jueves, 26 de abril de 2018

¿Y si hubiera sido yo?


Voy a contaros algo que nunca le he contado a nadie.

Hace unos diez u once años, yo me encontraba en Santiago de Compostela. Como sabéis, he estudiado la carrera de Historia, y dado que mi hogar se encuentra a varios kilómetros de Compostela, durante el curso escolar tenía que vivir en la capital de Galicia, como han hecho miles de estudiantes antes y después que yo, ya que es un hecho de lo más común.

A mí siempre me ha encantado vivir en Santiago; es una ciudad pequeña, muy tranquila y con unos niveles de delincuencia muy bajos en comparación con otros lugares como podrían ser ciertas zonas de A Coruña o la misma Vigo, considerada una de las tres ciudades con mayores índices de delincuencia en las calles de toda España. Santiago tenía (y tiene) todo lo que siempre he buscado en la ciudad de mis sueños, por lo que para mí fue muy fácil adaptarme y hacerme una vida. Durante el día, seguía mi rutina normal: iba a clase, quedaba con mis amigas, hacía la compra y daba largos paseos para conocer la ciudad y familiarizarme con el entorno. Y las noches de jueves, como todo el mundo, me preparaba para salir con mis amigos y pasármelo bien con ellos en alguno de los muchos pubs que hay salpicados por todo el casco antiguo.

Siempre me he sentido segura viviendo en Santiago. Me sentía tan a gusto que no vacilaba en quedar con mis amigas por la noche en un sitio un poco alejado e ir a dicho lugar caminando en plena noche. Por supuesto, no soy idiota: Siempre he tenido una especial precaución en todo lo que concernía a salir de casa por la noche. Hasta entonces nunca había tenido ningún problema, pero todos sabemos que eso puede cambiar de un momento para otro. Pero por suerte, en Santiago hay muchas zonas abiertas y muy bien iluminadas, y la Policía patrullaba por las cercanías cada pocos minutos. Nunca pasaba nada digno de mención, como pudiera ser un altercado, una pelea en un lugar público o un robo con violencia. Para que me entendáis, os hablo de una ciudad que he llegado a atravesar sola, en plena noche, a las tres de la mañana, y llegar a mi piso tan campante. Nunca me pasó nada.

Hasta que pasó.

Era una noche de jueves tan normal como cualquier otra. Yo había salido con mi grupo de amigas a tomar algo y a divertirme como siempre, y durante toda la noche no sucedió nada que se saliera de lo común. Al día siguiente tenía clase, así que les dije a mis amigas que no quería volver tarde a casa. Normalmente nos acompañábamos unas a otras hasta nuestras respectivas casas, hasta la parada de taxis o hasta algún lugar que nos pareciera seguro. Pero aquel día no quería chafarles la diversión a mis amigas haciéndoles venir conmigo hasta mi piso y luego recorrer el camino de vuelta; ellas no se habrían negado, pero no me apetecía cargarles ese marrón, así que les dije que no se preocuparan, me despedí de todas y me fui a mi casa.

Debían de ser las dos o tres de la mañana, no lo sé. Caminé sola durante un buen rato, crucé el casco antiguo y un tramo de la Alameda; por este paseo suele haber gente corriendo y haciendo deporte en plena madrugada, así que su presencia me tranquilizaba. Caminé sin pensar en nada en concreto, andando a buen paso y mirando al frente, sin dudar. Estaba tan cerca de mi piso que ya casi percibía el tacto suave y esponjoso de mi pijama. Después de caminar un rato por el paseo, bajé unas escaleras para llegar a la carretera principal que cruza el casco nuevo de Santiago. En una de las esquinas, justo a pie de carretera, había un pequeño bar todavía abierto. Y en la puerta había un coche encendido y varios chicos dentro bebiendo y contándose sus historias. Creo que eran cinco o seis, no lo recuerdo, como tampoco recuerdo sus caras. Puede que fueran de mi edad o tal vez algo mayores, pero repito que no lo sé.

De lo que sí me acuerdo es de sus miradas al verme aparecer. Yo no llevaba puesto nada particularmente llamativo, como pudiera ser un vestido corto, unos pantaloncitos o una blusa escotada, pero me fijé en sus miradas y en la sonrisa que se les dibujó a todos en la cara, y no me hizo ninguna gracia. Sabía lo que venía a continuación y en ese sentido no me decepcionaron: Empezaron a decir las típicas tonterías de un grupo de borrachos, a piropearme y a preguntarme por qué me iba tan pronto a casa. A mí no me hacía ni pizca de gracia tener que pasar a su lado, pero no me quedaba más remedio porque era el único camino posible para seguir ruta hacia mi casa, así que decidí pasar lo más rápido que pude. Con paso firme, sin apenas mirarles, avancé hacia delante. Uno de ellos iba a entrar en el coche y me invitó a subir, a lo que yo respondí con seriedad:

-No, gracias. ¿Me dejas pasar, por favor?

No fue una provocación, pero ellos se lo tomaron como tal. Pasé de largo, doblé la esquina y seguí caminando un par de metros. Los chicos dejaron de decirme piropos y me soltaron alguna que otra grosería, pero les ignoré y seguí caminando. Entonces, les oí decir que no me moviera de donde estaba. Miré hacia atrás... y cuando les vi arrancar el coche para empezar a seguirme, me invadió el pánico. Eché a correr cuesta abajo todo lo rápido que pude sin volverme ni una sola vez. Al parecer, al conductor le estaba costando un poco maniobrar y enderezar el volante (probablemente porque iba bebido), y eso me hizo ganar tiempo. Corrí, corrí y corrí. En mi cabeza parpadeaba una y otra vez la palabra "¡Huye!", y no pude ni quise desobedecer tal imperativo. Corrí hasta quedarme sin aliento; tuve que esconderme en un lugar apartado para recuperarme hasta que me pareció que el coche de aquellos chicos había pasado de largo. Mi casa no estaba a más de dos minutos, pero la distancia que me separaba se me hizo eterna. Casi a escondidas, como una criminal, tuve que agazaparme y correr hacia mi casa. Un conejito asustado.

Por suerte, me faltaba muy poco para llegar. Solo tenía que cruzar un paso de cebra, llegar a una plazuela y entrar en mi bloque. Por precaución, busqué las llaves en mi bolso, y recé por que no se me atascaran en la cerradura del portal, como ya había sucedido otras veces. Todo indicaba que no debía seguir preocupándome por lo ocurrido. Estaba agotada después de haber corrido tanto y todavía estaba en tensión, pero parecía que todo había acabado ya. Mi casa estaba a menos de cien metros y ellos habían pasado de largo sin encontrarme. Me sentí aliviada.

-¡Miradla, allí está!

Me quedé helada al oír esta frase. Un escalofrío me recorrió la espalda.

"No, no puede ser. ¿Cómo me han encontrado?", recuerdo que pensé.

Pero allí estaban. Los chicos se habían tomado en serio la tarea de buscarme. No sé si querían hacerme algo malo o solo pretendían asustarme, pero el caso es que se habían dedicado a dar vueltas con el coche por los alrededores hasta dar conmigo y seguir persiguiéndome. Recuerdo haber pensado que se habían tomado demasiadas molestias por una simple chica a la que solo querían molestar.

Lo demás lo recuerdo de manera muy rápida. Volví a echarme a correr, metí la llave en la cerradura, entré de manera atropellada y cerré la puerta del portal dándome impulso con todo el cuerpo; supongo que los vecinos del primer piso se sobresaltarían al oír aquel estruendo, pero en aquel momento no me importó. Los chicos seguían rondando con el coche en el exterior, gritando y llamándome, mientras yo esperaba a que el ascensor bajara de una puñetera vez. En cuanto llegué a casa, cerré la puerta con dos vueltas de llave, corrí a mi habitación, me metí en la cama y me cubrí con las sábanas hasta arriba. Y allí, en la calma que llega después de la tempestad, me eché a llorar. No hacía más que preguntarme qué habría podido pasar si aquellos chicos me hubieran atrapado y me hubieran metido en su coche, cómo habrían terminado las cosas si yo no me hubiera echado a correr o si ellos realmente tuvieran pensado hacerme daño. No podía parar de llorar, no podía parar de temblar. Solo conseguía exorcizar mi miedo cuando me repetía una y otra vez que los chicos no sabían en qué piso vivía y que no vendrían a hacerme nada.

Al día siguiente, tras haber dormido unas pocas horas, me levanté para ir a clase y seguir con mi vida normal. Mientras caminaba hacia mi facultad, y a pesar de ser las diez de la mañana, miraba a mi alrededor con miedo a que un coche aparcara a mi lado y de él salieran cinco chicos para arrastrarme a su interior.

Nunca se lo he contado a nadie hasta ahora, pero ese recuerdo se me ha presentado hoy muchas veces a lo largo del día. Y es que hoy ha salido a la luz la sentencia de la Manada, ese grupo de repugnantes amigos que se aprovecharon de una chica de dieciocho años que iba bebida en las fiestas de San Fermín, la metieron en un portal y se la follaron entre los cinco como si fuera una vulgar muñeca hinchable. Esa sentencia, tan esperada por millones de mujeres, ha caído como un jarro de agua fría sobre todas, pues los jueces que se han encargado de dictar sentencia consideran que estamos ante un caso de abuso sexual, no de agresión sexual... y esto implica que la pena de cárcel que les ha caído es bastante menor: nueve años, exactamente.

No quiero criticar sin saber. Yo no estuve allí, no he visto los vídeos, no he visto las pruebas, no he estado presente en los juicios. No sé si fue una violación. No sé qué tiene que pasar para que un acto así se considere una violación en la Justicia española. No sé de Leyes ni Jurisprudencia, pero entiendo que todas las mujeres nos sintamos indignadas ante semejante escándalo. Puede que la víctima hubiera decidido someterse a la vejación intimidada por aquellos cinco hombres más grandes y fuertes que ella, o puede incluso que hubiera aceptado tener relaciones sexuales con uno y que después se vio acorralada al darse cuenta de que iba a ser plato para cinco comensales. No lo sé. Pero lo que sí sé es que los miembros de la Manada son repugnantes, vomitivos y dignos del mayor de los desprecios. Cinco hombres entre los que hay (me estremezco al pensarlo) un Guardia Civil, alguien que jura servir y proteger a los ciudadanos de a pie, que tratan a una chica poco más que adolescente, borracha y mermada de facultades, como un juguete sexual... es para echarse a temblar.

Hoy más que nunca he pensado mucho en la víctima y en lo que podría haberme pasado a mí. ¿Y si hubiera sido yo? ¿Y si aquellos chicos me hubieran cogido, me hubieran drogado y luego decidieran violarme entre todos? ¿Qué habría sido de mí? ¿Cómo habría actuado? ¿Qué harían conmigo después? ¿Quién me encontraría? ¿Cómo llegaría a mi casa... si es que llegaba? Por fortuna, a mí no me pasó nada pero hay otras mujeres que no han tenido la misma suerte que yo y que incluso han muerto por intentar defenderse y oponer resistencia. Es horrible tener que pensarlo, pero a día de hoy una mujer sigue sin poder caminar segura por las noches, pues estoy segura de que un chico, en la misma situación en que me vi yo, es probable que no hubiera llamado la atención del grupo del coche.

Y si por casualidad alguna de las víctimas de la Manada o cualquier otra mujer agredida lee este post, quiero que sepa que mi corazón está con ellas, que he visto brevemente lo que es el miedo y que no me atrevo a imaginar el terror que habrán pasado.

Hoy más que nunca la Justicia tiene que cambiar.

lunes, 23 de abril de 2018

¡Feliz día del Libro!


¡Hola a todos!

Esta será una entrada cortita, casi anecdótica. Debido a la escasez de tiempo y a ciertos asuntos personales, este mes no he podido actualizar mucho, y me temo que el mes que viene tampoco podré explayarme demasiado en el blog. Con todo, no quería dejar pasar este día sin dejar un pequeño recordatorio de este día tan importante para los escritores y para los lectores que se animan a dar una oportunidad a un libro nuevo.

Por eso, desde este blog, os animo encarecidamente a que leáis. Leed todo lo que caiga en vuestras manos. Leed libros nuevos y antiguos, buenos y malos. Leed novelas, artículos, ensayos, poemarios, cuentos, manuales y enciclopedias. Leed historias de amores imposibles, de monstruos horrendos, de espadas y dragones, de historias que ocurrieron en el pasado o de aventuras que ocurrirán en el futuro. Leed por gusto, por el placer de llenar vuestros corazones con las maravillas que se esconden entre las páginas de un libro. Leed y viajad a otros mundos. Leed y aprended de la sabiduría de los eruditos que nos precedieron. Leed y convertíos en los elegidos de la profecía. Leed y vivid mil vidas, todas diferentes, todas fascinantes.

Los libros son los mejores aliados de una persona. Un libro es capaz de aportar conocimientos, ideas, imaginación y emoción a aquel que tiene la valentía de abrirlo y echar un vistazo a los secretos que encierra. Son amigos que nos llevan de aventuras, maestros que nos dan las respuestas que necesitamos, contadores de historias, guardianes del pensamiento y de la memoria.

Leed y vuestro espíritu se enriquecerá. Seréis más sabios, más abiertos de mente, más imaginativos y, sí, más libres.

Feliz día del Libro a todos.




viernes, 6 de abril de 2018

Las hadas de Cottingley


¡Hola a todos!

Christopher Moore, en su novela Aleta, pone en boca de uno de sus personajes la siguiente frase: “La ciencia que no conoces parece magia”. Esta sentencia, tan simple y a la vez tan evocadora, encierra en su interior una verdad que todos conocemos pero que pocas veces exteriorizamos, y es que el ser humano tiende a creer en las artes ocultas o en entidades mágicas cuando se enfrenta a fenómenos que es incapaz de explicar… hasta que la ciencia empieza a investigar y ofrece una explicación plausible, lo que destruye por completo la imaginación de esa persona. En pocas palabras, podríamos decir que la ciencia es la muerte de la magia.

No me voy a parar a enumerar todas las ventajas que la ciencia nos ha dado a lo largo de los siglos porque no acabaría hoy, pero baste decir que, desde que el hombre es hombre siempre ha buscado respuestas para explicar hechos cotidianos y cuestiones de índole espiritual. ¿Qué es la lluvia y por qué cae sobre la tierra? ¿Los relámpagos que atravesaban el cielo eran obra de un dios furioso y vengativo o había otra explicación? ¿Había criaturas mágicas ocultas en los árboles, en los arroyos o incluso en lo más profundo del océano?

Hoy en día conocemos la respuesta de casi todas las preguntas que otros se han formulado antes que nosotros, pero hay quienes afirman que todavía no lo conocemos todo, y una de esas cosas atañe a la existencia de las hadas.



Hadas tomando un baño de sol

Las hadas, esos seres fantásticos e inmortales que viven en un plano astral diferente al nuestro y que utilizan la magia para intervenir en los asuntos de los mortales, han formado parte de todas las culturas humanas bajo diferentes nombres y apariencias. Dotadas de grandes poderes, se creía que determinaban el destino y tenían visión profética. Se las consideraba las protectoras de la naturaleza, de los bosques y praderas, de las flores y jardines, de los ríos y los mares. La tradición popular pinta a las hadas como criaturas femeninas de gran belleza y naturaleza dual, capaces de ser muy bondadosas y muy crueles, pero conservando la ingenuidad y la inocencia propia de los niños; quizá sea por eso que solo puede verlas alguien que todavía conserve el corazón puro de un infante.

No obstante, por mucho que nos guste la idea de que su existencia sea verídica, para la mayoría de la gente es evidente que las hadas no son reales. Son seres imaginarios creados para alegrar y hacer soñar a los niños, pero una vez éstos lleguen a la edad adulta los olvidarán y se darán cuenta de que eran pura fantasía. Imaginaos entonces el estupor que se generó en toda Inglaterra cuando, a principios del siglo XX, dos niñas no solo se atrevieron a afirmar que habían conocido y jugado con hadas, sino que además las habían fotografiado.

Elsie Wright y Frances Griffith eran dos primas que vivían en Cottingley, cerca de Bradford (Inglaterra). Elsie era por entonces una muchacha de dieciséis años con un gran talento para el dibujo y la pintura, especialmente paisajes y retratos utilizando la técnica de la acuarela. Frances había nacido en Sudáfrica y era hija de un sargento mayor, pero se fue a pasar las vacaciones con sus tíos y su prima a Cottingley a los diez años.

La residencia de los Wright estaba establecida en plena naturaleza, al lado de un bosquecillo por el que discurría un plácido riachuelo; un marco óptimo para los amantes de la fantasía. Una tarde de julio de 1917, las niñas pidieron permiso al señor Wright para llevar su cámara fotográfica al arroyo; tras mucho insistir, el señor Wright aceptó y les dio algunos consejos sobre su funcionamiento. Las niñas se marcharon muy contentas y no tardaron más de una hora en regresar con la cámara intacta, pero con unas extrañas impresiones en las placas. Cuando Arthur Wright reveló las placas en su laboratorio casero, se llevó una sorpresa al ver una foto de Frances rodeada de extrañas manchas blancas. Le preguntó a Elsie si sabía qué podía ser eso, y su hija respondió que eran sus amigas las hadas. Como es natural, al oír tal ocurrencia, el señor Wright se rió y guardó la foto en un cajón, pensando que quizá esas manchas eran hojas caídas o papeles arrastrados por el viento.



Frances y las hadas

Unas semanas después, en agosto, las niñas volvieron a salir a jugar al bosquecillo con la cámara, y una vez más volvieron con otra fotografía. Esta vez, quien posaba para la cámara era Elsie, quien le tendía la mano a lo que parecía ser un pequeño gnomo saltarín. Pensando que las niñas querían gastarle una broma pesada, el señor Wright les prohibió que volvieran a coger la cámara. Pero su esposa, Polly Wright, que sentía un gran interés por el ocultismo y había tenido varias experiencias de proyección astral y recuerdos de vidas pasadas, creía que las niñas decían la verdad. Fue ella la que hizo público el asunto en 1919, cuando asistió a una reunión de la Sociedad Teosófica de Bradford. Allí, Polly habló sobre la existencia de hadas en Cottingley y afirmó que su hija y su sobrina las habían fotografiado. La noticia corrió como la pólvora hasta que llegó a oídos del teosofista Edward Gardner.

Interesado por el curioso fenómeno, Gardner pidió que se le mandaran las fotografías para poder verificar si eran hadas auténticas o una falsificación. Como las imágenes estaba un tanto desvaídas y poco definidas, Gardner encomendó que se hicieran mejores revelados, tras lo cual afirmó que las hadas, sin asomo alguno de error, eran reales. Lo mismo creyó Arthur Conan Doyle, autor de las novelas de Sherlock Holmes, el otro gran implicado en el caso de las hadas de Cottingley. A raíz de la muerte de su hijo mayor en la guerra, Doyle empezó a obsesionarse con el espiritismo y el más allá; por eso, no debe extrañarnos su entusiasmo al descubrir que había pruebas fotográficas de la existencia de hadas, ya que venía a corroborar sus creencias más acérrimas.



Elsie y el gnomo

El caso de las hadas de Cottingley fue uno de los más polémicos de la época e hizo correr ríos de tinta. No fueron pocos los periódicos y revistas que publicaron artículos ilustrados con las fotografías que Elsie y Frances habían sacado junto al arroyo. Algunos medios fueron muy agresivos con las niñas (se llegó a romper su anonimato y a publicar la dirección de su casa) y con el propio Conan Doyle, tachándolos de farsantes y de haber falsificado las fotografías. Sin embargo, ninguno de estos ataques consiguió mermar el entusiasmo general de la gente. Los periodistas acudían en tropel a la residencia de los Wright para entrevistarles, y no eran pocos los curiosos que se acercaban al arroyo armados con cazamariposas con la intención de capturar un hada. La invasión de fincas y terrenos privados provocó numerosos disturbios y tensiones, y una y otra vez volvía a surgir la pregunta: ¿Eran reales las hadas o todo había sido un montaje?

Para acallar los rumores maledicentes, se decidió entregarle a cada niña una cámara para que volvieran a fotografiar a las hadas. Para que no se sintieran presionadas, Gardner les dio una serie de recomendaciones acerca de su uso y la iluminación que requerían, asegurándoles que si no conseguían sacar ninguna foto no tenían por qué preocuparse. El mal clima dificultó un poco las cosas a Elsie y Frances, pero al fin consiguieron sacar tres fotografías más que fueron enviadas a Londres. Al verlas, Gardner se puso eufórico y le mandó un telegrama a Conan Doyle, que en esos momentos se encontraba en Australia, para darle la feliz noticia. El escritor se contagió del entusiasmo de su colega y publicó un nuevo artículo con las fotografías más recientes. Describía otros avistamientos de hadas y sirvió de base para su posterior libro The coming of the fairies, publicado en 1922.



Tercera y cuarta fotografías


Las reacciones ante las nuevas fotografías fueron, como antes, muy variadas. Las críticas más comunes eran que las hadas de Cottingley eran muy parecidas a las que salían en las ilustraciones de los cuentos infantiles y que tenían peinados siguiendo la moda parisina del momento. Con todo, las fotografías fueron consideradas como genuinas. En 1921 se hizo una última expedición a Cottingley. Se pretendía entregarles nuevo material fotográfico a las niñas para que volvieran a sacar fotos. Pero tanto Elsie como Frances, agobiadas por la prensa sensacionalista, estaban cansadas del asunto de las hadas y declinaron la oferta. Sin embargo, el tema de las hadas siguió candente durante mucho tiempo, y ni Elsie ni Frances pudieron escapar nunca de él.

A día de hoy, resulta insólito que tanta gente se dejara engañar por dos niñas y una cámara. Y es que cualquiera que vea estas polémicas fotos se dará cuenta al instante de que son un fraude. En las imágenes e impresiones que han llegado a nuestros días, las hadas se ven planas, con una iluminación que no encaja con el resto de la fotografía. Las figuras de las hadas son estáticas y, como apuntaban muchos críticos, lucen vestidos y peinados de estilo parisino de principios del siglo XX. La prueba que hundió definitivamente la creencia en las hadas de Cottingley fue el descubrimiento, en 1978, de unas ilustraciones idénticas a las hadas en un libro infantil titulado Princess Mary’s Gift Book, publicado en 1915. Estas ilustraciones mostraban a unas ninfas bailando en las mismas posiciones que lucen las hadas de Cottingley en las fotografías. Eso sí, en las ilustraciones las ninfas no tienen alas, aunque estos añadidos bien pudo haberlos hecho la propia Elsie Wright, dada su habilidad con los pinceles.



Comparación de las hadas de Cottingley
con las ilustraciones del libro Princess Mary's Gift Book

Años después, en 1981, en una entrevista realizada para la revista The Unexplained, las primas declararon que las fotografías eran un montaje. Elsie dijo que habían recortado las figuras en papel, las habían clavado al suelo con alfileres de sombrero y se habían fotografiado junto a ellas como si fueran hadas de verdad. Sin embargo, Frances siguió manteniendo hasta el final de sus días que tanto ella como su prima Elsie habían visto a las hadas durante aquella hermosa tarde de verano de 1917.

domingo, 1 de abril de 2018

La leyenda del mes: La doncella cierva


¡Hola a todos!

Pues empezamos el mes de abril despidiéndonos de la Semana Santa, que este año en mi tierra ha sido pasada por agua. Me ha dado mucha pena que no hayan podido salir las principales procesiones del Jueves y el Viernes Santo, ya que son las más bonitas y emotivas. De todas formas, no habría podido ir a verlas porque me ha tocado trabajar, aunque me hubiera gustado que los demás sí pudieran verlas.

En fin, toca hacer de tripas corazón y encarar el nuevo mes con alegría. Estoy empezando a preparar mis próximas vacaciones que, si no hay mala novedad, serán en mayo. Estoy tan emocionada que me parece que voy a pasar todo el mes fuera de casa. Tengo muchas ganas de tomarme un descanso y dedicarme un poco a mis aficiones, a mis amigos y, por supuesto, a la escritura. Sin duda, un respiro me hará bien y hasta puede que aprenda a ver algunas cosas de otra manera.

Mientras tanto, vayamos a lo que importa, que es la leyenda que os he traído para inaugurar este mes. Esta es una de mis leyendas favoritas, aunque es muy clásica y su final se vislumbra ya desde el principio. Sin embargo, el halo de fantasía que la rodea me parece mágico y fascinante, y espero que a vosotros también os lo parezca.


La doncella cierva




Se dice que hace muchos años, en tierras de Cervantes vivía un señor llamado Froyás en un magnífico castillo. Este señor tenía dos hijos de los cuales se sentía muy contento y orgulloso: un joven llamado Egas y una muchacha llamada Aldara.

Los hermanos se querían mucho y solían salir juntos a cabalgar por las tierras de su padre. Con frecuencia, Egas acompañaba a Aldara al castillo del joven Aras, el hijo de otro señor que vivía en la misma comarca, quien había pedido licencia para poder cortejar a la muchacha, de la que se había enamorado. Y como Aldara le correspondía y sus respectivos padres veían con buenos ojos la relación entre ellos, todo el mundo pensaba que muy pronto habría casamiento en la tierra de Cervantes. La promesa de los jóvenes quedó sellada cuando Aldara recibió de Aras un hermoso anillo de oro con una piedra amarilla.

Pero ocurrió que un día, Aldara no regresó a casa a la hora acostumbrada. Preguntó su padre por ella y preguntó también su hermano, pero nadie supo darles una respuesta. Nadie sabía dónde podía estar Aldara ni qué le había podido ocurrir. Desesperados, Froyás y su hijo no dudaron en interrogar a todos los que vivían en el castillo y los alrededores. De todos los lugareños, solo un ballestero que había estado de guardia en la puerta del castillo dijo que la había visto salir por la tarde, y que le parecía que la muchacha había tomado rumbo al riachuelo que discurría por las cercanías.

Padre e hijo pidieron inmediatamente que se ensillaran sus caballos y los hicieron correr al galope hasta el riachuelo. Ninguno de los dos quería imaginarse la desgracia que allí había podido ocurrir, pero en la cabeza de ambos había cruzado la imagen de la pobre Aldara ahogada y su cadáver siendo arrastrado por la corriente del río. Sin embargo, ambos recorrieron la ribera del río de arriba abajo y no hallaron rastro alguno de Aldara.

Era tal el misterio que rodeaba la desaparición de la chica que se enviaron mensajeros a los señores de las comarcas vecinas pidiendo ayuda. En las labores de búsqueda participó incluso Aras, el desconsolado prometido, que recorrió los bosques durante día y noche con la esperanza de hallar a su amada. Pero nadie la encontró jamás. Todos dieron por supuesto que a la pobre muchacha la había matado un jabalí o tal vez una manada de lobos, por lo que suspendieron la búsqueda al perder toda esperanza de encontrarla con vida.

Años después, andando Egas de cacería, llegó a un bosquecillo donde pretendía dar caza a un urogallo. Una vez cobrada la pieza, y de regreso al castillo, tuvo la ocasión de atisbar un reflejo blanco entre los árboles. Se acercó sigilosamente y en un claro descubrió una hermosa cierva, blanca como la nieve, que brincaba por el bosquecillo sin preocupación alguna.

Egas no tardó mucho en preparar la ballesta y, de un tiro certero, hirió de muerte a la cierva, que cayó sobre la hierba. Egas se acercó a la pieza que acababa de cobrarse y se dio cuenta de que tal vez había cometido una tontería al matar a la cierva, puesto que no tenía los medios para llevarla por sí mismo al castillo de su padre. Entonces, con su cuchillo de monte, cortó una de las patas delanteras de la cierva, la guardó en el zurrón y, fijándose bien en el sitio donde se hallaba, decidió ir al castillo y avisar a los criados para que viniesen a recogerla.

Cuando llegó donde su padre, Egas le contó todo lo que había visto durante su jornada de caza y abrió su zurrón para mostrarle la pata de la cierva que había abatido. Pero su estupor fue indescriptible cuando de la bolsa no cayó una pata de cierva, sino una mano humana; una mano fina, suave y blanca; una mano de doncella hidalga. Y en uno de los dedos de aquella mano relucía un anillo de oro con una piedra amarilla. Era el anillo de Aldara.

Espantados por lo que acababan de descubrir, padre e hijo corrieron hacia el claro donde Egas había hallado a la cierva. Allí estaba, tendida en el suelo, la desdichada Aldara, con un vestido blanco en el que, junto al pecho, una mancha de sangre señalaba el lugar donde su propio hermano la había herido sin saberlo. Y en un brazo le faltaba la mano.


¡Y hasta aquí por hoy, amigos! ¡Nos vemos pronto!