martes, 15 de octubre de 2013

Vuelve a contar




El mercadillo del vecindario estaba lleno a rebosar a las cuatro de la tarde. Las puertas de todas las casas del barrio estaban abiertas, y sus habitantes entraban y salían cargando cajas repletas de objetos que llevaban mucho tiempo apiladas en sus trasteros. Los vecinos se habían congregado en la plazuela, porque era el único lugar del barrio con espacio suficiente para albergar los casi veinte tenderetes de que constaba el mercadillo.


Henry paseaba entre los tenderetes como uno más de tantos curiosos. Acababa de mudarse al barrio, así que todas las caras de sus vecinos eran todavía desconocidas para él. Un niño le había entregado un folleto en el que se anunciaba la celebración del mercadillo, y Henry pensó que podía ser una buena forma de darse a conocer y, tal vez, encontrar algo que pudiera interesarle. Acababa de abrir su propio estudio de fotografía en una ciudad próxima. La casa que había adquirido tenía aún las paredes desnudas y faltaban muchos muebles que los encargados de la mudanza todavía no le habían traído; Henry ansiaba darle un poco de vida a su nuevo hogar.

 
En el mercadillo había muchas cosas, tantas que se veía incapaz de elegir. Cierto que había muchas baratijas y objetos inservibles de los que sus dueños querían librarse de una buena vez, pero también podían encontrarse pequeñas reliquias de indudable valor. Entre un montón de cuadros, Henry halló uno que le pareció interesante a primera vista.


No era exactamente un lienzo, sino una fotografía de buen tamaño en blanco y negro. La imagen mostraba un grupo de diez personas ante un fondo oscuro decorado con cortinajes. Henry observó que se trataba de una fotografía de familia. El padre, un hombre de porte orgulloso y elegante, estaba de pie junto al butacón donde se sentaba la que debía ser su esposa, una seria matrona de constitución robusta. A su alrededor había todo un enjambre de muchachas de edades que oscilaban entre los tres y los veinte años. Todas eran chicas, hasta la pequeña que descansaba sobre las rodillas de su madre. Todas vestían con ropas antiguas, propias de principios del siglo XX. Todas iban de negro.


Sin embargo, nadie sonreía.


A Henry le pareció una foto curiosa, no sabría decir por qué. Había algo especial en aquella vetusta imagen. Seguro que el padre, ese hombre de expresión grave y casi amenazadora, estaba harto de tener tantas hijas y suspiraba por el nacimiento de un varón. Probablemente su mujer también pensaba lo mismo, ya que no mostraba el menor orgullo por su prole. Se podría decir que incluso las hijas eran conscientes de lo frustrante que había sido su nacimiento para aquellos padres tan serios, tan rectos, tan conservadores.


Sea como fuere, Henry quedó cautivado por la fotografía y se la compró al vendedor por un precio que consideró justo. La foto venía con su propio marco, y éste no estaba apolillado ni mostraba signos de desgaste por el tiempo. Muy contento con su compra, Henry regresó a casa.


Sacó la fotografía de la bolsa de papel, la limpió cuidadosamente con un paño para quitarle algunos restos de polvo y la dejó sobre la repisa de la chimenea para observarla a cierta distancia. ¿Dónde podía ponerla? Una foto antigua merecía un lugar privilegiado en la casa donde pudiera ser contemplada, de modo que decidió colgar la fotografía en su habitación.


Cada mañana, Henry se levantaba y sonreía al ver la fotografía que había colocado cuidadosamente en la pared que quedaba frente a su cama. No tenía más que acostarse y contemplarla desde allí. Era lo primero que veía al despertar, y era lo último que sus ojos veían antes de dormir. La fotografía ejercía una extraña fascinación en Henry. Cada vez que la miraba, contaba las personas que había y se inventaba una historia para cada una de ellas. Continuaba imaginándose cosas mientras se duchaba y luego se vestía para irse al trabajo. Cuando regresaba por las noches, Henry seguía pensando en nuevas historias que le dieran vida a la foto.


Después de un día de trabajo especialmente duro, Henry volvió a casa cuando empezaba a anochecer. Preparó una cena fría y encendió la televisión; aquella noche no le apetecía observar ninguno de sus libros de paisajes. Finalmente, agotado tanto física como emocionalmente, Henry decidió irse a la cama. Entró en su habitación y, como siempre, echó un vistazo a la fotografía. Sin embargo, esta vez notó algo raro. Había algo que no estaba bien, algo que se salía de lo que era habitual. Contó las personas que había en la foto.


Nueve.


Había nueve personas.


Falta una, fue lo primero que se le pasó a Henry por la cabeza. Volvió a contar, esta vez más despacio, pero el resultado siguió siendo el mismo: Nueve. Aquello era muy extraño. ¿Habría contado mal desde el principio? No, imposible. Henry contaba todos los días cuántas personas había en el retrato. Y todos los días había diez.


Pero ahora había nueve.


Henry se acercó a la fotografía y trató de buscar el rostro que faltaba. Sin duda había sido una de las muchachas, ya que el padre y la madre seguían allí. En nada habían cambiado sus expresiones faciales; todo seguía siendo igual, a excepción de la niña que faltaba. Ninguno de ellos parecía darse cuenta de que había desaparecido.


Estoy cansado, necesito dormir, pensó Henry. Estaba demasiado cansado, y el cansancio le hacía tener visiones. Seguro que se había equivocado al contar. Trabajaba mucho y dormía poco, pero ahora iba a arreglarlo. Cuando despertó por la mañana, más descansado, lo primero que hizo fue mirar la fotografía y contar cuántas personas había.


Nueve.


Henry se sintió un poco más tranquilo. Seguramente se habría confundido al contar desde el principio. Había muchas niñas en la foto, y todas estaban vestidas igual, así que era lógico que se equivocara y contara de más. Se marchó a trabajar con la seguridad de saber que eran imaginaciones suyas. Tenía que reconocer que se había asustado un poco. ¡Qué idiota podía llegar a ser a veces!


Volvió a casa más temprano y repitió la operación que había llevado a cabo la noche anterior. Al observar la fotografía, dudó en volver a contar, pero el resquemor pudo con él y sus ojos pasearon nerviosos por las caras de la familia.


Había ocho.


¡Ocho!


Henry tragó saliva con dificultad. ¿Era real lo que había visto aquella mañana o era real lo que estaba viendo ahora? ¿Lo había soñado todo o estaba soñando en aquel instante? Henry se jactaba de tener una memoria visual excelente. Quizá se estaba volviendo loco. Por eso, en un arrebato, y quizá para dejar constancia de que no eran imaginaciones suyas, cogió una de sus cámaras y le sacó una instantánea a la fotografía en blanco y negro. Luego, se fue a dormir.


Henry pasó una noche muy agitada. Se despertó varias veces, pero no porque ocurriese nada extraño, sino porque se vio acosado por horribles pesadillas que no le dieron respiro. A las seis de la mañana se despertó completamente. Se levantó y, como obedeciendo una orden que alguien hubiera instalado en su cerebro, se acercó a ver la fotografía. Tenía el corazón encogido, temeroso de hallar algo inesperado. En cuanto se situó frente a la foto, le echó un vistazo ansioso.


Siete personas.


¿Es una broma o qué?, pensó Henry. No podía ser cierto. Su cerebro le estaba jugando una mala pasada. ¿Acaso la soledad le estaba afectando, haciendo que perdiera el contacto con la realidad? No, no era él. Allí estaba ocurriendo algo extraño, pero no tenía nada que ver con él. Decidió que no iría a trabajar. Todo eso era demasiado importante para perder el tiempo en otras cosas. Se quedaría allí todo el día, sentado ante la fotografía, con la cámara de fotos preparada, para ver si se producía algún cambio.


Pasaron más de seis horas. Henry seguía allí sentado, con la cámara en las manos, pero en la foto todo seguía igual. ¿Sería que los cambios solo se producían si no había nadie? ¿O tal vez ya no iba a haber más desapariciones extrañas? Debería quedarse allí seis horas más, vigilando hasta que se le cerraran los ojos, pero se vio obligado a levantarse para ir al baño; la necesidad de orinar era terrible.


Cuando regresó a su puesto, empezó a temblar. ¡La foto había vuelto a cambiar! Había ahora seis personas. Los padres seguían en sus puestos, rígidos y estoicos. Pero lo que de verdad llamó la atención de Henry fueron las caras de las muchachas. Aunque seguían serias, creyó adivinar una expresión de angustia en su forma de mirar, una expresión de auténtico terror. Venciendo el miedo, Henry le sacó una serie de fotos al retrato y se preparó para lo que pronto iba a ocurrir.


A la mañana siguiente, no le sorprendió hallar solo cinco personas.


Henry estaba verdaderamente asustado. Era evidente que había empezado una vertiginosa cuenta atrás que no tardaría en acabar. Quizá lo mejor era que hiciera las maletas y se largara pitando de aquella casa. O, en vez de irse, podía descolgar la foto y tirarla al fuego para no tener que verla nunca más. Pero no hizo ninguna de las dos cosas. Sentía que, aunque quisiese, no podría irse de allí. Aquella fotografía era como un imán que no le dejaba marchar. Mientras sacaba más fotos, Henry trataba de no imaginarse cómo iba a terminar todo.


Cada vez que Henry salía de la habitación, un nuevo cambio se operaba en la fotografía. Los cambios empezaron a ser más notorios. Parecía que las continuas desapariciones habían alertado al resto de figurantes de la fotografía, pues sus expresiones faciales no dejaban lugar a dudas. La seriedad había dado paso a una creciente desazón. Era evidente que sabían lo que estaba ocurriendo. La cara de la madre inspiraba auténtico terror, y Henry quedó sobrecogido al darse cuenta de que la niña que descansaba sobre sus rodillas no miraba al frente, como antes, sino a una de sus hermanas.


Henry dedicó unos minutos a observar a aquella extraña muchacha que apenas descollaba entre sus hermanas y cuyo aspecto, sin embargo, le provocaba una tremenda inquietud. Era una insulsa chiquilla de unos nueve años, de rostro blanquísimo y largo cabello oscuro que llevaba recogido hacia atrás y sujeto con un lazo. Estaba de pie junto a sus padres y su hermanita, los únicos que quedaban ya en la foto. Tenía la mirada clavada al frente, como si observara con extrema minuciosidad algo que había en la lejanía, algo que había detrás de Henry.


Sospechando quién sabe qué barbaridades, Henry tomó la decisión de tapar la fotografía con una chaqueta. No quería ver cómo aquellas personas seguían desapareciendo, ni tenía ganas de averiguar qué había detrás de todo aquel misterio. Después de cubrirla, se fue a dormir.


Pero poco pudo descansar, pues en la madrugada Henry volvió a despertarse. Y lo primero que hizo fue acercarse a la fotografía y arrancar la chaqueta de cuajo. Ahogó un grito. La fotografía había vuelto a cambiar, esta vez a peor. Ahora había tan solo tres personas: la niña, la más pequeña y la madre de ambas. El padre había desaparecido de escena sin dejar ni rastro.


Basta. Basta, por favor, pensó Henry, aterrorizado. La cabeza le empezó a dar vueltas. ¿Pero es que estaba teniendo alucinaciones? Bien podían serlo, porque nada de lo que estaba sucediendo tenía lógica alguna. Tenía que dejar constancia de los nuevos cambios sacando una foto. Pero cuando volvió con la cámara, la fotografía había sufrido otro cambio.


Ya solo quedaba una persona.


La niña.


 


Las manos de Henry temblaron. La cámara cayó al suelo y el objetivo se rompió con un chasquido. Henry retrocedió y sus labios balbucearon unas palabras inconexas. Ahora estaba completamente seguro de que estaba pasando algo realmente grave. ¿Estaba sucediendo de verdad? ¿Dónde estaba el resto de la familia? ¿Por qué habían… desaparecido así?


Era la niña. Aquella niña tenía algo que ver. Ahora estaba sentada en la butaca que antes había ocupado su madre, con las manos en el regazo. Tenía la cabeza erguida y parecía mirar a Henry, parecía mirarle a él, solo a él, con una mirada atenta y penetrante, una mirada en la que había toda la tristeza del mundo. Incapaz de seguir soportando la intensidad de aquellos ojos, Henry le dio la espalda al retrato.


Fue entonces cuando vio el mensaje escrito en la pared. Las letras, rojas y nítidas como si hubieran sido pintadas con sangre, rezaban del siguiente modo: “ESTOY SOLA. TENGO HAMBRE. DAME DE COMER, HENRY”.


Así pues, había llegado el momento. Era evidente que aquel mensaje en la pared era para él. Pero, ¿quién era esa niña? ¿Cómo era posible que le conociera? ¿Desde dónde le estaba llamando? ¿Qué quería de él?


No…


Henry cerró los ojos y se dejó caer de rodillas en el suelo, sin fuerzas para escapar. Tenía el corazón encogido y la mirada perdida. Su alma no oponía ninguna resistencia. Por eso, no reaccionó cuando un par de brazos anormalmente largos surgieron de la fotografía, le agarraron por los hombros y tiraron de él. La última sensación de la que fue consciente fue su sangre congelándose al ver la mirada venenosa de la niña, su boca deformada en una sonrisa horripilante que mostraba decenas de dientes afilados, y el hilillo de babas que corría por su mentón cuando fue consciente de que aquel manjar era suyo por fin.



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La desaparición de Henry no produjo demasiado revuelo en el barrio, y ni siquiera ocupó un lugar preeminente en los periódicos. Se había marchado del vecindario tan pronto como había venido, sin darles tiempo a sus habitantes a tomarle un cierto cariño. Lo que sí resultó extraño fue que se hubiera marchado sin llevarse sus pertenencias. Como si hubiera huido de algo.


Tres meses después de su desaparición, se procedió a hacer un reconocimiento de la casa que había abandonado. Los familiares de Henry se llevaron la mayoría de sus pertenencias y se marcharon discretamente. La casa se puso a la venta y poco tiempo después fue comprada por una familia, que no tardó en mudarse a su nuevo hogar.


Un día, mientras desembalaba una caja que contenía cuadros, la madre echó un vistazo a los retratos que colgaban de las paredes de la casa. Había oído decir al agente de la inmobiliaria que el anterior dueño era fotógrafo, y era evidente que bastante bueno. Sin embargo, había una fotografía que desentonaba entre las demás: un retrato en blanco y negro que había encontrado en la habitación principal. La fotografía mostraba a un hombre joven de pie junto a una niña sentada en una silla.


La madre permaneció unos minutos contemplando el retrato con desacostumbrada inquietud. Había algo en esa fotografía que no le gustaba y le daba miedo. De no haber sabido que era una locura, habría creído oír una voz en su cabeza, la voz de aquel hombre gritándole que se fueran de allí antes de que fuera demasiado tarde.

 

8 comentarios:

  1. ¡Qué mal rollo de relato! Me has puesto los pelos de punta.
    Pero este Henry me parece un pánfilo, al estilo de las chicas que oyen ruidos en el sótano y bajan las escaleras en ropa interior preguntando "¿quién está ahí?". A la tercera desaparicion yo llamo a un exorcista. A la quinta, quemo la foto O_o

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    1. Este ha sido mi primer relato de terror, así que me gusta conocer todas las opiniones. No es lo mismo adaptar creepypastas de otros que escribir uno propio. Aunque el tema ya no es nuevo, siempre he querido escribir algo sobre fenómenos paranormales y tal.

      Para ser lo primero que escribo de terror (después de leer a maestros como Lovecraft y King), espero que guste. Estoy probando a escribir en géneros nuevos, a ver qué tal se me da.

      ¡Joo, no quería que pareciera un pánfilo! Claro que, visto de ese modo, solo le faltaba ponerse a gritar "¡Chicos, si esto es una broma no tiene gracia!". Y, que quede claro, yo me habría pirado a la segunda desaparición, y se me quedaría pequeño el mundo para escapar, XD!!

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    2. Está muy bien escrito, el estilo me encanta (es elegante pero a la vez sencillo) muy bien llevada y mantenida la tensión, y desde luego provoca (mucho) desasosiego. Lo único que me chirría (y es lo que suele chirriarme en el 90% de las historias de terror que he leído o visto) es que el chico no queme la foto ni haga nada salvo asustarse y esperar el desenlace final.
      Espero que mis comentarios te hayan resultado de utilidad ^^

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    3. Jajaja! Los desenlaces de las historias de miedo tienen un factor común, igual que pasa con las historias de amor (casi todas). ¿Seguiríamos recordando con un estremecimiento a "Los chicos del maíz" si sus protagonistas adultos no se hubieran quedado en aquel pueblo hasta el final (con pésimas consecuencias)? ¿O con "El Resplandor"? La gracia está en que los protagonistas se adentren para que los lectores podamos ver qué es lo que causa tanto horror. Es predecible, lo sé (y soy de las que odia las cosas predecibles), pero casi siempre queda resultón.

      Gracias por tus comentarios! Me sirven de mucha ayuda por si tengo que mejorar algo, que será mucho. ^^*

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    4. Ya, pero generalmente el autor suele usar recursos para impedir que los personajes escapen del escenario aunque quieran. Por ejemplo, en "El Resplandor" está primero la presión de que Jack necesita el trabajo porque no tienen casa ni dinero y si no conserva el puesto de vigilante su familia se queda en la ruina; luego, cuando las cosas se ponen tan chungas que hasta en esas circunstancias la familia se quiere ir, entran otros factores como las tormentas de nieve o el hecho de que el espíritu del hotel empiece a tomar control del protagonista y lo haga inutilizar el único vehículo para la nieve que podría haberlos sacado de allí.
      En algunas películas en plan "posesión demoníaca" o "fantasmas", como "Insidious", "The Ring", "El Exorcista" o "Expediente Warren", se usa el recurso de que el fantasma y/o la maldición se pegue a la víctima y ésta sea perseguida vaya a donde vaya (en las tres primeras películas) o que la familia esté sin blanca, un poco al estilo de "El Resplandor", y no tenga a dónde ir, en el caso de la cuarta ;-)

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    5. Entonces debería haberlo dejado más claro. Mi intención era que la propia foto generara tal atracción fatal que el pobre Henry no podría irse ni aunque quisiera. ¿Nunca te ha pasado que a veces no querías hacer algo porque te daba miedo pero, al mismo tiempo, te atraía? Pues algo así.

      A ver si en el próximo relato mejoro un poquito :-)

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  2. Me encantan los relatos de cuadros en los que pasan cosas!. Menos mal que lo acabo de leer ahora por la tarde, sino por la noche tendría que acabar quitando el cuadro que tengo en la cabecera de mi cama!.
    Lo que mas me gusta de todo es el final, cuando cuentan lo que pasó después, cuando la madre encuentra el cuadro y hay solamente la niña y un hombre joven. Molaría que la cosa continuara....a ver que le pasaba a la madre y tal, no miro a nadieeeeeeeeeeeeeeee jajajaj
    Yo soy henry y puede que quitara el cuadro de mi habitación, pero, al igual que a el, mi curiosidad me acabaría matando.

    un besoo!!!

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    1. Jajaja, tú siempre me estás pidiendo continuaciones. Si ya te conozco, ya, jajaja! Las historias de terror no suelen tener continuación, pero uno siempre se imagina lo que pasa al final. Aunque ya sé que a ti los epílogos te molan mucho. Me doy por aludidaaaaaaa!!

      A mí los retratos antiguos me dan un poco de aprensión, supongo que por eso les dediqué este relato. Dentro de poco, más relatos sobre cosas que me dan aprensión, jajaja!

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