jueves, 3 de octubre de 2013

Vagando por la Historia: Belleza e Higiene en la antigua Roma



La Historia no consiste solamente en aprenderse de memoria una larga lista de fechas y nombres de personajes célebres. La Historia también la forman los pequeños detalles, aquellos actos cotidianos que llevamos a cabo con toda normalidad. Desde siempre se ha creído que solo las grandes hazañas tenían el derecho de figurar en los anales y pasar a la Historia, pero hoy en día sabemos que eso no es así. Incluso me atrevería a afirmar que todo lo que hacemos hoy en día, ya sea en casa o en el trabajo, pasará a la Historia algún día o podría ser objeto de estudio para generaciones venideras.

No obstante, dudo mucho que los ciudadanos de la antigua Roma pensaran que sus hábitos de belleza y cuidado del cuerpo fueran del interés del hombre del siglo XXI. Pero es en estos detalles donde vemos cómo éramos antes y comprobamos, a veces con asombro, que las cosas no han cambiado tanto como pensábamos y que ya está todo inventado.

Acompañadme en este corto viaje por la higiene y la belleza tal y como la veían los romanos del siglo primero y siguientes.



Hábitos convertidos en placer

Del mismo modo que ahora la moda viene de París, antiguamente la moda provenía de Grecia. Fue en Grecia donde se generalizó el baño doméstico, que más tarde extendió su influencia a Roma, donde se convertiría en una de las formas más sofisticadas de higiene personal. Para los griegos, el baño constituía un complemento del gimnasio; era rápido y tenía un efecto vigorizante sobre los atletas. Como el uso del agua caliente se consideraba algo afeminado, los griegos realizaban sus baños con agua fría, ya que se concebía como una práctica para los atletas y no estaba pensada para su disfrute.

En Roma, en cambio, el baño era una forma de relajación que poco a poco se convirtió en un deber social que se llevaba a cabo de forma colectiva. El aseo personal y la salud eran las dos caras de una misma moneda. Es en esta época cuando surge el término sanitas, “salud a través de la higiene”, o la célebre frase mens sana in corpore sano, acuñada por el poeta Juvenal entre los siglos I y II.


Punto de encuentro

En el siglo II a. C. se popularizaron en Roma los baños privados y empezó a instalarse agua caliente en los domicilios. Los ciudadanos acomodados tenían bañeras en sus casas, mientras que los ciudadanos más humildes tenían que recurrir a los baños públicos. En cualquier caso, tanto ricos como pobres acudían a estos balnearios, en los que intercambiaban con sus conocidos noticias y cotilleos. Se llegó a acudir tanto a los baños públicos que muchos autores coinciden en que esta práctica se debía, más que a motivos de salud, al placer que suponía. Esto explicaría el hecho de que los filósofos y, más tarde, los cristianos, rechazaran esta costumbre por considerarla impúdica y se limitaran a bañarse una o dos veces al mes.

El culto al baño llevó a los romanos a dedicarle grandes esfuerzos económicos, con la construcción de inmensos espacios edificados por los mejores arquitectos. Las instalaciones del balneario disponían de varios recintos para cumplimentar el ritual del baño. Alrededor de la una de la tarde, la campana llamaba para anunciar que el agua estaba caliente. Los clientes entraban y pagaban su cuota correspondiente (quadrans). Una vez dentro del recinto, podían jugar un partido de pelota en el sphaeristerium para entrar en calor. A continuación se introducían en el tepidarium, una habitación moderadamente caldeada donde se sudaba un poco con la ropa todavía puesta. Después podían desnudarse en el apodysterium y allí eran untados con aceite. El cliente podía llevar sus propios aceites especiales y ungüentos si lo deseaba.




Después de estas friegas, se entraba luego en el caldarium o cámara caliente, donde se sudaba en abundancia, y después se pasaba un tiempo en el laconium, un lugar caldeado situado encima del hypocaustum o caldera. Esta caldera contaba con un regulador que controlaba la temperatura del agua. Para ahorrar combustible, los depósitos estaban conectados de modo que, tan pronto como salía el agua caliente, era sustituida por la templada y luego por la fría, que era el orden en el que se debían utilizar.

Una vez terminado el proceso, el cliente se friccionaba el cuerpo con un strigil, un utensilio metálico con forma curva; este instrumento servía para retirar los restos desprendidos de la piel. Luego se pasaba una esponja, se le untaba de nuevo con aceite y podía terminar zambulléndose en el agua fría del frigidarium antes de ir a sentarse o dar un paseo. Los baños permanecían abiertos hasta que oscurecía, aunque los últimos emperadores ordenaron que los iluminasen también por la noche. Lo más común era bañarse antes de la cena, pero los más aficionados permanecían toda la tarde en remojo y no abandonaban el agua más que para tomar un refrigerio.

Los grandes balnearios recibieron el nombre de termas. Las más famosas fueron las de Caracalla, que deben su nombre al emperador que las mandó construir entre el 206 y el 217 para disfrute de sus ciudadanos. Por estas termas pasaban a diario más de dos mil personas, récord que solo fue superado por la grandiosidad de las termas de Diocleciano, construidas hacia el año 300.

Las termas comprendían, además de los baños, una serie de patios con pórticos y jardines, y un gran número de salas destinadas a ejercicios gimnásticos, juegos y lectura, e incluso puntos para reunirse a comer y cenar. Estaban perfectamente organizadas. Aparte del orden de los baños, se regulaba la separación por sexos en distintos departamentos o en diferentes horarios, y la custodia de los objetos personales por el capsarius, un mozo encargado del guardarropa. Más adelante se pusieron de moda los baños mixtos, una costumbre que duró hasta bien entrado el inicio de la era cristiana, cuando la Iglesia empezó a dictar normas restrictivas por temor a la promiscuidad.

Con el tiempo, el gusto de los romanos por el baño derivó en auténtico vicio. A pesar de las prohibiciones decretadas por los emperadores Adriano, Marco Aurelio y Alejandro Severo, los placeres sexuales empezaron a hacer acto de presencia en los baños públicos. Por otro lado, el abuso del agua por parte de los bañistas más fervientes dio lugar a la aparición de hongos, eczemas y otras raras enfermedades de la piel, por lo que la asistencia a los baños tuvo que moderarse.


Del baño al tocador

Para el embellecimiento personal, los romanos contaban con todo tipo de ungüentos, perfumes y utensilios, de los que dan testimonio la literatura y los hallazgos arqueológicos. Las civilizaciones de la Antigüedad cuidaban sus dientes utilizando pastas dentífricas a base de plantas y plumas de buitre o púas de puerco espín. El cuidado del cabello tenía una especial relevancia. Sufría las modificaciones propias de la moda, pero también las que eran impuestas por los distintos rituales que existían en torno al mismo. Los jóvenes acostumbraban a ofrendar su primera barba a una divinidad en una ceremonia familiar conocida como depositio barbae. Tras la pérdida de esta primera barba, la dejaban crecer hasta la aparición de las primeras canas.

En la antigua Roma era común dejarse crecer la barba y el pelo. La melena y la barba eran signos de prestigio social. Los romanos solo se rasuraban el pelo como símbolo de humillación. Esta práctica también se aplicaba a las mujeres que mantenían relaciones amorosas con el enemigo. A partir del siglo III a. C., probablemente por influencia griega, comenzaron a cortarse el pelo y a afeitarse. Se cuenta que la razón por la que Julio César ostentaba orgulloso su famosa corona de laurel no era otra que la de disimular su calvicie, aunque antes tuvo que solicitar el correspondiente permiso al Senado.




Entre las mujeres nunca estuvo de moda el pelo corto. Las más jóvenes lo llevaban recogido y anudado en la nuca. Las mujeres casadas que contaban con medios para hacerlo, lucían espectaculares peinados gracias a la utilización de rizos, postizos, pelucas y tintes especiales. Fue tal la importancia del peinado que, en ocasiones, cuando se esculpía un busto, el artista tallaba el peinado en una pieza de mármol aparte para que se pudiera cambiar según la tendencia del momento.

Si durante la República el peinado femenino había mantenido una gran sencillez, llegó a alcanzar su máxima sofisticación en la época de los emperadores Flavios, cuando los rizos de gran volumen provocaron auténtico furor y se recurrió a la utilización de cintas, flores y mallas bordadas a modo de adorno. Para arreglarse el cabello contaban con peines de madera, hueso, plata o marfil. Y los recogidos se elaboraban con agujas y punzones de variados diseños. Los ciudadanos de categoría solían tener un esclavo, el tonsor, dedicado a las tareas de peluquería. Pero también había peluquerías públicas, las tonstrinae, con peinadoras u ornatrix.

Pero lo que causaba verdadera obsesión era el pelo rubio. Cuando César regresó de sus conquistas por territorios germanos, trajo consigo esclavos que sorprendieron por el tono rubio de sus cabellos. Tenía especial atractivo para las mujeres romanas, que no dudaron en teñirse el cabello con potasio y aceites que contenían pétalos y flores amarillas.

El maquillaje fue frecuente entre los romanos de ambos sexos. Las mujeres se aplicaban colorete, carmín y tonos rosados y blancos en los párpados. El color negro que se aplicaban en las pestañas se lograba a partir de moscas y de huevos de hormiga machacados. Los varones en algunas ocasiones se maquillaban los ojos, las cejas y los párpados. La depilación era frecuente entre las mujeres, para la que se usaba una pomada realizada con resinas y miel. Para disimular las temidas arrugas, los romanos utilizaron una mezcla de harina de habas con caracoles secados al sol y pulverizados. La emperatriz Sabina Popea, segunda esposa de Nerón, utilizaba como crema antiarrugas la denominada masca popea: una mascarilla de harina con leche de burra y miel.

Otra de las obsesiones de la mujer romana era la de adquirir la blanca piel de sus esclavas germanas, lo que las llevó a maquillarse con una mezcla de yeso, harina de habas, tiza y albayalde. Como el resultado era contrario al esperado, porque al contacto con el sol la piel se oscurecía, se abandonó pronto este compuesto.




En el aseo diario, el romano empleaba dentífricos y una amplia gama de perfumes, ungüentos y desodorantes para las axilas y los pies elaborados con rosas, azafrán, azucenas, lirios y nardos. Estos productos eran importados desde Oriente y se podían adquirir en las tabernae unguentariae. Los perfumes más solicitados fueron el cromicus, una mezcla de azafrán, mirra, alheña, junco, láudano y estoraque; y el rhodinium, elaborado a base de rosas.

El romano entendía y practicaba el sentido de la higiene corporal siempre desde su talante colectivo y desinhibido. Subsisten pruebas de ello. Por ejemplo, en las ruinas de Pompeya, Herculano y Cartago se han encontrado los modelos de ese colectivismo higiénico: una gran mesa de piedra semicircular con hasta doce grandes orificios y un canalillo anexo a cada uno, lo que revela que los romanos hacían sus necesidades juntos. En el hogar tampoco se conocía el pudor. El orinal era un utensilio habitual en las casas de los ciudadanos adinerados: un esclavo lo llevaba cuando el dueño o uno de sus invitados necesitaba usarlo.

Esta visión de la higiene y la belleza empezó a extinguirse hacia el siglo IV, con el declive del Imperio Romano. Los invasores bárbaros destruyeron la mayoría de las termas, aquellos magníficos espacios revestidos de azulejos. De la pasión por el baño ha quedado constancia a lo largo y ancho del Imperio. Muchas de aquellas construcciones han llegado hasta nosotros, y algunas incluso continúan funcionando. En la Hispania romana, por ejemplo, se conservan las de Alange (Badajoz), Arcolea y Arva (Cáceres), Bigastro (Alicante) y Calafell (Barcelona). En el transcurso de la Edad Media, el baño y la higiene adquirieron una nueva significación.


Espero que os haya sido útil! Nos vemos en el siguiente post!


3 comentarios:

  1. Muy interesante la entrada. Aunque, la verdad, una se pregunta hasta qué punto eran higiénicas esas termas, teniendo en cuenta que se bañaban colectivamente, sin jabón, y después de haber sudado y haberse untado con aceite. Menudo caldo de cultivo debían ser esas piscinas... XD

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    1. Bueno, los romanos eran muy pijos para el agua. En algunas termas se estaba cambiando continuamente, así que había "cierta" limpieza. A mí lo que me parece más preocupante es lo de los hongos en la piel. Si yo en el mar no puedo estar más de una hora, imagínate cómo estarían los romanos toda la santa tarde metidos en remojo!! Y después a darse banquetes!! Así da gusto, oye.

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  2. Yo soy una activista lesbiana venezolana, y no me gusta bañarme, solo lo hago una vez al mes, eso produce enfermedad. elida aponte sanchez

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