martes, 4 de diciembre de 2018

La Leyenda del mes: La Navidad y el Judío Errante


¡Hola a todos!

¡Bienvenidos una vez más a diciembre, el mes de la Navidad! El año 2018 llega a su fin y toca despedirlo como se merece: con turrones, mazapanes, canciones y alegría! Ya habréis notado que este mes no he subido la entrada el día 1, como es costumbre, pero debido a ciertos problemas personales me ha sido imposible acceder al blog hasta hoy; espero que podáis disculparme por ello.

Sin más dilación (y como no me han pasado cosas emocionantes a lo largo del mes anterior), os dejo aquí la última leyenda del año. Deseo de verdad que os hayan gustado estas doce leyendas de mi tierra tanto como a mí me ha gustado reproducirlas aquí para vosotros. Nos vemos muy pronto con más cosas interesantes!


La Navidad y el Judío Errante




Hubo un tiempo, hace muchísimos años, en el que se dice que los animales hablaban. Por entonces, todo era bienestar y alegría en la tierra, porque con la venida al mundo del Hijo de Dios era como si una mano milagrosa y providente tocara todos los corazones y arrancara de ellos la maldad.

La comadreja cascaba nueces y las degustaba con alegría mientras le decía a su amigo el zorro:

—Pues ahí ve, señor raposo: yo nunca había comido una nuez, y ahora me parecen excelentes y agradables.

—Yo tampoco había probado nunca una manzana, y tiene un zumo que me encanta —dijo a su vez el zorro.

Un águila se acercó volando, se posó en el palomar de la era y echó al suelo unos granos de trigo que traía en el pico; después llamó a los polluelos y les dijo:

—Venid, pequeños, y comed este trigo que os traigo; lo he cogido para vosotros al pasar sobre un campo cubierto de espigas.

Y durante un buen rato estuvo el águila contemplando cómo los polluelos picoteaban golosos los granos de trigo, satisfecha y feliz. Y esto era así porque el Hijo de Dios había nacido y venía a predicar humildad y amor. Y los animales daban ejemplo a los hombres. Y las gentes también se hallaban predispuestas para la bondad y se saludaban diciendo:

—Paz a los hombres de buena voluntad.

Y todos holgaban y se divertían, pues días de hermandad y felicidad se habían anunciado a todos los humanos.

Pero un día apareció un anciano vestido con un manto muy raído y sucio. Al pasar por la aldea, se detuvo a mirar cómo los humanos y los animales cantaban y bailaban, pero en vez de sumarse a la alegría general, se echó a llorar desconsolado. Y la gente se extrañó al verle llorar.

—¿Por qué llora usted, abuelo? —le preguntaron.

—Lloro —dijo el anciano— porque veo qué fácilmente os sentís felices y cómo florece rápida la alegría en vosotros, despreocupándoos por el día de mañana.

—¿Pero usted no sabe que fue nacido entre los hombres el Hijo de Dios?

—Sí, lo sé, pues fue anunciado hace mucho tiempo por los Profetas. Sin embargo, el mundo no puede dejar de ser como es, y el sol ha de salir todos los días por encima de los montes y se sumergirá como siempre en las lejanías del mar; y lloverá como de costumbre; y el lobo, que fue creado para comer carne, no ha de comer tojos; ni el hombre podrá olvidarse de encender el fuego del hogar, ni dejará tampoco de morir algún día…

—Pero eso… —replicaron las gentes del pueblo, confundidas—. Con tal de vivir alegres y dichosos…

—¡Toda ilusión es fugitiva! —sentenció el andrajoso caminante—. Habréis de volver enseguida a vuestros trabajos y querellas de siempre, a las disputas acostumbradas entre unos y otros.

—¡Si siguieras tu camino y no vinieras a importunarnos con tus malos augurios cuando estamos de fiesta! —le gritó alguien, malhumorado.

—¡Vete de aquí, sarnoso! —le escupió otro con coraje, olvidando el respeto que le debía por su ancianidad.

—¡Echadlo a palos de aquí! —bramó un tercero.

Y otro, más atrevido que los demás, le tiró una piedra al anciano, riéndose. La piedra dio en el blanco, y una mancha de sangre tiñó el rostro del viejo que, volviéndose hacia ellos, dijo dolorido pero sin cólera:

—¿Veis cómo la maldad no se aparta fácilmente del corazón de los hombres?

Y siguió su camino renqueando.

—¿Quién será ese hombre? —se preguntaban las gentes, pensando en las palabras del viejo.

Y el hombre más anciano del pueblo, después de pensar un poco en sus recuerdos, dijo:

—Ese hombre no puede ser otro más que el Judío Errante.

—¡Judío había de ser para venir a hablarnos hoy de la manera que lo hizo! —gritó una mujer, pero todos los demás callaron.

Ahora la gente se ríe de estas cosas. No sabemos si aquel viejecito era o no el Judío Errante del que hablan tantas historias, pero que era un hombre de buen juicio y sabio nadie lo pone en duda. La vida de los humanos de entonces para aquí acabó dándole la razón.