ella con sus propios ojos, no se lo habría creído a nadie que se lo contara.

Después de buscar durante un rato, encontró el sobre. Estaba abierto, así que María miró en su interior sin saber lo que iba a encontrar. Pero dentro del sobre no había más que un pliego de papel con algo escrito. María apretó los dientes para no dejar escapar una maldición. Ella no sabía leer, así que no comprendía ni una sola palabra de lo que decía aquella carta. Para María no eran más que garabatos que bailaban ante sus ojos y la mareaban. ¿Qué sabía ella de las letras, Dios mío, si nunca había ido a la escuela? Guardó la carta en su sobre y volvió a dejarlo todo como estaba, agotada y frustrada.

Pero aquello no terminó así. Día tras día, María observaba a su marido volver a casa, quitarse la chaqueta y guardarla en el armario junto con una carta y una rosa fresca. Antes de ocultar las pruebas, daba un beso a la rosa y la guardaba con mimo y cuidado, como si se tratara de algo precioso. María no podía soportar que su esposo le sonriera así a una flor cuando para ella no tenía ni el más leve gesto de cariño. ¿Y de dónde había sacado las rosas? ¿Para quién eran sus flores y sus sonrisas?

La estaba engañando con otra. Fue el primer pensamiento que cruzó por la mente de María, y allí se quedó. Gonzalo se estaba viendo en secreto con otra mujer. Por eso sonreía cuando observaba las rosas. Por eso las guardaba con tanto celo en su armario. Por eso conservaba aquellas cartas de las que nunca le había hablado. María no dejaba de darle vueltas a estas cosas en ningún momento, pero se cuidó de no decirle nada a nadie. Ya se sentía demasiado avergonzada como para andar divulgando su desgracia.

Pero, ¿de qué tenía que avergonzarse? ¿Acaso no era culpa de Gonzalo? Ella había procurado ser una buena esposa para él, y Gonzalo no le respondía más que con murmullos desganados. Nunca le había sonreído como le sonreía a la rosa que seguía trayendo todos los días a casa. María estaba cada vez más segura de que esas rosas eran para su amante, y probablemente las cartas también eran de aquella mujer. Pero no podía enfrentarse a Gonzalo y contarle sus sospechas; él lo negaría todo y ella no podría probar nada porque ni siquiera conocía el contenido de las cartas.

María tomó entonces una decisión: si quería plantarle cara a Gonzalo, tenía que enterarse de lo que decían aquellas cartas. Se planteó la posibilidad de acudir a la maestra del pueblo y pedirle que le leyera una. Pero no podía hacer algo así, pues la vergüenza podía más que ella. Si las cartas hablaban sobre los amores de su marido con otra mujer, no quería que nadie más se enterara. Así pues, solo quedaba una opción: tendría que leer ella misma las cartas.

La maestra del pueblo la recibió y escuchó con gran interés lo que tenía que decirle. María, intentando que su voz no delatase la tristeza que sentía, le explicó que era analfabeta y que quería aprender a leer y escribir. Su marido era muy bueno, le dijo. Se desvivía por hacer bien su trabajo y ella quería ayudarle con el negocio, pero para eso tenía que conocer las letras. Había pensado que podría aprender a escondidas de su marido para darle una sorpresa cuando por fin supiera leer. La maestra encontró muy juiciosa su explicación y aceptó su propuesta.

A partir de aquel día, María acudió todas las tardes, siempre que su trabajo se lo permitía, a la escuela. Allí la esperaba la maestra con sus libros de texto para enseñarle a descifrar su contenido. El aprendizaje de María fue lento, pero cada día avanzaba un poco más. Primero aprendió las vocales, y después todo el alfabeto. La maestra le enseñó que era posible unir unas letras con otras y así formar palabras. María decidió aprenderlas todas. Cada vez que veía a Gonzalo guardando una rosa y una carta en el armario, su resolución aumentaba. Aprendería todas las palabras que hiciera falta; cuando las encontrara escritas en las cartas de Gonzalo, la tristeza que ahora sentía se vería superada por una apabullante sensación de triunfo.

Tanta perseverancia tuvo sus frutos. Al cabo de unos meses, María aprendió a distinguir las letras, a unirlas para formar palabras, a pronunciar las sílabas con menor dificultad. Cuando leyó sin equívocos el texto que la maestra le puso delante, supo que su aprendizaje ya había terminado. Aquella misma noche buscaría las cartas que Gonzalo tanto se obstinaba en esconder, las leería y después le pediría explicaciones. ¿Cómo iba a negar en su cara lo que allí ponía, si ahora ella sabía leer tan bien como él?

Aquella noche, cuando Gonzalo regresó del trabajo, no hizo nada distinto de las otras veces. Antes de guardar la chaqueta en su armario, extrajo una rosa y una carta, y las colocó con cuidado entre sus pertenencias. Después de cenar, se sentó en el sillón para leer un libro. María, con la excusa de poner un poco de orden en sus armarios, aprovechó para sustraer la caja donde guardaba las pruebas mientras Gonzalo leía absorto su libro. Con manos temblorosas, pero sin hacer ruido, María cogió el primer sobre del fajo, lo abrió y desplegó la carta.

Y esto fue lo que leyó:

Mi querida María,

Te he escrito esta carta porque es la única manera que tengo de expresar todo el amor que siento por ti desde que te conocí. Han pasado quince años desde aquel día que nos conocimos en casa de tus padres, cuando apenas éramos unos niños y el mundo era nuevo para nosotros. Había ido a casa de tu padre para llevarle unos libros que él había comprado, y tú apareciste como un sueño. ¡Qué preciosa me pareciste entonces! Cuando me dijiste tu nombre, tu voz sonó como música en mis oídos. Intenté hablarte, pero mi lengua se quedó trabada y no pude pronunciar palabra. ¿Cómo se le habla a un ángel, María? ¿Puedes imaginar la impresión que me causó mirarte y oír tu voz? Hasta aquel momento, creía que lo había tenido todo y que la vida no podía darme mucho más. Qué equivocado estaba.

Cuando te vi por primera vez, comprendí que tú eras todo lo que siempre había deseado.  Te amé desde el primer momento. Me habría gustado poder decírtelo durante nuestros paseos, cuando te acompañaba al lugar donde trabajabas, pero estaba demasiado abrumado y no me atrevía a hablar. ¡Si supieras cuántas veces me lo he reprochado después, María! Estoy seguro de que pensabas que estaba enfadado o aburrido, pero nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que me sentía tan pobre y pequeño a tu lado que no me atrevía a mirarte. Sabía que tú te merecías todo lo mejor del mundo, y yo no tenía derecho ni a rozar la punta de tus cabellos. Si quería tener una oportunidad de llegar a tu corazón, tendría que esforzarme por ser merecedor de ti. Cuando le pedí a tu padre que me dejara ser tu marido, no pude creer mi buena fortuna cuando me dijo que sí y que tú estabas de acuerdo.

Pero aquella no era toda la verdad, ¿no es cierto? Tu padre exageró las cosas. Tú no me amabas de la misma manera que yo a ti. Seguramente estabas aterrada, pensando quién sabe qué cosas sobre el marido que te había tocado en suerte. Y yo me hice querer tan poco… He sido muy egoísta, María. Pensaba que con tenerte a mi lado sería suficiente para que te fijaras en mí y me amaras. No tardé en comprender lo poco que tenía que ofrecer a una mujer tan tierna y maravillosa como tú. Si quería que me amaras, tendría que hacer méritos. Tenía que darte algo que tú no tuvieras o que nadie más pudiera darte. Observaba cómo te acercabas a mí cuando leía y adiviné que tal vez tenías ganas de conversar conmigo acerca de mis libros. Pero no sabías leer y no encontrabas ningún incentivo para aprender a hacerlo. Ahí fue donde vi mi oportunidad de hacer algo por ti: Conseguiría que aprendieras a leer.

Me resultó muy difícil llevar a cabo esta mascarada, María, y soy consciente del daño que he podido causarte. Quiero pedirte perdón por lo mal que te lo he hecho pasar. Quería que aprendieras a leer, y esta fue la única solución que se me ocurrió. Viendo mi comportamiento estos últimos meses, seguramente pensaste que me estaba encontrando con otra mujer a tus espaldas. Pero no tienes nada que temer, amor mío. Para mí no hay más mujer que tú y no habrá ninguna otra mientras viva.

Si estás leyendo esto es porque has encontrado la caja donde escondo las cartas y las flores. Que no te preocupe estar metiéndote en mis asuntos: todo lo que contiene esta caja es tuyo. Las cartas están dirigidas a ti y en ellas te escribo lo feliz que soy de poder estar contigo. En la caja también he guardado cada día una rosa para ti. El día que sepas leer esta carta, tal vez yo haya aprendido a reunir el valor suficiente como para dártelas y confesarte todo lo que siento por ti, lo maravillosa que eres y lo dichoso que he sido todos estos años a tu lado. Y, si puedes perdonarme por haber sido tan frío contigo, te prometo que te lo compensaré con creces y te demostraré mi amor como bien te mereces.

Sigo siendo tu amante esposo,

Gonzalo


El estupor que sintió María al terminar de leer la carta no es posible describirlo con palabras. Creyó al principio que había leído mal y que había malinterpretado el contenido de la carta. Después se dijo que nada tenía pies ni cabeza. Su corazón latía enloquecido, sintió cómo se ruborizaban sus mejillas y, finalmente, sin saber por qué, se echó a llorar.

Gonzalo no la estaba engañando con otra mujer. El resto de sus cartas corroboraba sus palabras. Al leerlas, María fue consciente por primera vez de cuánto la amaba su marido y lo mucho que le costaba manifestar sus sentimientos. Jamás se había imaginado que su marido, con el que llevaba casada quince años, pudiera quererla tanto. ¡Y pensar que ella jamás lo había sospechado! Ella había pensado que tal vez la culpa fuera suya, pero no había ni una sola palabra de reproche en las cartas de Gonzalo; allí no había más que amor.

María se echó a reír sin poder evitarlo. Reía en medio de un mar de lágrimas, presa de una felicidad que nunca había experimentado antes. Se puso en pie y, con las cartas aún en la mano, buscó a Gonzalo. Él seguía sentado en el sillón con un libro en el regazo. Cuando levantó la vista y observó a María llorando y riendo, con sus cartas abiertas, oliendo a rosas… comprendió lo que había sucedido. En su rostro se dibujó una cálida sonrisa que hizo suspirar a María de alivio y amor.

Se echó en los brazos de su marido, que la recibió con cariño y calidez. María escuchó los latidos de su corazón y cerró los ojos. Era la primera vez que se sentía en paz con él.

-Sabes que te quiero, ¿verdad? –dijo Gonzalo en voz baja, como era costumbre en él.


-Sí –respondió María, sonriendo -. Ahora sí.


3 comentarios:

  1. Es una historia muy bonita, muy curiosa, que hoy (afortunadamente) también es anacrónica porque tiene el sabor de otra época: de unos tiempos en los que a los hombres se les educaba desde pequeñitos para que no mostraran sus sentimientos porque el romanticismo y las palabras de amor eran cursiladas femeninas y no "cosa de hombres". El relato evidentemente exagera un poco estas cosas, pero creo que lo bonito es quedarse con la moraleja: que hay que decirle a tu pareja lo que realmente sientes por ella por mucha vergüenza que te dé, porque es imposible que la otra persona lo sepa sin que tú se lo digas.
    Por último, tengo que decir que este relato me ha recordado a una bonita canción, también de época, llamada "Un ramillete de violetas" (o algo así), acerca de una mujer insatisfecha con un marido aburrido e insulso que jamás le dice una palabra de amor. Hasta que un día comienza a recibir ramilletes de violetas como regalo de un apasionado admirador, que se niega a dejarse ver. la mujer sueña todos los días con ese amante misterioso que la adora desde la distancia... hasta que un día descubre que no es otro que su propio marido, que como no se atreve a decirle cara a cara lo que siente utiliza ese método para declararle su amor.

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  2. Me alegro de que te haya gustado! La época en que quise encuadrarlo oscila entre los años 30 o 40, cuando el analfabetismo era habitual. Aunque en algunas novelas de esa época pongan a los hombres como súper apasionados, lo cierto es que no era así. Ser tierno y sensible no era propio de un "macho".

    Temo haber sido un poco exagerada... Las historias de amor puede que no sean lo mío :-P

    La canción de la que hablas es de la cantante Jeanette, una de las más bonitas que he oído nunca. Ojalá hoy en día se compusieran canciones así de bonita...

    Gracias por comentar!!

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