Voy a contaros algo que nunca le he contado a nadie.
Hace unos diez u once años, yo me encontraba en Santiago de Compostela. Como sabéis, he estudiado la carrera de Historia, y dado que mi hogar se encuentra a varios kilómetros de Compostela, durante el curso escolar tenía que vivir en la capital de Galicia, como han hecho miles de estudiantes antes y después que yo, ya que es un hecho de lo más común.
A mí siempre me ha encantado vivir en Santiago; es una ciudad pequeña, muy tranquila y con unos niveles de delincuencia muy bajos en comparación con otros lugares como podrían ser ciertas zonas de A Coruña o la misma Vigo, considerada una de las tres ciudades con mayores índices de delincuencia en las calles de toda España. Santiago tenía (y tiene) todo lo que siempre he buscado en la ciudad de mis sueños, por lo que para mí fue muy fácil adaptarme y hacerme una vida. Durante el día, seguía mi rutina normal: iba a clase, quedaba con mis amigas, hacía la compra y daba largos paseos para conocer la ciudad y familiarizarme con el entorno. Y las noches de jueves, como todo el mundo, me preparaba para salir con mis amigos y pasármelo bien con ellos en alguno de los muchos pubs que hay salpicados por todo el casco antiguo.
Siempre me he sentido segura viviendo en Santiago. Me sentía tan a gusto que no vacilaba en quedar con mis amigas por la noche en un sitio un poco alejado e ir a dicho lugar caminando en plena noche. Por supuesto, no soy idiota: Siempre he tenido una especial precaución en todo lo que concernía a salir de casa por la noche. Hasta entonces nunca había tenido ningún problema, pero todos sabemos que eso puede cambiar de un momento para otro. Pero por suerte, en Santiago hay muchas zonas abiertas y muy bien iluminadas, y la Policía patrullaba por las cercanías cada pocos minutos. Nunca pasaba nada digno de mención, como pudiera ser un altercado, una pelea en un lugar público o un robo con violencia. Para que me entendáis, os hablo de una ciudad que he llegado a atravesar sola, en plena noche, a las tres de la mañana, y llegar a mi piso tan campante. Nunca me pasó nada.
Hasta que pasó.
Era una noche de jueves tan normal como cualquier otra. Yo había salido con mi grupo de amigas a tomar algo y a divertirme como siempre, y durante toda la noche no sucedió nada que se saliera de lo común. Al día siguiente tenía clase, así que les dije a mis amigas que no quería volver tarde a casa. Normalmente nos acompañábamos unas a otras hasta nuestras respectivas casas, hasta la parada de taxis o hasta algún lugar que nos pareciera seguro. Pero aquel día no quería chafarles la diversión a mis amigas haciéndoles venir conmigo hasta mi piso y luego recorrer el camino de vuelta; ellas no se habrían negado, pero no me apetecía cargarles ese marrón, así que les dije que no se preocuparan, me despedí de todas y me fui a mi casa.
Debían de ser las dos o tres de la mañana, no lo sé. Caminé sola durante un buen rato, crucé el casco antiguo y un tramo de la Alameda; por este paseo suele haber gente corriendo y haciendo deporte en plena madrugada, así que su presencia me tranquilizaba. Caminé sin pensar en nada en concreto, andando a buen paso y mirando al frente, sin dudar. Estaba tan cerca de mi piso que ya casi percibía el tacto suave y esponjoso de mi pijama. Después de caminar un rato por el paseo, bajé unas escaleras para llegar a la carretera principal que cruza el casco nuevo de Santiago. En una de las esquinas, justo a pie de carretera, había un pequeño bar todavía abierto. Y en la puerta había un coche encendido y varios chicos dentro bebiendo y contándose sus historias. Creo que eran cinco o seis, no lo recuerdo, como tampoco recuerdo sus caras. Puede que fueran de mi edad o tal vez algo mayores, pero repito que no lo sé.
De lo que sí me acuerdo es de sus miradas al verme aparecer. Yo no llevaba puesto nada particularmente llamativo, como pudiera ser un vestido corto, unos pantaloncitos o una blusa escotada, pero me fijé en sus miradas y en la sonrisa que se les dibujó a todos en la cara, y no me hizo ninguna gracia. Sabía lo que venía a continuación y en ese sentido no me decepcionaron: Empezaron a decir las típicas tonterías de un grupo de borrachos, a piropearme y a preguntarme por qué me iba tan pronto a casa. A mí no me hacía ni pizca de gracia tener que pasar a su lado, pero no me quedaba más remedio porque era el único camino posible para seguir ruta hacia mi casa, así que decidí pasar lo más rápido que pude. Con paso firme, sin apenas mirarles, avancé hacia delante. Uno de ellos iba a entrar en el coche y me invitó a subir, a lo que yo respondí con seriedad:
-No, gracias. ¿Me dejas pasar, por favor?
No fue una provocación, pero ellos se lo tomaron como tal. Pasé de largo, doblé la esquina y seguí caminando un par de metros. Los chicos dejaron de decirme piropos y me soltaron alguna que otra grosería, pero les ignoré y seguí caminando. Entonces, les oí decir que no me moviera de donde estaba. Miré hacia atrás... y cuando les vi arrancar el coche para empezar a seguirme, me invadió el pánico. Eché a correr cuesta abajo todo lo rápido que pude sin volverme ni una sola vez. Al parecer, al conductor le estaba costando un poco maniobrar y enderezar el volante (probablemente porque iba bebido), y eso me hizo ganar tiempo. Corrí, corrí y corrí. En mi cabeza parpadeaba una y otra vez la palabra "¡Huye!", y no pude ni quise desobedecer tal imperativo. Corrí hasta quedarme sin aliento; tuve que esconderme en un lugar apartado para recuperarme hasta que me pareció que el coche de aquellos chicos había pasado de largo. Mi casa no estaba a más de dos minutos, pero la distancia que me separaba se me hizo eterna. Casi a escondidas, como una criminal, tuve que agazaparme y correr hacia mi casa. Un conejito asustado.
Por suerte, me faltaba muy poco para llegar. Solo tenía que cruzar un paso de cebra, llegar a una plazuela y entrar en mi bloque. Por precaución, busqué las llaves en mi bolso, y recé por que no se me atascaran en la cerradura del portal, como ya había sucedido otras veces. Todo indicaba que no debía seguir preocupándome por lo ocurrido. Estaba agotada después de haber corrido tanto y todavía estaba en tensión, pero parecía que todo había acabado ya. Mi casa estaba a menos de cien metros y ellos habían pasado de largo sin encontrarme. Me sentí aliviada.
-¡Miradla, allí está!
Me quedé helada al oír esta frase. Un escalofrío me recorrió la espalda.
"No, no puede ser. ¿Cómo me han encontrado?", recuerdo que pensé.
Pero allí estaban. Los chicos se habían tomado en serio la tarea de buscarme. No sé si querían hacerme algo malo o solo pretendían asustarme, pero el caso es que se habían dedicado a dar vueltas con el coche por los alrededores hasta dar conmigo y seguir persiguiéndome. Recuerdo haber pensado que se habían tomado demasiadas molestias por una simple chica a la que solo querían molestar.
Lo demás lo recuerdo de manera muy rápida. Volví a echarme a correr, metí la llave en la cerradura, entré de manera atropellada y cerré la puerta del portal dándome impulso con todo el cuerpo; supongo que los vecinos del primer piso se sobresaltarían al oír aquel estruendo, pero en aquel momento no me importó. Los chicos seguían rondando con el coche en el exterior, gritando y llamándome, mientras yo esperaba a que el ascensor bajara de una puñetera vez. En cuanto llegué a casa, cerré la puerta con dos vueltas de llave, corrí a mi habitación, me metí en la cama y me cubrí con las sábanas hasta arriba. Y allí, en la calma que llega después de la tempestad, me eché a llorar. No hacía más que preguntarme qué habría podido pasar si aquellos chicos me hubieran atrapado y me hubieran metido en su coche, cómo habrían terminado las cosas si yo no me hubiera echado a correr o si ellos realmente tuvieran pensado hacerme daño. No podía parar de llorar, no podía parar de temblar. Solo conseguía exorcizar mi miedo cuando me repetía una y otra vez que los chicos no sabían en qué piso vivía y que no vendrían a hacerme nada.
Al día siguiente, tras haber dormido unas pocas horas, me levanté para ir a clase y seguir con mi vida normal. Mientras caminaba hacia mi facultad, y a pesar de ser las diez de la mañana, miraba a mi alrededor con miedo a que un coche aparcara a mi lado y de él salieran cinco chicos para arrastrarme a su interior.
Nunca se lo he contado a nadie hasta ahora, pero ese recuerdo se me ha presentado hoy muchas veces a lo largo del día. Y es que hoy ha salido a la luz la sentencia de la Manada, ese grupo de repugnantes amigos que se aprovecharon de una chica de dieciocho años que iba bebida en las fiestas de San Fermín, la metieron en un portal y se la follaron entre los cinco como si fuera una vulgar muñeca hinchable. Esa sentencia, tan esperada por millones de mujeres, ha caído como un jarro de agua fría sobre todas, pues los jueces que se han encargado de dictar sentencia consideran que estamos ante un caso de abuso sexual, no de agresión sexual... y esto implica que la pena de cárcel que les ha caído es bastante menor: nueve años, exactamente.
No quiero criticar sin saber. Yo no estuve allí, no he visto los vídeos, no he visto las pruebas, no he estado presente en los juicios. No sé si fue una violación. No sé qué tiene que pasar para que un acto así se considere una violación en la Justicia española. No sé de Leyes ni Jurisprudencia, pero entiendo que todas las mujeres nos sintamos indignadas ante semejante escándalo. Puede que la víctima hubiera decidido someterse a la vejación intimidada por aquellos cinco hombres más grandes y fuertes que ella, o puede incluso que hubiera aceptado tener relaciones sexuales con uno y que después se vio acorralada al darse cuenta de que iba a ser plato para cinco comensales. No lo sé. Pero lo que sí sé es que los miembros de la Manada son repugnantes, vomitivos y dignos del mayor de los desprecios. Cinco hombres entre los que hay (me estremezco al pensarlo) un Guardia Civil, alguien que jura servir y proteger a los ciudadanos de a pie, que tratan a una chica poco más que adolescente, borracha y mermada de facultades, como un juguete sexual... es para echarse a temblar.
Hoy más que nunca he pensado mucho en la víctima y en lo que podría haberme pasado a mí. ¿Y si hubiera sido yo? ¿Y si aquellos chicos me hubieran cogido, me hubieran drogado y luego decidieran violarme entre todos? ¿Qué habría sido de mí? ¿Cómo habría actuado? ¿Qué harían conmigo después? ¿Quién me encontraría? ¿Cómo llegaría a mi casa... si es que llegaba? Por fortuna, a mí no me pasó nada pero hay otras mujeres que no han tenido la misma suerte que yo y que incluso han muerto por intentar defenderse y oponer resistencia. Es horrible tener que pensarlo, pero a día de hoy una mujer sigue sin poder caminar segura por las noches, pues estoy segura de que un chico, en la misma situación en que me vi yo, es probable que no hubiera llamado la atención del grupo del coche.
Y si por casualidad alguna de las víctimas de la Manada o cualquier otra mujer agredida lee este post, quiero que sepa que mi corazón está con ellas, que he visto brevemente lo que es el miedo y que no me atrevo a imaginar el terror que habrán pasado.
Y si por casualidad alguna de las víctimas de la Manada o cualquier otra mujer agredida lee este post, quiero que sepa que mi corazón está con ellas, que he visto brevemente lo que es el miedo y que no me atrevo a imaginar el terror que habrán pasado.
Hoy más que nunca la Justicia tiene que cambiar.