La pintura, al igual que otras
disciplinas, es un arte que no pertenece al mundo de la estricta realidad. Se
trata de una creación que nace de la imaginación y el talento de personas
singulares que saben captar gestos y emociones y, con una maestría indudable, se
los ofrecen al espectador de manera impresionante y conmovedora. A veces es tal
el virtuosismo del artista que se puede llegar a producir el curioso síndrome
de Stendhal, por el cual una persona se ve aquejada de sofocos y desmayos al
contemplar durante demasiado tiempo monumentos u obras de arte de gran belleza.
A veces, la admiración que se
siente por determinado pintor y su legado pictórico empuja a un buen número de
personas, que tienen mucho de fullería y poco de vergüenza, a imitar a los grandes
con la esperanza de sacar tajada del trabajo de otro. El plagio y la
falsificación en el arte existen desde que el mundo es mundo, desde que alguien
vio en el talento del vecino la manera de asegurar su subsistencia. Un ejemplo
sería el de Jean Baptiste Corot (1796-1875), pintor romántico francés dedicado
a los paisajes y retratos, y que fue plagiado hasta la saciedad. Y eso sin
contar los cuadros de amigos y alumnos suyos que, menos afortunados que él y
con apuros económicos, Corot firmó para que pudieran venderlos y así enjugar
sus deudas. De ahí que venga el chascarrillo según el cual Corot pintó unos
tres mil cuadros de los cuales quince mil se encuentran en Estados Unidos.
En el transcurso de la historia
se han producido falsificaciones artísticas siempre que una obra ha sido
considerada valiosa para una colección. Los romanos copiaban esculturas
griegas, y muchas de estas copias han sido consideradas en su momento como
originales. Cierto es que si conocemos el arte de la antigua Grecia es gracias
en su mayor parte a los romanos (casi todas las esculturas griegas originales
se perdieron), pero eso no quiere decir que no utilizaran trucos para lucrarse
en su momento. El ansia por poseer objetos artísticos del mundo clásico llegó a
tal punto que hasta el mismísimo Miguel Ángel esculpió una imagen de Cupido en
mármol, le rompió algunas partes, la enterró durante un mes para darle un
aspecto desgastado y después la sacó para dársela a Lorenzo de Médicis,
que presumía de poseer una escultura original de la Roma antigua.
Quizá la producción más prolífica
de falsificaciones de obras de arte se haya producido entre los siglos XIX y
XX, durante los períodos de ávido coleccionismo. La famosa Tiara de Saitafernes, realizada en oro y por la que el Museo del Louvre
pagó la friolera de 200.000 francos por considerarla una pieza del siglo III
a.C., en realidad había sido realizada en 1880 por Israel Ruchomovsky, quien
trabajaba por encargo de unos negociantes que buscaban a gente capaz de imitar
joyas antiguas para venderlas como piezas de anticuario.
Cristo enseñando en el Templo, de Van Meegeren
La falsificación es, sin duda, el
peor mal del mundo del arte. La expansión de esta mala práctica habría que
achacársela a dos razones que van a la par: el afán de lucro y la avaricia del
comprador. En el negocio de la falsificación, cuenta tanto la falta de
escrúpulos del tahúr como la avaricia desmedida de un comprador que busca
gangas para especular o presumir. No obstante, la figura del falsificador de
arte está rodeada de una aureola especial dentro del mundo de la delincuencia.
Son gente que desprecia la violencia y el uso de las armas, porque adoran lo
que roban o lo que imitan. Por decirlo de una manera poética, son los
intelectuales del crimen.
Hay muchas historias fascinantes
dentro del mundo de la delincuencia artística. Quizá el maestro falsificador
más famoso de todos los tiempos haya sido, sin pretenderlo, Alceo Dossena, que
produjo esculturas de tal calidad que fueron aceptadas como originales por
muchos críticos del arte. Dossena se limitaba a ofrecer sus obras siguiendo
varios estilos: arcaico, griego, helenista, romano, gótico y renacentista. El
problema es que sus obras se empezaron a vender de manera fraudulenta por
cifras astronómicas. Sin embargo, hizo gala de una gran honradez al proclamar
que sus obras eran modernas cuando descubrió que una Madonna con el Niño, que había vendido por 50.000 liras, fue a su vez
revendida por tres millones de liras afirmando que se trataba de una
antigüedad.
Pero, sin duda, la historia más
rocambolesca dentro del mundo de la falsificación en el arte fue la de Han van
Meegeren, el hombre que consiguió engañar a artistas, expertos, compradores e
incluso a los nazis con sus pinturas. El hombre que entró en un juicio acusado
de traición a la patria y salió convertido en un héroe nacional, y todo ello
siguiendo el camino más difícil: falsificando seis cuadros de Jan Vermeer, que
hizo pasar por auténticos a museos, eruditos y hasta al número dos de Hitler,
Hermann Goering.
Han van Meegeren nació en 1889 en
Deventar, Holanda, patria de Vermeer, que allí está considerado una gloria
nacional. Desde muy joven, Meegeren sintió pasión por la pintura, lo que le
acarreó grandes problemas con su padre, quien rechazaba el deseo de su hijo y
destruía sus lienzos tirándolos al fuego. Pero tanto insistió Meegeren que al
final consiguió que lo enviaran al taller del maestro Bartus Korteling, un
profesor apasionado por los grandes maestros y que alentaba a sus alumnos a
familiarizarse con las técnicas empleadas por los pintores del siglo XVII, lo
que incluía el uso de telas y pinturas de aquella época.
Meegeren era osado y un hombre de
recursos. Así que, viendo que su trabajo apenas le daba para subsistir, decidió
falsificar un Vermeer y probar suerte a la hora de venderlo. Para ello, estudió
detenidamente al artista y se centró en la década que va desde 1650 a 1660; unos años
oscuros en la vida de Vermeer y de los que no se conocían a ciencia cierta ni
sus obras ni sus actividades. Se cree que en esa época podría haber estado
relacionado con un grupo de estudiantes italianos y que habría viajado a Italia
para conocer en detalle las técnicas de Caravaggio. Posiblemente hubiese
pintado algún lienzo en esa época pero, como la mayor parte de su obra
pictórica, se habría perdido.
Imitar a Vermeer no es una tarea
sencilla. Sus obras tienen unas características técnicas y espaciales realmente
únicas, sobre todo en lo tocante al uso de la luz. En realidad, los expertos
aseguran que los grandes maestros tienen una expresión que se puede imitar, pero
nunca repetir, porque cada trazo sobre el lienzo es único. Como si se tratara
de una marca de identidad, cada pintor posee la suya propia y ésta no puede ser
igualada por ningún otro.
Van Meegeren consiguió lo
imposible, y no se dejó ni un solo cabo suelto a la hora de llevar a término su
estafa. La técnica que empleó para imitar a Vermeer fue digna de encomio. Se
hizo con cuadros de poco valor, pero telas del siglo XVII. A continuación,
imitó perfectamente el método de trabajo de Vermeer. Compró pinceles de pelo de
tejón y fabricó el tono azul a partir de lapislázuli que hizo traer desde
Inglaterra, para obtener el mismo cromatismo. Utilizó viejos manuscritos para
extraer el aceite que luego emplearía para mezclar los colores. Experimentó con
formaldehído, un gas incoloro resultante de la oxidación del alcohol metílico,
para secar la pintura. Finalmente, horneó el cuadro durante dos horas a 105
grados para que consiguiera imitar a la perfección las grietas y estrías que se
apreciaban en las obras de Vermeer. Siete meses fueron necesarios para terminar
su Cristo en Emaús, su primera
falsificación.
Cristo en Emaús
Ahora solo faltaba poner el timo
en marcha. Para ello, Meegeren se inventó la historia de que un amigo suyo
había encontrado el cuadro en Italia y que él se lo había comprado. Llevó el
lienzo a Abraham Bredius, uno de los mayores expertos en esos años en Vermeer,
que tenía las ventajas de ser muy anciano, tener la vista cansada y unas ganas
tremendas de encontrar un Vermeer desaparecido. Tras un breve examen, certificó
que era auténtico y escribió unas líneas apasionadas sobre el descubrimiento. En
poco tiempo, Europa entera se hizo eco del hallazgo. En 1937, el Museo Boymans
de Rotterdam pagó medio millón de florines por el cuadro, que fue exhibido al
año siguiente con motivo del jubileo de la reina Guillermina.
La cosa no quedó ahí, pues
Meegeren siguió su andadura y se llevó la palma por “descubrir” otros cuatro
lienzos desaparecidos de Vermeer, que colocó a precios altísimos. Tales
trapacerías repercutieron muy positivamente en Han van Meegeren, que consiguió
amasar una fortuna que le permitió comprar una villa en Niza y disfrutar de la
gran vida durante un tiempo. Lo que ocurrió es que ese tiempo de disfrute duró
muy poco, concretamente hasta el año 1939, cuando los nazis subieron al poder y
convirtieron Europa en un cruento campo de batalla. Con la amenaza de la
guerra, Meegeren regresó a Holanda y allí pintó un cuadro que tituló La mujer adúltera, que le endosó a
Walter Andreas Hofer, un oficial de la Gestapo que trabajaba para Hermann Goering en la
consecución de piezas artísticas relevantes, y que pagó por él una importante suma
de dinero en una cita convenida en Ámsterdam. El cuadro pasó a engrosar la
colección de bienes expoliados por los nazis.
En todos los conflictos armados,
el saqueo es algo que va unido a la labor de conquista: Los vencidos mueren, y
los vencedores se quedan con sus pertenencias. Durante la
II Guerra Mundial no hubo excepciones a
este respecto. El Ejército Rojo, durante su avance por el este, se apropió de
todo lo que encontró a su paso. Cada vez que tomaban una ciudad, se llevaban
todo el patrimonio artístico nacional. Hitler y Goering eran especialmente
sensibles a la pintura y crearon una unidad especial para hacerse con las
piezas más significativas. El recuento habla de 203 colecciones privadas
saqueadas, además de los museos. Cientos de miles de obras de arte abandonaron
sus emplazamientos de origen en dirección a Alemania, a la avaricia del régimen
nazi.
En 1945, con el conflicto tocando
a su fin, las tropas estadounidenses encontraron una antigua mina de sal en Alt
Ausee, cerca de Salzburgo, donde hallaron una parte considerable de lo que los
nazis habían esquilmado por toda Europa. Entre el botín había un cuadro
desconocido de Vermeer titulado La mujer
adúltera, perteneciente a la colección privada de Goering. Al principio el
hecho no trascendió demasiado, puesto que la apropiación indebida de bienes
artísticos por los nazis era bien conocida por los aliados. Lo que verdaderamente
llamó la atención fue que aquel cuadro no había sido robado, sino que el número
dos de Hitler había pagado por él. Tras unas breves pesquisas, no fue muy
difícil dar con el nombre de Han van Meegeren.
La policía ejecutó la detención
de Meegeren en su propia casa. Fue acusado de facilitar el patrimonio nacional
al invasor, un delito gravísimo en la Holanda de la posguerra. Meegeren fue acusado
también de connivencia con los nazis, de comerciar con ellos y de traición a la
patria. Ante los jueces, y de acuerdo con su abogado, Meegeren planteó una
defensa espectacular: Declaró que no había vendido un Vermeer, sino que había
falsificado seis y engañado a los alemanes. Obviamente, tal confesión causó un
estupor indescriptible. Los eruditos del mundo artístico, que habían gozado y
celebrado la aparición de seis lienzos desconocidos del mismísimo Vermeer,
fueron los primeros en poner en duda la palabra de Meegeren. Una vez más, la
actitud del tahúr les dejó sin palabras, pues Meegeren pidió pintar un nuevo
Vermeer para demostrar su inocencia.
La autoridad judicial le dio
permiso para hacerlo, de modo que, bajo una estricta vigilancia y con gran
expectación por parte del público, Meegeren fue instalado en un gran estudio,
se le facilitaron todos los materiales que pidió y en dos meses culminó el
séptimo Vermeer, Cristo enseñando en el
Templo. Fue examinado por un jurado internacional, que tuvo que reconocer
el extraordinario talento para la imitación que tenía el acusado. Ante tal
evidencia, Meegeren fue absuelto de los crímenes que se le habían imputado. Fue
condenado a un año de prisión por falsificación de obras de arte, convertido ya
en una celebridad entre sus compatriotas, aunque el proceso deterioró tanto su
salud que murió muy pronto, en 1947.