Hacer una disertación sobre la
crisis de los tulipanes supone hablar de la primera burbuja financiera de la Historia. En la Holanda del siglo XVII, la
crisis de los tulipanes llevó a la bancarrota a muchos inversores, que llegaron
a pagar auténticas fortunas por un bulbo de tulipán. Fue el mayor exceso
especulativo del que se tiene constancia, y el que marcaría la pauta de todas
las burbujas que vendrían después.
La semilla de la locura fue,
paradójicamente, una flor. Ogier Ghislaine de Busbecq, embajador de Holanda en
Turquía, fue el primero en caer rendido ante la belleza de las llamativas
flores que rodeaban su residencia en Constantinopla. Los coloridos tulipanes
que poblaban los jardines de la capital turca le gustaron tanto que los
convirtió en regalo oficial. Cada vez que Ghislaine de Busbecq regresaba a su
ciudad natal, obsequiaba a los personajes más ilustres de la sociedad holandesa
con exuberantes ejemplares de tulipán. Esta novedad exótica no tardó en hacerse
popular, y se convirtió en moda cuando una de las familias más ricas de la
época, los Függer, decidió adornar con tulipanes sus mansiones en Augsburgo.
La belleza del tulipán engatusó
no solo a las clases más pudientes de la sociedad, sino a los ciudadanos de la
clase media. De pronto, todos querían ser dueños de tulipanes. La pasión por
esta flor trascendió a su manifestación física, y no tardó en surgir un intenso
mercado financiero basado principalmente en el comercio de bulbos de tulipán.
El comercio de tulipanes tuvo su
mayor auge en Ámsterdam, ya que en 1620, la Bolsa de esta ciudad se había convertido en la
más dinámica y concurrida de Europa en la época, a pesar de que apenas tenía
diez años de existencia. En la
Bolsa de Ámsterdam se podían negociar todo tipo de productos,
desde acciones de las compañías que comerciaban con América hasta seguros
marítimos, pasando por materias primas y por artículos más sofisticados como la
seda italiana, especias e incluso esperma de ballena. Es fácil imaginar que,
dentro de este contexto, la venta de tulipanes encajaba a la perfección.
No existe una explicación
medianamente razonable acerca de la locura que generó el tulipán en la época.
Los psicólogos consideran que en torno a esta flor se dan las claves que
explicarían la base de la experiencia especulativa, precisamente porque se
tenía este producto como algo fácil de conseguir, que no implicaba un gran
coste económico y sí traía muchos beneficios. En un bulbo de tulipán se
concentraban el azar, la sencillez y la accesibilidad. Cualquier pequeña anomalía
(un virus, por ejemplo) podía convertir un simple tulipán en un raro, admirado
y cotizado ejemplar. Además, su cultivo era muy sencillo, ya que no necesitaban
grandes extensiones de tierra ni cuidados especiales. Y, como colofón, no
existía un gremio que controlara las bases y requerimientos del oficio. Todo
esto contribuyó a que su precio no fuese excesivamente alto. Las clases medias,
a las que les resultaba imposible acceder a la especulación con acciones de la Compañía de las Indias
Orientales, vieron en el tulipán su oportunidad de ingresar en el gran mercado
especulativo.
Los rumores de que la
compra-venta de tulipanes ofrecía un enriquecimiento seguro surcaron Europa en
muy poco tiempo. Se hablaba de la revalorización de los bulbos no solo en Holanda,
sino también en París o en la
Bretaña francesa. La demanda empezó a crecer a un ritmo
imparable, pues todo el mundo quería recibir su parte de los beneficios. Esta
demanda disparó los precios, así como la posibilidad de ganar más dinero con
los tulipanes.
Fue el comienzo de la llamada tulipomanía, y el primer damnificado por
sus consecuencias fue el botánico holandés Carolus Clusius, pionero de la
horticultura y creador del jardín botánico de Leiden. Este micólogo de gran
prestigio fue la primera persona que pagó un precio disparatado por un bulbo de
tulipán. Acababa de estallar la locura.
El carro de los locos de Flora
La euforia por los tulipanes fue,
en realidad, una derivada más de la boyante situación económica de la Europa Central de la época. El
optimismo estaba disparado, pues las condiciones se prestaban a ello: el
comercio se hallaba en su máximo apogeo tras la desaparición de la amenaza
militar española, la Compañía
de las Indias Orientales generaba grandes ingresos con el comercio en las
colonias y el precio de las acciones subía como la espuma en la Bolsa. Por supuesto, el coste
de la vivienda también estaba por las nubes, pero la demanda no cesaba. Se
exigían mansiones cada vez más grandes, así como también tulipanes con los que
decorar sus inmensos jardines.
El comercio de bulbos pronto se
quedó pequeño para la Bolsa
de Ámsterdam, de modo que se organizó de manera diseminada en pequeñas bolsas
informales que se improvisaban en tabernas. En ellas se compraban y vendían
bulbos y derechos de compra de bulbos para el futuro, al tiempo que se comía y
bebía desmedidamente. Este intenso comercio fue el causante de que se
dispararan los precios. De repente, un bulbo muy sencillo pasó de costar 20
florines a 225, en una Holanda en la que la media salarial estaba entre los 200
y los 400 florines al año. Otras variedades dispararon su precio hasta los
1.200 florines. La fe ilusa de los holandeses en el precio ascendente de los
tulipanes les llevó a otorgar un valor excesivo a un bulbo inútil, que llegó a
valorarse en más de 100 toneladas de trigo. Pero el récord del tulipán más caro
se lo llevó la variedad Semper Augustus,
pues en 1624 un ejemplar de esta flor llegó a superar los 6.000 florines, que
era lo mismo que costaba una casa en el centro de la ciudad.
La escalada de precios continuó
entre 1636 y 1637. Al mismo tiempo, apareció un mercado de futuros denominado Windhandel (negocio del viento), que
consistía en que los vendedores prometían entregar un bulbo de determinado tipo
y peso a la primavera siguiente, y los compradores adquirían el derecho a la
entrega. Durante el tiempo de espera, ese derecho cambiaba de manos
innumerables veces, y cada vez que cambiaba su precio aumentaba. El trapicheo
llegó a tal extremo que la mayoría de transacciones se hicieron por bulbos que
nunca llegarían a entregarse porque no existían. Eran simples notas de crédito.
Solo los comerciantes más
avezados se dieron cuenta del exceso y supieron detectarlo a tiempo. Mientras
el pueblo llano se volcaba en la compra o apuestas por los bulbos, los comerciantes
dejaron de pagar aquellas cifras exorbitadas y vendieron sus participaciones.
La locura se quebró para todos los demás cuando llegó el momento de entregar
los tulipanes. El día clave fue el 5 de febrero de 1637. Un rumor demoledor se
extendió por el mercado de Haarlem: nadie estaba dispuesto a comprar bulbos de
tulipán. Las órdenes de venta corrieron como la pólvora por toda Ámsterdam, los
precios cayeron en picado y los propietarios se desesperaron por vender a toda
costa. Cuando miles de familias acabaron en la ruina, el Gobierno decidió poner
fin al asunto regulando el comercio de tulipanes.
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