martes, 22 de octubre de 2013

Vagando por la Historia (del terror): El club de los chupasangres


Siempre he creído que, la mayoría de las veces, la realidad supera a la ficción. Muchos escritores del género de terror se devanan los sesos tratando de pensar en un buen argumento para sus historias, un argumento que deje a los lectores helados de miedo. Por eso se inventan grandes masacres sangrientas, asesinos en serie despiadados y finales que nos dejan una sensación de frío mortal en la columna. Pero, ¿y si os dijera que las mayores atrocidades han sucedido de verdad y, lo que es peor, podrían volver a suceder si no tenemos cuidado?

Para probar esto, mi mejor argumento es la Historia, donde se guarda de todo. Hoy os traigo las biografías de dos personajes muy conocidos por todos nosotros por su maldad, por sus crímenes y por su adicción a la sangre, no en sentido comestible, sino más bien en un sentido de éxtasis salvaje. Aquí están dos de los peores asesinos que ha visto este mundo, un hombre y una mujer: Vlad III Draculea y Elisabeth Bathory.



Vlad III Draculea





Más de cinco siglos después de su muerte, la persona del príncipe valaco Vlad III Tepes, el Empalador, sigue oscurecida por el velo de los mitos. A la imagen de él que tenemos hoy en día tenemos que deberle mucho al escritor Bram Stoker cuando publicó en 1897 su novela Drácula. Fue tal el éxito de esta obra que el famoso conde vampiro acabó confundiéndose con el Drácula original, el príncipe que en el siglo XV gobernó con mano de hierro Valaquia, la cuna de la actual Rumanía.


A inicios del siglo XV, el voivoda (príncipe) de Valaquia era Mircea el Viejo, abuelo de Tepes, quien sostenía la independencia de sus territorios manteniendo un complicado sistema de alianzas con el emperador Segismundo, al mismo tiempo que pagaba el tributo al Sultán. Pero al morir Mircea el Viejo en 1418, se produjo el conflicto hereditario entre su hijo ilegítimo Vlad y su sobrino Dan, del que este último salió triunfante. Desengañado, Vlad se retiró a Sighisoara, en Transilvania, donde en 1431 nacería su hijo Vlad. Ese mismo año, Vlad padre viajó a Nüremberg para ser ordenado caballero de la Orden del Dragón, una milicia noble creada para hacer frente a los turcos. Orgulloso del título, a partir de ese momento se hará llamar Vlad Dracul (Vlad el Dragón). Su hijo pasará entonces a llamarse Vlad Draculea, hijo de Dracul.


Vlad tuvo dos hermanos, Mircea y Radu, y la familia permaneció en Sighisoara hasta que en 1436 Vlad Dracul se trasladó a Tirgoviste, convertido por fin en voivoda de Valaquia. El Emperador había muerto y Vlad Dracul buscó la neutralidad con los turcos. Para asegurarse su fidelidad, el Sultán le pidió como rehenes a sus hijos menores, Vlad y Radu. Ambos estuvieron retenidos siete años en Turquía, y durante ese tiempo vivieron con el miedo a perder la vida en cualquier momento.


Vlad, muy diestro en el manejo de las armas, aprendió las tácticas marciales otomanas y tuvo oportunidad de familiarizarse con un castigo cruel y terrible que se aplicaba entre los turcos y otros pueblos de Asia: el empalamiento. Es muy posible que esto le afectara psicológicamente para toda la vida, y la cosa no mejoró cuando en 1448 fue liberado y volvió a Valaquia, pues allí le esperaba otra tragedia personal: los nobles boyardos habían asesinado a golpes a su padre y habían enterrado vivo a su hermano Mircea.


No obstante, Vlad consiguió manejarse bien dentro del cambiante panorama político de la época. Con el apoyo de los turcos, recobró el cargo de su padre, aunque brevemente, pues el voivoda Vladislav II, con el respaldo de los húngaros, le expulsó. Eso no fue óbice para que Vlad Draculea desfalleciera; las crónicas relatan que tres veces conquistó el principado y tres veces lo perdió. En la última campaña que llevó a cabo, abandonado por los turcos, realizó un acercamiento a los húngaros, olvidando el hecho de que en el pasado habían asesinado a sus parientes. En 1456, aprovechando un descuido de los húngaros, invadió Valaquia y fue nombrado voivoda.


La tarea prioritaria de Vlad Draculea fue la de consolidar su posición, y eso implicaba quebrar el poder político de los nobles boyardos, interesados en fomentar la discordia civil para proteger sus intereses. Draculea actuó sin piedad contra ellos y contra cualquiera que amenazara con quitarle el trono. Tres años después de ser proclamado príncipe reinante, llevó a cabo la venganza por la muerte de su padre y su hermano: Invitó a los boyardos a un banquete en su palacio de Tirgoviste, donde el vino y los manjares corrieron sin freno. Cuando la fiesta llegó a su máximo apogeo, los soldados de Draculea irrumpieron en la sala, prendieron a todos cuantos estaban en el banquete y colocaron sus cuerpos empalados por toda la ciudad. De ahí vino el apodo que llevaría toda la vida y que daría buena idea de sus inclinaciones punitivas: Tepes, el Empalador.


Mientras tuvo el poder, Vlad Tepes democratizó la crueldad. No distinguió entre nobles y plebeyos a la hora de infundir el terror, y en eso basó su dominio. Del pavor que provocaba entre sus súbditos nos da una idea esta anécdota. En cierto lugar donde había un manantial de agua fresca, puso una copa de oro para que la utilizaran los que acudían a beber, y nadie se atrevió a robarla mientras él vivió. De su concepción del valor también se han conservado testimonios. Un relato de la época cuenta que, tras el ataque a un campamento turco, Vlad pasó revista a sus tropas. A los que estaban heridos en el pecho y en la cara les felicitó, pero a los que tenían heridas en la espalda los empaló. Luego volvió a cargar contra los turcos, pero antes advirtió así a sus soldados: “Quien tema a la muerte, que no venga conmigo”.


Los conflictos que mantuvo con el sultanato estallaron finalmente en un enfrentamiento abierto. La guerra comenzó en el invierno de 1461, y el primero en cargar fue Tepes, que se apoderó de algunas fortalezas otomanas a lo largo del Danubio. En una carta dirigida al rey húngaro Matías Corvino, afirma que había acabado con las vidas de más de 20.000 personas. La respuesta otomana no se hizo esperar, y un ejército capitaneado por el propio sultán Mehmed II atacó Valaquia. Vlad había previsto el ataque y, como no contaba con la ventaja numérica, se retiró a los bosques cercanos mientras practicaba la táctica de la tierra quemada para desconcertar a los turcos. Ordenó a la población abandonar sus aldeas y refugiarse en bosques y montañas llevando consigo cualquier cosa que pudiera serle útil al enemigo; todo lo que quedara atrás sería incendiado. Incluso se infiltraron enfermos contagiosos en los campamentos enemigos para extender epidemias. Vlad Tepes adoptó la guerra de guerrillas y no dio tregua a los turcos.





En la noche del 17 de junio de 1462, Tepes atacó por sorpresa el campamento otomano y trató de matar al Sultán, pero finalmente no pudo hacerlo. Los valacos se retiraron después de causar muchas bajas entre las filas turcas, pero eso no detuvo el avance del Sultán, que llegó a las puertas de Tirgoviste, la capital del principado. Allí le esperaba un terrible espectáculo: la macabra escena de un bosque de empalados. Veinte mil personas (valacos en su mayoría, sajones, prisioneros turcos…), en algunos casos todavía gimientes, colgaban de estacas clavadas en la tierra. El Sultán dijo que no podía combatir al diablo, ni conquistar un país regido por un hombre que era tan cruel con sus súbditos sin que éstos le abandonasen. Los turcos, descorazonados, emprendieron poco después la retirada.


Pero la guerra no había terminado. Finalmente, la poderosa maquinaria de guerra del sultanato arrinconó a Vlad Tepes. La intercepción de unas cartas hizo sospechar a los húngaros que pensaba cambiar de bando nuevamente. A todo esto se debe sumar que el horror que causó entre los suyos finalmente consiguió aislarle de posibles aliados. Sea como fuere, el caso es que Vlad acudió a Buda para solicitar ayuda y fue detenido y recluido en Pest. En esta ciudad estuvo retenido entre 1462 y 1476. Era un rehén, pero sus condiciones de cautiverio no eran duras. Es más, el rey gustaba de mostrarlo a sus visitas como una especie de curiosidad. La cambiante política le dio una nueva oportunidad: a la caída de Constantinopla en 1453, Vlad recibió un ejército e invadió de nuevo Valaquia, y en 1476 se hizo otra vez con el título de voivoda. Pero poco habría de durarle la alegría, pues a finales de año murió cerca de Bucarest. Las fuentes no se ponen de acuerdo sobre cómo fue su final, pero hay tres posibilidades: o murió combatiendo, o fue confundido por una unidad cristiana, o le degollaron unos sicarios. Lo que sí se conoce es lo que pasó después: Decapitaron su cadáver, enviaron la cabeza a Estambul y el cuerpo recibió sepultura en el monasterio de Snajov.


Así terminó sus días Vlad Tepes Draculea. En su haber se cuentan unas 100.000 ejecuciones, un porcentaje tremendamente alto si tenemos en cuenta que el país contaba con medio millón de habitantes en aquella época. De su sevicia nos quedan testimonios realmente estremecedores, y no solo en tiempos de guerra. A un emisario que no se descubrió ante él le clavó el sombrero a la cabeza. Tampoco entendía de etnias o razas. Trató a los gitanos igual que a príncipes: reunió a una de sus comunidades, asó vivos a dos de sus miembros y al resto les dio a escoger entre la parrilla o el ejército.



Elisabeth Bathory (1560-1614)






Elisabeth Bathory descendía de un importante linaje de condes que habían tenido gran influencia política en la breve Transilvania independiente. Era condesa, y los suyos pertenecían a uno de los linajes más poderosos y antiguos de las zonas de Rumania, Hungría y Croacia del siglo XVI. Pero hay que añadir que en la familia Bathory se hallaban algunos de los personajes más dantescos que se pueda imaginar. Ella padecía unas terribles migrañas que desencadenaban accesos de furia irrefrenable y que la convirtieron en una adicta a las drogas para paliar sus efectos; su hermano István era un sádico; su tío, también llamado István, estaba completamente loco; su tía Klara asesinó a sus cuatro maridos y a varios amantes; su primo Gábor cometió incesto con su hermana; y varios miembros más de la familia eran epilépticos.


Elisabeth nació en Nyrbáthor, en Hungría, alrededor de 1560. Su madre era hermana del rey de Polonia, Esteban I Bathory. De niña quedó huérfana y fue prometida al conde Ferencz Nadasdy, con cuya familia se fue a vivir para criarse en el ambiente del que sería su esposo. Entre sus pasatiempos favoritos estaban la caza y la hípica y, a medida que fue creciendo, aprendió a hablar cuatro idiomas, a usar esencias para el cuerpo y a bailar. Pero también es en esta época cuando se empiezan a ver rasgos en su carácter que demuestran que algo no iba bien en su cabeza, ya que tenía por costumbre intentar despeñar a sus primos por la montaña mientras jugaban con trineos. Cuando cumplió quince años, contrajo matrimonio con el conde, con quien tuvo cuatro hijos: tres niñas y un niño.


Pero Elisabeth no estaba hecha para la maternidad ni para el matrimonio. Apartó de ella a sus hijos y, cuando su marido falleció de una enfermedad en mitad de la batalla contra los otomanos, dio rienda suelta a su ferocidad. Para sus desvaríos, se rodeó de un grupo de engendros que formaban una auténtica corte de los horrores: una bruja llamada Darvulia (que falleció y fue sustituida por otra de igual maldad, Ezna), dos sirvientas llamadas Jó Ilona y Dorko, y un tullido que en principio había sido contratado para ser el bufón de la corte, Ficzkó. Estos cuatro desalmados se encargaban de atraer a jóvenes campesinas vírgenes al castillo condal, encandilándolas con la promesa de un trabajo muy bien remunerado. Pero una vez allí, las muchachas eran encerradas para posteriormente ser sometidas a atroces sesiones de tortura que la diabólica Elisabeth presenciaba con entusiasmo, hasta que ella misma también decidía participar.


Y es que Elisabeth Bathory está considerada una de las mujeres más malvadas que ha habido nunca. Las crónicas nos han dejado ejemplos suficientes de la personalidad psicopática de esta mujer, quien posiblemente sea la primera asesina en serie documentada en la Historia. Y todavía es más revelador que dichas crónicas hayan sido escritas por ella misma, pues Elisabeth escribió en un diario la identidad de las muchachas que asesinaba, así como todas las atrocidades que cometía contra ellas. Su mayor deseo era mantenerse joven y hermosa a cualquier precio, y concibió la idea de que la sangre de doncella era el remedio que andaba buscando para conseguir la ansiada juventud eterna. Aconsejada por la bruja Ezna, comenzó a usar la sangre de sus víctimas para darse baños, pues pensaba que así sería joven para siempre.
 
 
La leyenda popular afirma que todo comenzó una mañana cualquiera en las habitaciones de la condesa. Una sirvienta, mientras la peinaba, le dio un tirón un poco fuerte, lo que le valió que la Bathory le reventara la nariz de un bofetón (por si esto os parece pasarse de la raya, os diré que el castigo por hacerle daño a una noble era ser llevada al patio de armas y recibir cien bastonazos). Cuando la sangre de la sirvienta salpicó la piel de Elisabeth, ésta creyó que sus arrugas habían disminuido y que su piel recuperaba la lozanía infantil. Fascinada, la condesa pensó que acababa de encontrar el elixir de la eterna juventud, y decidió explotarlo a conciencia. Tras consultar a sus brujas, y con la ayuda del bufón-mayordomo, atraparon a la muchacha, la desnudaron, le hicieron un profundo corte en el cuello y la desangraron en un barreño. Elisabeth se metió dentro y se embadurnó de arriba abajo, y hasta probablemente bebió la sangre, para volver a sentirse joven.




Entre 1604 y 1610, los sirvientes de Elisabeth se dedicaron a proveerla de jóvenes entre 9 y 26 años para sus rituales sangrientos. En un intento por mantener las apariencias, habría convencido al pastor protestante de la región de que las muchachas habían muerto por causas naturales y todas habían recibido cristiana sepultura. Pero cuando la cifra empezó a subir, todo se volvió más sospechoso. Morían demasiadas jóvenes por causas "desconocidas", pero la condesa le amenazó y le obligó a callarse.


Pero hacia 1609, Elisabeth Bathory cometió un error. Como escaseaban las sirvientas en la zona (la mayoría muertas y otras asustadas ante lo que ocurría en el castillo), la condesa empezó a traer a su palacio a muchachas de la nobleza para educarlas. Muchas no tardaron en morir por las mismas "causas desconocidas". Esto no era raro en la época, pues la mortandad era muy elevada entre los jóvenes, pero el número de fallecimientos en el castillo condal era demasiado alto incluso para lo que se consideraba normal. Además, las víctimas ahora pertenecían a la aristocracia, y eso ya eran palabras mayores. Si a esto le añadimos que los cuerpos eran enterrados de manera chapucera en campos cercanos, en silos de grano o, directamente, tirados en el río, pues no tardó en descubrirse que algo ocurría. Se dice que una muchacha logró escapar y tuvo el tiempo suficiente para avisar de lo que estaba pasando, hasta que aquellos monstruos volvieron a capturarla y la mataron utilizando un artilugio de tortura inventado y desarrollado por la propia Elisabeth Bathory: la Doncella de Hierro, un sarcófago que representaba la forma de una mujer y que por dentro tenía pinchos


La leyenda de las desapariciones y de la depravación de Elisabeth fue finalmente un clamor, y el mismo rey de Hungría, Matías II de Habsburgo, se vio obligado a intervenir para poner fin al terror. Se abrió una investigación y fue así como se encontró el cuaderno donde Elisabeth Bathory había anotado todo lo referente a sus asesinatos. Una lista que superaba los seiscientos nombres. Se encontraron algunos cuerpos de las víctimas, y todas mostraban evidencias de haber sido torturadas. La mayoría de los cuerpos habían sido agujereados y mutilados.


El rey Matías II tomó justicia de propia mano. Los sirvientes de la Bathory fueron ejecutados, pero no sucedió lo mismo con ella, pues su condición de noble la amparaba (un miembro de la nobleza no podía sufrir tortura ni ser condenado a muerte). Elisabeth Bathory fue confinada en una habitación de su castillo, con las ventanas tapiadas y la puerta clavada. Solo una pequeña rendija, por donde le daban de comer, la separaba del mundo exterior. En este enclaustramiento sobrevivió casi cuatro años, hasta que el 21 de agosto de 1614 sus guardianes hallaron su cadáver. Los habitantes locales se negaron a que su cuerpo fuera enterrado en tierra sagrada, así que fue llevado al norte de Hungría, hogar ancestral de su familia. Todos sus documentos fueron sellados y se prohibió hablar de ella en todo el país.


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