jueves, 12 de mayo de 2016

Corazón de ángel






I


La derrota era inminente. María le había plantado cara a su enfermedad durante dos largos años; su corazón estaba fallando y mostraba signos de gran debilidad, pero María había luchado con valor y se había sometido a todos los tratamientos sin perder jamás la esperanza. Una intensa batalla de dos años que iba a culminar con la peor de las injusticias, pues los médicos dijeron que la niña no llegaría a la mayoría de edad.
Sus padres habían ido a comer a la cafetería del hospital. María sabía que los dos habían estado llorando pero, aunque hubiera querido verles felices, comprendía que no podía pedirles que sonrieran para ella. Cada vez que les preguntaba cómo era el Cielo, veía en sus rostros tal expresión de tristeza que María no se atrevía a preguntarles más por no ahondar en la herida.
En realidad, la única criatura con la que podía compartir sus sentimientos era su ángel, que estaba sentado en una butaca junto a ella y velaba sus horas de sueño con una sonrisa beatífica en los labios.


II

María se despertó al sentir en sus párpados la caricia de los últimos rayos de sol del día. Al tratar de incorporarse, una fuerte presión en su pecho la dejó sin aliento y cayó de nuevo en la cama sintiendo que la vida se le escapaba sin remedio. María recorrió la habitación con la mirada, pero no encontró a sus padres. A quien sí vio fue a su ángel, que no se había movido de la butaca en la que acostumbraba a sentarse para hablar con ella. Pero esta vez María le notó distinto. No le dedicó su habitual sonrisa luminosa; al contrario, sus ojos de plata dejaban traslucir una inmensa tristeza.
María no necesitó palabras para comprenderlo todo.
—Ya ha llegado mi hora, ¿verdad?
El ángel hizo una leve inclinación de cabeza.
—Sí, pequeña —dijo, y su voz sonó clara como una campanilla de cristal—. Siento mucho tener que decírtelo, pero me pediste que no te lo ocultara. Lo lamento, María.
—Oh, no pasa nada —replicó la niña, sonriendo—. Ya sabía que este momento llegaría algún día.
María hizo un esfuerzo por levantarse otra vez, pero estaba tan débil que tuvo que pedirle a su ángel que la ayudara a sentarse en la cama. Una vez hecho lo más difícil, María pudo ponerse de pie y caminar los pocos pasos que la separaban de la ventana desde la que podía contemplar el bullicio de la ciudad y, al fondo, el mar azul e infinito. Apoyó su rostro sobre las manos para poder contemplar ese paisaje por última vez.
—¿Sabes una cosa? —musitó, dirigiéndose al ángel—. Siempre que miro el mar pienso si, cuando muera, podría convertirme en una gaviota. No me gustaría que me enterraran y tampoco quiero que me incineren. Quiero que me salgan alas para poder volar. Me gustaría mucho ver todo el mundo desde el cielo pero, sobre todo, ver el mar más de cerca. Eso es lo único que quiero. Pero supongo que ahora no tiene sentido… —añadió en tono triste.
El ángel escuchó en silencio el último deseo de la niña. Conmovido por la sencillez de su petición, decidió hacer algo para facilitar el tránsito de su alma al otro lado de la Última Puerta. Quizá no entrara en sus competencias el hacer algo así. Quizá se estaba tomando demasiadas libertades al disponer del alma de una niña enferma. Pero aunque así fuese, al ángel no le importaba; su conciencia estaba tranquila.
—Ya es la hora, María —anunció sin más prolegómenos.
La niña acudió junto al ángel y aguardó a que ocurriera algo. A pesar de que estaba preparada para abandonar el mundo, se sentía nerviosa. Por mucho que se imaginara cómo era la muerte, María no tenía ni idea de cómo iba a suceder. ¿Sería rápido? ¿Le causaría algún dolor? Su cuerpo empezó a estremecerse de miedo y los latidos de su débil corazón se aceleraron. Pero en cuanto el ángel la tomó de la mano, todos sus temores desaparecieron y se disolvieron como el azúcar.
—Tranquila, no te va a doler —dijo el ángel, llevándose la mano de María al pecho—. Cierra los ojos, pequeña, y concéntrate en los sonidos que percibirás. ¿Los oyes?
María obedeció, pero se llevó una gran sorpresa al oír los latidos del corazón del ángel; ella no tenía ni idea de que los ángeles tuviesen corazón. Poco a poco, se dejó acunar por aquel sonido suave y tranquilizador. Y se dio cuenta de que, cuanto más fuerte sentía los latidos del corazón del ángel, más despacio latía su propio corazón. Y así hasta que la niña, sin fuerzas ya, exhaló su último aliento. Su ángel la tomó en brazos y la acostó con cuidado sobre la cama.
Minutos más tarde, cuando sus padres entraron en la habitación, se quedaron de piedra. Su hija no estaba en la cama. Llamaron a las enfermeras, advirtieron a todo el mundo de la desaparición de su hija, pero nunca pudieron encontrar a María. Se había desvanecido sin dejar ni rastro.

A excepción de las tres plumas de gaviota que se encontraron en su almohada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario