Escribo con el corazón en un
puño, casi ahogada por la consternación y la pena, pues la tragedia que ha
tenido lugar en mi tierra no tiene comparación en toda la historia de Galicia.
El 24 de julio, víspera de las festividades del Apóstol Santiago, un tren de
Alta Velocidad con ruta Madrid-Ferrol descarriló a cuatro kilómetros de
Santiago de Compostela. Un accidente que, en el momento en el que escribo, se
ha cobrado ya 78víctimas mortales.
No tengo palabras para describir
lo que siento. Es cierto que ni mis familiares ni mis amigos viajaban en ese
tren, pero eso no significa que no sienta la pérdida de tantos inocentes en un
accidente que, posiblemente, se podría haber evitado. Al parecer, la velocidad
a la que viajaba el tren era muy alta. El tramo en el que descarriló debía ser
cruzado a una velocidad máxima de 80 kilómetros por hora; los testigos aseguran
que el tren viajaba a más velocidad, y los últimos reportes que nos llegan
afirman que el tren llegó a alcanzar los 190 kilómetros por
hora.
Todo empezó con un estruendo
ensordecedor alrededor de las nueve menos veinte de la noche. En el pueblo de
Angrois, que está muy cerca de la capital de Galicia, en un tramo ferroviario
con curvas, el tren Renfe Alvia que venía desde Madrid se salió de las vías, provocando
un accidente de proporciones exageradas. La alta velocidad del convoy hizo que
se rompiera literalmente en dos. Uno de los vagones pasó por encima de un talud
de cinco metros de altura y quedó destrozado a 15 metros del lugar del
siniestro. La parte de atrás del tren fue la más dañada, ya que quedó consumida
por el fuego.
Los vecinos de Angrois salieron
de sus casas y contemplaron un escenario dantesco. Un tren partido en mil
pedazos, ruinas y fuego. No tardaron en oírse los gritos desesperados de las
víctimas. Algunas pudieron salir de los vagones siniestrados por su propio pie,
pero otras estaban atrapadas. Fueron los propios vecinos de la zona quienes,
armados con martillos, hachas e incluso piedras, se acercaron a los vagones
para romper los cristales de las ventanas y abrir las puertas.
Afortunadamente, los servicios de
Emergencia no se hicieron esperar. Policías, bomberos y ambulancias llegaron
con premura al lugar del accidente, pero pronto se hizo necesario pedir
refuerzos; nadie se imaginaba las proporciones del siniestro. Las víctimas
consiguen salir poco a poco, algunas conscientes del horror que han vivido. Sin
embargo, la imagen más traumática quedará por siempre en mis retinas: la fila
de muertos depositados junto a las vías, cubiertos con mantas y toallas.
Tras los primeros momentos de
consternación, empiezan a llover las llamadas y mensajes por móvil o a través
de las redes sociales. Es particularmente terrible que un padre haya dejado en
Facebook un enlace de la tragedia del tren junto con un escueto pero
desgarrador mensaje: “Mi hijo ha muerto”. En Twitter, una usuaria reclamaba
respuestas urgentemente, ya que su hermana viajaba en el tren, precisamente en
el vagón que más daños había sufrido al descarrilar. Solo el tiempo dirá cómo
acaba su historia.
No es mi intención acusar a nadie
de negligencia, porque yo no soy experta en accidentes ferroviarios ni cuento
con la capacidad para convertirme en juez de nadie. Los seres humanos nos
equivocamos. Todos cometemos errores, y todos los pagamos. Pero las preguntas
surgen, es inevitable. ¿Qué fue exactamente lo que pasó? ¿Por qué el tren
alcanzó tanta velocidad en ese tramo para el que se especificaba que debía
atravesarse a 80
kilómetros ? ¿Acaso estaban las vías en mal estado?
¿Falló algo en el puente de mando del tren?
Hago referencia al fallo humano
porque es la principal hipótesis para explicar la tragedia. Al principio se
barajaban otras posibilidades, como un atentado terrorista. Sin embargo, parece
que todos los indicios apuntan a un error humano. No me quiero ni imaginar la
desesperación por la que estará pasando el maquinista del tren, que salió ileso
del accidente. Aunque en estos momentos puede experimentar estrés
post-traumático, creo que cuando salió del tren él mismo ni siquiera sabía lo
que había ocurrido y cómo había ocurrido. Sus palabras fueron: “Descarrilé…
¿Qué le voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?”
La tragedia se salda
provisionalmente con un balance de 78muertos y 140 heridos, algunos de ellos
con traumatismos craneoencefálicos y en estado de coma. En Compostela y A
Coruña, los hospitales están saturados tanto de familiares de las víctimas como
de personas que han acudido en masa para donar sangre. En los hospitales se han
elaborado listas de nombres para que resulte más fácil localizar a los
damnificados. Sin embargo, las listas deben ser modificadas cada cierto tiempo
para actualizarlas, y todavía quedan muchas víctimas sin encontrar e
identificar. Sin duda, la mayor tragedia ferroviaria que ha ocurrido en 40
años.
Si es verdad que el maquinista
tuvo que ver con el accidente y se debió a un fallo suyo, no voy a emitir
ningún juicio contra él. Considero que vivir para contemplar las consecuencias
de un error es castigo suficiente.
Las celebraciones de las fiestas
del Apóstol han sido canceladas. Se han decretado siete días de luto para la
comunidad de Galicia. No ha quedado ni rastro de sonrisas ni alegrías. A partir
de ahora, estas fechas serán recordadas con tristeza en el corazón. No hay
felicidad que valga, porque la tragedia se la ha llevado. Y si yo todavía estoy
consternada por lo ocurrido, no me quiero ni imaginar el dolor por el que los
más afectados estarán pasando. ¿Qué se le dice a alguien cuya vida ha quedado
rota para siempre? La pena reciente tiene un filo muy fino, porque siega los
nervios y te desconecta de la realidad. Solo con el tiempo, a medida que el
filo se va embotando, empieza el verdadero dolor. Aunque de poco va a servir,
quiero manifestar mi apoyo absoluto a las víctimas y sus familiares.
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