Como hija de un pueblecito costero, el mar ha formado parte inseparable de mi vida. El sonido de las olas al chocar contra las rocas, el brillo de los últimos rayos de sol de la tarde sobre el agua, los largos paseos por la orilla, la búsqueda incesante de conchas y otros tesoros escondidos... Desde muy pequeña aprendí a amar el mar, y todavía sigo amándolo.
No obstante, hay una parte del mar a la que he dedicado poco tiempo, quizá porque no sabía muy bien dónde buscar o porque lo he dejado para otro momento y al final se me ha olvidado. Estoy hablando de las leyendas sobre el mar.
Son tantas las historias y leyendas que nacen del mar que casi no puedo contarlas. Y no hablo solamente de las sirenas o los barcos fantasma, sino de maravillosas historias que, al igual que los mitos de antaño, ayudaban a la gente a comprender los misterios del mar insondable.
Hoy os he traído unas cuántas historias de diversas partes del mundo, para acercaros un poco a ese magnífico mar de leyendas que tanta fascinación provoca en quienes han tenido la suerte de nacer junto a él o en quienes lo ven por primera vez.
¿Por qué el océano es salado?
Hubo una vez un rey en Dinamarca muy querido, que entre todos los tesoros que poseía contaba con dos muelas de molino enormes. Podían moler joyas y todo lo que el rey deseara. Pero eran demasiado pesadas para que las manejaran los hombres.
Cierta vez, cuando el rey estaba en Suecia, vio a dos mujeres capturadas en la tierra de los gigantes. El rey de Suecia se las entregó como obsequio. Las llevó a su tierra y las puso a trabajar en las piedras de molino, encomendándoles que molieran oro y plata, y paz y gozo, y las gigantes obedecieron. Pero un día se sintieron cansadas y le preguntaron al rey si podían descansar. Como el rey insistía en que siguieran moliendo, decidieron gastarle una broma y empezaron a producir soldados para los enemigos del rey.
Cuando los enemigos reunieron la fuerza suficiente atacaron el reino y se llevaron las muelas mágicas y a las dos gigantes. El rey enemigo tenía una gran necesidad de sal en su país, y mientras estaban a bordo de la nave que les llevaba a su tierra, encomendó a las gigantes que molieran sal. Estas así lo hicieron. Molieron y molieron y la sal cubrió el barco. Finalmente había tanta sal que el barco se hundió. Toda la tripulación se ahogó, menos las dos gigantes que continuaron moliendo sal.
Y hasta ahora nadie les ha pedido que suspendan su trabajo, por lo que el mar está lleno de sal.
La diosa del mar de los esquimales
Los esquimales cuentan la leyenda de una muchacha que se transformó en Sedna, la diosa del mar. Se trata de una muchacha que rechazó a todos sus pretendientes y se casó con un pájaro. El padre de la joven, enfurecido ante este hecho, mató al esposo y se llevó a su hija a casa en bote. En el trayecto se desató una tormenta y el padre arrojó a la muchacha por la borda. Esta logró cogerse del borde, pero el padre le cortó los dedos uno a uno.
Pero sus dedos mutilados se convirtieron en peces y en mamíferos marinos, y estos, sus hijos, engulleron al padre de la muchacha. Esta se convirtió en la principal deidad de las profundidades y cada otoño la gente del Lejano Norte celebra grandes banquetes y fiestas en su honor. Algunos esquimales la conocen como Sedna, pero también se la llama con muchos otros nombres en diversas zonas del Ártico, y su historia se cuenta con muchas variantes.
En nuestros días, sus compañeros son un enano y una dama manca con la que comparte su marido, el escorpión del mar. Sedna no siente piedad por la humanidad, pero tampoco actúa arbitrariamente. Jamás se desplaza siguiendo su libre albedrío, sino que está enraizada en su morada de piedra. Un hombre corriente moriría con sólo ver su siniestra apariencia, y solamente un chamán puede sostener su mirada. Inmensa, voraz e imponente, con su temperamento salvaje, ella vigila con su único ojo a todos los mamíferos del mar.
Cuando un cazador mata un mamífero marino sin necesidad, Sedna experimenta resentimiento y un gran dolor físico en el lugar de su cuerpo donde originalmente nació ese animal.
¿Por qué los peces no hablan?
Dice la leyenda que hubo un tiempo en que nadie sabía hablar. Los animales no emitían sonidos. Las aves no cantaban. Las aguas fluían y el viento soplaba, pero no hacían ruido. Incluso el hombre no hacía ningún ruido.
Cierto día, Väinämöinen, el Maestro de la Canción, ordenó a todos que tomasen como propio el lenguaje que más les gustara. El viento eligió el fuerte bramido y el crujir de las botas de Väinämöinen cuando este subía a su sitial. El trueno fue el primero en elegir, por eso su voz es mucho más potente que la del viento, aunque nunca habla durante tanto tiempo como el viento. El río decidió que el crujir de la capa de Väinämöinen producía un sonido agradable. Los árboles pensaron que el sonido que producían las mangas de Väinämöinen al ser rozadas contra algo era la mejor voz para aquellos que tenían hojas por labios. Los pájaros no encontraron sonido alguno que les agradara hasta que Väinämöinen no tocó una breve melodía en su arpa. En cuanto al hombre, este aprendió todos los diferentes sonidos del arpa de Väinämöinen y los de su capa cuando se trasladaba de un lado al otro. Y aprendió a cantar mejor que los propios pájaros.
Mientras todas las criaturas de la tierra y del cielo habían estado escuchando al gran Maestro de la Canción y eligiendo cada uno su lenguaje específico, los peces habían permanecido un poco al margen. Sabían que algo muy importante estaba sucediendo, pero no tenían idea de qué se trataba. Los peces podían ver que las criaturas de la tierra y del cielo abrían y cerraban la boca pero, al estar debajo del agua, no podían oír los sonidos. Pese a ello, decidieron comportarse como los demás. Por eso podemos ver a los peces abrir y cerrar la boca sin emitir el más simple de los sonidos.
¿Por qué los peces tienen branquias?
Una leyenda del Pacífico sur cuenta que un mero nadó hasta la superficie del agua y conoció a una muchacha muy bella. La joven estaba en la playa tejiendo y el mero se enamoró de ella a primera vista. Dos veces le pidió que se casara con él y las dos veces la muchacha se negó, por lo cual el pez nadó hasta el fondo del mar junto a un arrecife a penar por su amor no correspondido.
Al poco tiempo llegó a la conclusión de que no podía abandonar el intento tan fácilmente, de modo que nadó hacia la superficie de una laguna formada por el arrecife y apareció muy cerca de la playa donde la muchacha estaba tejiendo. Estiró una de sus aletas, agarró a la joven y se la tragó. Cuando la joven vio dónde estaba, le pidió que la dejara salir, pero el mero se negó.
-Te amo -le dijo -, y no dejaré que te marches.
Entonces la joven tuvo una idea. Ella aún llevaba consigo las afiladas conchas que utilizaba para dar forma a su tejido de telar. Con ellas hizo dos cortes en el cuerpo del pez, uno a cada lado, y deslizándose a través de ellos salió y nadó hasta la costa.
El mero, por su parte, una vez que se hubo acostumbrado a que el agua entrara y saliera a través de los cortes que tenía en el cuello, llegó a disfrutar de esa sensación, pero se juró a sí mismo que nunca más volvería a enamorarse de una joven humana.
Por eso todos los peces, hasta el día de hoy, tienen agallas.
¿Por qué las medusas no tienen concha?
Hace mucho tiempo, la esposa del Rey del Mar enfermó y el médico le dijo al rey que lo único que podría curarla era un hígado de mono. Uno de los pocos habitantes del mar que estaba capacitado para caminar sobre la tierra era la medusa, y a ella le fue encomendada la tarea de viajar hasta la isla de los Monos y de convencer a uno de sus habitantes para que regresara con ella. Obedientemente, la medusa emprendió su viaje. Cuando llegó a las playas de la isla, vio un mono sobre un árbol y trabó conversación con él. En seguida empezó a hablarle al mono de los esplendores del palacio del rey, de sus árboles de coral de colores blanco, rosa y rojo y de los frutos que colgaban de sus ramas como si fueran grandes joyas. El mono estaba tan encantado con lo que oía, que aceptó ir con la medusa para ver por sí mismo aquellas maravillas y, montándose en ella, se hicieron a la mar.
Pero al cabo de un rato la medusa le preguntó al mono si traía consigo su hígado. El mono quedó perplejo frente a aquella pregunta y exigió a la medusa una explicación. La medusa, sintiendo repentina compasión por el mono, le contó la verdad. El pobre mono se horrorizó, enfadándose por la trampa que le habían tendido. Temblaba de miedo ante la sola idea de lo que le aguardaba. Sin embargo, pensó que lo más sensato era ocultar sus temores. Le dijo a la medusa que no traía consigo el hígado, sino que lo había dejado colgado en el árbol donde ella lo había encontrado. Así que dieron la vuelta y regresaron a la isla.
Tan pronto como llegaron a la playa, el mono se subió al árbol de un brinco, mofándose de la medusa y haciéndole ver que esta vez la engañada era ella. Ya nada podía hacer la medusa excepto arrepentirse de su estupidez, reconocer que el mono la había embaucado, volver junto al Rey del Mar y confesar su fracaso. Inició su regreso nadando triste y lentamente. Lo último que oyó al alejarse fue al mono riéndose de ella.
El rey montó en cólera y de inmediato dio órdenes para que la medusa fuera castigada con severidad. Fue despojada de sus huesos y de su concha y luego apaleada hasta verse convertida en pulpa. Después acarrearon su cuerpo apaleado fuera de palacio y fue arrojada al agua. Desde entonces los descendientes de la pobre medusa son blandos y no tienen huesos.
El origen del cocotero
La leyenda Tamarua de la tortuga del Pacífico sur nos habla de una princesa de once años y del Príncipe de las Tortugas. Cierto día en que la princesa se bañaba, él la vio y se enamoró de ella. El Príncipe Tortuga quiso casarse con la muchacha pero esta insistió en que ella aún era muy joven. Pese a que el Príncipe de las Tortugas se transformó en un joven bien parecido, la princesa se negó porque ella no podía abandonar a su querido y anciano padre. El príncipe lloró, derramando grandes lágrimas de tortuga ante la negativa, pero no se enfadó. Es más, le hizo un regalo a la muchacha. Le dijo que cuando llegara a su casa comenzaría a llover, y que seguiría lloviendo hasta que las aguas llegaran al umbral de la puerta. Por la mañana la muchacha encontraría una tortuga a la puerta de su casa. Ella debía coger el hacha de su padre y cortarle la cabeza. Luego debía enterrar la cabeza junto con el cuerpo en una colina situada más arriba de la casa de su padre.
-¿Serás tú la tortuga? -preguntó la muchacha.
-No -respondió el Príncipe de las Tortugas, un poco sorprendido -. Será uno de mis mensajeros.
Cuando la muchacha llegó a su casa, comenzó a llover tal como él había prometido. Por la mañana encontró a la tortuga y, siguiendo las instrucciones que había recibido, la mató y la enterró en la colina.
A los pocos días surgió de la tumba un pequeño brote y verde brote. Día a día ganaba en altura y muy pronto la gente de Tamarua pudo ver que se trataba de una planta completamente desconocida para ellos.
Cuando el retoño alcanzó el tamaño de un árbol, floreció y dio frutos. La muchacha supo por fin cuál era el regalo que le había hecho el Príncipe de las Tortugas. Era un coco, un regalo realmente magnífico, no sólo para ella sino para todos los habitantes del Pacífico sur. Desde entonces la gente siempre ha comido su pulpa, ha bebido su leche y ha usado sus fuertes hojas para tejer alfombras, cestas, abanicos y para techar sus casas.
Si acaso el lector no cree en la verdad de esta historia, bastará con que eche una mirada al coco para ver que su cáscara es casi irrompible a causa de su dureza, al igual que el caparazón de una tortuga. Y la leche que contiene es clara y límpida, como también lo son las lágrimas del Príncipe Tortuga.
La sirena de las Islas Magdalenas
Una leyenda canadiense cuenta la historia de una joven que fue arrancada de su casa por un bogavante y convertida en una sirena. Esto ocurrió como resultado de una matanza de sardinas llevada a cabo por pescadores. Las sardinas pidieron ayuda a los peces más grandes. En respuesta a esta llamada, se convocó a todos los peces del mar para una reunión. Los peces grandes se comprometieron a ayudar a sus primos más pequeños en su lucha con el hombre y a castigar a todo aquel que comiera o pescara a algún miembro de la familia de las sardinas.
Cierto día, un barco de gran calado repleto de pescado, encalló en las rocas de las Islas Magdalenas, en la costa noreste de Canadá. Aquella tarde, cuando el mar ya se había calmado, una joven caminó a lo largo de la costa para ver los restos del barco hundido. En la playa vio una caja de sardinas y decidió comérselas. Intentó romper la caja golpeándola contra una roca, pero no lo logró. Entonces comenzó a cantar una triste canción. Debajo de una roca se hallaba tendido un bogavante grande y negro, que dormía tranquilamente. Los suaves golpes sobre la roca lo despertaron y, recordando el juramento que había hecho en la gran reunión de los peces, decidió castigar a la joven. Salió de su escondite y sacudiendo modosamente sus pinzas preguntó si podía abrir la caja. Cuando la joven se la alcanzó, el bogavante cogió con fuerza a la joven por la muñeca valiéndose de sus pinzas, y la arrastró nadando mar adentro. Se cree que el bogavante se la vendió a un tritón y que aún sigue su lento proceso de transformarse en pez.
No obstante, cada primero de mayo aparece en la superficie mirándose a un espejo para ver si ese año se parece más a un pez que el año anterior. Se peina sus largos cabellos, ahora cubiertos de perlas, y mira hacia su antiguo hogar con ojos nostálgicos. Algunas veces, en las noches de luna, los pescadores oyen su extraña y plañidera canción. Cuando esto ocurre se quedan en tierra, porque saben que se siente sola y que podría cogerlos y arrastrarlos al fondo del mar, a su casa de brillantes conchas, para que sean sus compañeros de juego.