I
La derrota era inminente. María le había
plantado cara a su enfermedad durante dos largos años; su corazón estaba
fallando y mostraba signos de gran debilidad, pero María había luchado con
valor y se había sometido a todos los tratamientos sin perder jamás la
esperanza. Una intensa batalla de dos años que iba a culminar con la peor de
las injusticias, pues los médicos dijeron que la niña no llegaría a la mayoría
de edad.
Sus padres habían ido a comer a la
cafetería del hospital. María sabía que los dos habían estado llorando pero,
aunque hubiera querido verles felices, comprendía que no podía pedirles que
sonrieran para ella. Cada vez que les preguntaba cómo era el Cielo, veía en sus
rostros tal expresión de tristeza que María no se atrevía a preguntarles más
por no ahondar en la herida.
En realidad, la única
criatura con la que podía compartir sus sentimientos era su ángel, que estaba
sentado en una butaca junto a ella y velaba sus horas de sueño con una sonrisa
beatífica en los labios.
II
María se despertó al sentir en sus
párpados la caricia de los últimos rayos de sol del día. Al tratar de
incorporarse, una fuerte presión en su pecho la dejó sin aliento y cayó de
nuevo en la cama sintiendo que la vida se le escapaba sin remedio. María
recorrió la habitación con la mirada, pero no encontró a sus padres. A quien sí
vio fue a su ángel, que no se había movido de la butaca en la que acostumbraba
a sentarse para hablar con ella. Pero esta vez María le notó distinto. No le
dedicó su habitual sonrisa luminosa; al contrario, sus ojos de plata dejaban
traslucir una inmensa tristeza.
María no necesitó palabras para
comprenderlo todo.
—Ya ha llegado mi hora, ¿verdad?
El ángel hizo una leve inclinación de
cabeza.
—Sí, pequeña —dijo, y su voz sonó clara
como una campanilla de cristal—. Siento mucho tener que decírtelo, pero me
pediste que no te lo ocultara. Lo lamento, María.
—Oh, no pasa nada —replicó la niña,
sonriendo—. Ya sabía que este momento llegaría algún día.
María hizo un esfuerzo por levantarse otra
vez, pero estaba tan débil que tuvo que pedirle a su ángel que la ayudara a
sentarse en la cama. Una vez hecho lo más difícil, María pudo ponerse de pie y
caminar los pocos pasos que la separaban de la ventana desde la que podía
contemplar el bullicio de la ciudad y, al fondo, el mar azul e infinito. Apoyó
su rostro sobre las manos para poder contemplar ese paisaje por última vez.
—¿Sabes una cosa? —musitó, dirigiéndose al
ángel—. Siempre que miro el mar pienso si, cuando muera, podría convertirme en
una gaviota. No me gustaría que me enterraran y tampoco quiero que me
incineren. Quiero que me salgan alas para poder volar. Me gustaría mucho ver
todo el mundo desde el cielo pero, sobre todo, ver el mar más de cerca. Eso es
lo único que quiero. Pero supongo que ahora no tiene sentido… —añadió en tono
triste.
El ángel escuchó en silencio el último
deseo de la niña. Conmovido por la sencillez de su petición, decidió hacer algo
para facilitar el tránsito de su alma al otro lado de la Última Puerta. Quizá
no entrara en sus competencias el hacer algo así. Quizá se estaba tomando demasiadas
libertades al disponer del alma de una niña enferma. Pero aunque así fuese, al
ángel no le importaba; su conciencia estaba tranquila.
—Ya es la hora, María —anunció sin más
prolegómenos.
La niña acudió junto al ángel y aguardó a
que ocurriera algo. A pesar de que estaba preparada para abandonar el mundo, se
sentía nerviosa. Por mucho que se imaginara cómo era la muerte, María no tenía
ni idea de cómo iba a suceder. ¿Sería rápido? ¿Le causaría algún dolor? Su
cuerpo empezó a estremecerse de miedo y los latidos de su débil corazón se
aceleraron. Pero en cuanto el ángel la tomó de la mano, todos sus temores
desaparecieron y se disolvieron como el azúcar.
—Tranquila, no te va a doler —dijo el
ángel, llevándose la mano de María al pecho—. Cierra los ojos, pequeña, y
concéntrate en los sonidos que percibirás. ¿Los oyes?
María obedeció, pero se llevó una gran
sorpresa al oír los latidos del corazón del ángel; ella no tenía ni idea de que
los ángeles tuviesen corazón. Poco a poco, se dejó acunar por aquel sonido suave
y tranquilizador. Y se dio cuenta de que, cuanto más fuerte sentía los latidos
del corazón del ángel, más despacio latía su propio corazón. Y así hasta que la
niña, sin fuerzas ya, exhaló su último aliento. Su ángel la tomó en brazos y la
acostó con cuidado sobre la cama.
Minutos más tarde,
cuando sus padres entraron en la habitación, se quedaron de piedra. Su hija no
estaba en la cama. Llamaron a las enfermeras, advirtieron a todo el mundo de la
desaparición de su hija, pero nunca pudieron encontrar a María. Se había
desvanecido sin dejar ni rastro.
A excepción de las tres
plumas de gaviota que se encontraron en su almohada.
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