jueves, 4 de julio de 2024

Tuberculosis: La belleza eterna, el pálido final

 

"Últimamente, la enfermedad de Anne ha asumido un carácter menos alarmante que al principio: la agitación se alivia; la tos se calma a veces. Si pudiera saber que viviría dos años, un año más, estaría agradecida: temía los terrores del veloz mensajero que nos arrebató a Emily en unos pocos días".

Así escribía Charlotte Brönte en su diario en 1849. Había perdido a una de sus hermanas y estaba a punto de perder a la otra. Hoy reconocidas como grandes escritoras, ambas murieron jóvenes a causa de la misma enfermedad: la tuberculosis.



La tuberculosis nos ha acompañado desde los albores de la humanidad. Es imposible conocer su incidencia y prevalencia antes del siglo XIX, pero se estima que se trata de una de las primeras enfermedades descritas en humanos, con una antigüedad cercana a los 20.000 años. Una de las evidencias más antiguas de esta enfermedad la encontramos en el cuerpo momificado del sacerdote egipcio Nesperehân (3000 - 2400 a.C. aprox.), que presenta una lesión vertebral muy característica de una variante de esta enfermedad. Pero no sería el único caso: durante mucho tiempo se ha especulado que tanto Nefertiti como su esposo, el faraón Akenatón, fallecieron a causa de la tuberculosis, una enfermedad que, como veremos a continuación, ha estado vinculada a la belleza durante siglos. En el siglo I a.C., el filósofo Tito Lucrecio Caro nos hablaba así de la tuberculosis: "la tisis es difícil de diagnosticar y fácil de tratar en sus primeras fases, mientras que resulta fácil de diagnosticar y difícil de tratar en su etapa final". En el siglo II, el médico griego Areteo de Capadocia fue el primero en describir de manera rigurosa los síntomas característicos de esta enfermedad: febrícula vespertina, diaforesis, síndrome constitucional y expectoración hemoptoica.

Sin embargo, transcurren catorce siglos sin que se produzca ningún avance relevante en el conocimiento y tratamiento de la tuberculosis y, para mediados de 1800, tanto en Europa como en Estados Unidos, la enfermedad se había convertido en una auténtica epidemia. Antes del descubrimiento del bacilo de Koch, había muchos mitos acerca de la tisis, como se la llamaba entonces; por eso era tan fácil contagiarse. Existían (y existen) dos tipos de tuberculosis: la pulmonar, que aparecía inmediatamente después de la infección y afecta al aparato respiratorio; y la extrapulmonar, que puede afectar a otros órganos como el corazón, los ganglios linfáticos, el sistema nervioso central, huesos y articulaciones, y el abdomen, por poner algunos ejemplos. La tuberculosis era absurdamente fácil de contraer y podía afectar a cualquier persona, pero los grupos con más problemática socioeconómica eran los más afectados. El hacinamiento, el déficit en la higiene, la mala alimentación y el agotamiento producido por el trabajo extremo creaban un terreno propicio para el contagio. La víctima de la consunción se iba apagando poco a poco, abocada a una desaparición lenta, dolorosa y enigmática. Y, con todo, resulta curiosa la manera en la que Charlotte Brönte se refiere a la enfermedad que se llevó la vida de sus hermanas:

"La tisis, soy consciente, es una enfermedad halagadora".

La tuberculosis había convivido con la humanidad casi desde sus albores y se había convertido en parte de la vida, la sociedad y la idiosincrasia. Se había adentrado en el subconsciente de todo el mundo y había adquirido la capacidad de otorgar belleza al enfermo que se consumía. Será sobre todo en el Romanticismo cuando el ideal de belleza se relacione con la palidez cutánea, por lo que la tisis se mitifica y se la bautiza como la "plaga blanca". El aspecto volátil y casi fantasmal propició que fuese considerada una enfermedad elegante, un mal que hacía más hermosas a sus víctimas a medida que las devoraba sin remedio.


Belleza sin rival



El nacimiento de Venus

Es imposible no emocionarse al recordarla. La imagen de Venus surgiendo de una concha parece fundir su piel pálida con la fragilidad del nácar. ¿Cuántas veces nos hemos parado a contemplar la belleza en el rostro de la Venus y sus rasgos nos han cautivado por su dulzura, armonía y perfección? En El nacimiento de Venus vemos a una musa que llegó a obsesionar a Botticelli hasta el punto de usar su rostro una y otra vez en muchas de sus obras. La palidez casi sepulcral de Simonetta Vespucci irrumpió en Florencia como un auténtico huracán que removió los más profundos deseos de la alta sociedad. Hombres y mujeres la amaban e idolatraban a partes iguales. Ellos querían poseerla; ellas querían parecérsele.

Simonetta era hija del noble genovés Gaspare Cattaneo. A los dieciséis años conoció al que sería su esposo y poco tiempo después celebrarían un matrimonio concertado, tal como era usual en la época. El novio, Marco Vespucci, pertenecía a una noble familia y tenía contactos en Florencia con los poderosos Médici, lo que le convertía en un buen partido para la hija del noble Cattaneo. Cuando Simonetta entró en los exquisitos círculos florentinos de los Médici, su belleza y porte impactaron de tal forma, que incluso los hermanos Giuliano y Lorenzo de Médici quedaron cautivados. Por lo tanto, es lógico que todos los pintores más célebres del momento quisieran que posara para sus cuadros. El rostro de la Bella Simonetta puede verse en obras de Piero di Cosimo, Ghirlandaio y Sandro Botticelli, quien estaba completamente rendido a su estremecedora belleza.

Pero la hermosura de Simonetta no duró mucho. Falleció en 1476 a los veintitrés años a causa de la tuberculosis, la enfermedad que había contribuido a convertirla en una leyenda. Rubia, pálida y lánguida, representaba a la perfección el ideal de hermosura medieval. Su belleza alabastrina, sus rasgos finos, su cutis extremadamente claro y sus ojos resplandecientes eran síntomas de la enfermedad que la consumía por dentro. Aquella por cuyo favor los hermanos Médici habían peleado, aquella que fue nombrada Reina de la Belleza en los juegos de la Giostra, había desaparecido de la faz de la tierra dejando como legado el comienzo de la locura por la belleza tísica. No fueron pocas las mujeres de la época que trataron de parecerse a ella, a veces cometiendo auténticas atrocidades, como comer barro para inflamar los conductos biliares y provocarse una palidez enfermiza, o con ciertos brebajes que les provocaban anemia hemolítica. Todo era poco con tal de conseguir aquella belleza sobrehumana.

El fenómeno más sorprendente se dio cuando la tuberculosis empezó a afectar a las mujeres jóvenes pertenecientes a las clases altas, pues, a diferencia de cómo fueron tratados los enfermos de las clases más bajas, se consideró que la tuberculosis hacía que las muchachas de buena cuna fuesen consideradas más atractivas. Y es que buena parte de la manera en que se trataba esta enfermedad dependía de su estatus: un enfermo de clase baja a menudo era culpado por haber contraído la tuberculosis, seguramente por moverse en un ambiente contaminado o por hacinarse con otras personas que le habrían pasado su mal; en cambio, si el enfermo pertenecía a la clase alta, se suponía que se debía a un problema hereditario y su empeoramiento venía por causas misteriosas. El pertenecer a una clase adinerada les hacía pensar que tenían cierto poder sobre la enfermedad, y las mujeres de este estrato social aquejadas de tuberculosis eran vistas como más atractivas, aunque esto se debía, como ya hemos visto, a que la tisis realzaba las características que en la época se tenían por símbolo de belleza. La escritora Lucy Maud Montgomery, autora de la legendaria Ana, la de Tejas Verdes, describe en una de sus novelas la impresión que Ana siente al descubrir que una de sus amigas, Ruby Gillis, padece tuberculosis.

"¿Qué le había ocurrido a Ruby? Estaba más hermosa que nunca; pero sus ojos azules tenían un brillo excesivo y el color de sus mejillas era demasiado intenso. Además, estaba muy delgada. Las manos que sostenían el misal eran casi transparentes".

Será su vecina, la señora Lynde, quien nos anticipe de manera totalmente cruda y acertada el destino de la infortunada muchacha:

"Ruby Gillis se está muriendo de tisis galopante -soltó bruscamente la señora Lynde-. Todos los saben, excepto ella y su familia. No hay manera de que lo admitan. Si te interesas por ella, te responden que está bien. Pero tuvo una congestión pulmonar este invierno y desde entonces no ha podido dar clases, aunque ella dice que volverá a hacerlo en otoño y que será la maestra de la escuela de White Sands. Cuando la escuela abra sus puertas de nuevo, esa pobre muchacha ya estará en la tumba, sí, señor".

Y esto no sólo se limita a la literatura de ficción, sino a manuales médicos y educativos. En el libro Las dos enfermedades más peligrosas de Inglaterra, publicada por Rowland East en 1842, se describen los síntomas y efectos de la apoplejía y la consunción, refiriéndose a esta última como una enfermedad que otorga una gran belleza a sus víctimas. Una vez más, tenemos los signos que ya hemos visto: la piel casi transparente, el rubor fatal, los ojos brillantes... El cirujano termina afirmando que pareciera que la Muerte quisiera arropar a su víctima para la tumba con todos los atributos de la belleza física. Y en el libro El Arte de la Belleza (1825) se nos dice que enfermedades como la tuberculosis mejoran en gran medida la belleza de determinados cutis, lo que causa que hasta los propios médicos, aun sabiendo el final que le espera a su paciente, no pueden negar su belleza.


Coqueteando con la Muerte



Fading Away

La tuberculosis, como hemos visto, estaba bastante bien considerada entre las clases más altas. Aunque el dolor por la muerte de un ser querido estaba muy presente, era imposible no conmoverse con la belleza que mostraba el enfermo en sus últimos días de vida. Lo que en las clases medias y trabajadoras se veía como una gran tragedia, entre las clases más altas se había convertido en una moda, hasta tal punto que algunas mujeres se acogían a una dieta de agua y vinagre para conseguir esa presencia misteriosa, anclada en la angustia y con un aire siniestro, casi fantasmal. Es muy posible que el uso de corsés y escotes bajos, que enseñaban los hombros y reducían el movimiento de los brazos, fuesen fruto del deseo por aparentar padecer la enfermedad, pues estas prendas daban a las mujeres una apariencia frágil y vulnerable que recordaba a los tuberculosos.

A pesar de la inmensa mortandad que arrastraba, la tuberculosis no dejó de ser idealizada por buena parte de la población, y de esto tenemos muchos testimonios referidos al siglo XIX. Es en esta época cuando la tuberculosis se asocia con ideales de belleza, creatividad y romanticismo. Ya hemos mencionado a Anne y a Emily Brönte, pero otros muchos escritores y poetas fueron víctimas del mismo mal, como Percy Shelley o John Keats, y una de las creencias más populares de entonces es que sus escritos eran mejores y más sensibles debido precisamente a la enfermedad que padecían y que acabaría llevándoles a la tumba. No tenían el menor problema en airear su dolencia porque la tuberculosis estaba considerada una enfermedad elegante, una forma superior de vida que les llevaba a contactar de manera directa con las musas. Esta visión era elitista en cuanto se pensaba que estos raptos creativos sólo afectaban a los artistas, que podían permitirse el desentenderse de toda responsabilidad. Los sudores nocturnos típicos de la enfermedad eran bienvenidos por los poetas románticos: un ansia de padecimiento que les hacía pensar que aguzaría su sensibilidad. Lord Byron nos deja la prueba de esta forma de pensar en esta frase:

"¡Qué pálido estoy! Creo que me gustaría morirme de tisis, porque entonces todas las mujeres dirían: 'Mira a ese pobre Byron, ¡qué interesante se ve al morir!'."

Pero esta belleza venía de la mano de una callada expresión de sufrimiento en el rostro. Para presumir, hay que sufrir, como dice el dicho, y estas mujeres se aplicaron con excesiva dedicación a la búsqueda de la belleza tísica. No sólo los corsés y vestidos estaban confeccionados para alterar su apariencia y volverla más delgada; además de eso, pintaban sus labios y mejillas de rojo para que resaltaran más, y se aplicaban gotas de belladona en los ojos para dilatar las pupilas (la belladona se utilizaba en la época para tratar la escarlatina, pero sus propiedades eran altamente tóxicas y era peligroso administrarla sin supervisión médica). Usaban también tinte azul para marcar las venas y empolvaban su rostro con todo tipo de sustancias para adquirir un aspecto más pálido; llegaron incluso a utilizar polvos de arsénico, estaño y plomo, pinturas que, según se creía, causaban la tuberculosis, aunque lo que sí acarreaban era una fuerte intoxicación por metales pesados.



Entre la clase alta también se pensaba que las mujeres atractivas tenían más posibilidades de enfermar de tuberculosis, debido a que esta enfermedad les ayudaba a realzar su belleza. Esta estética basada en la apariencia que da la tuberculosis fue parte de la cultura popular del siglo XIX. Casi no hay novelas, obras de teatro u óperas en las que no aparezcan mujeres frágiles, tranquilas y bellamente enfermas que se consumían por la tuberculosis y sucumbían a ella sin remedio. La historia más conocida, en la que la protagonista sufre esta enfermedad, es La Dama de las Camelias, escrita por Alexandre Dumas hijo en 1848, novela que también fue llevada al teatro y a la ópera como La Traviata en 1853 de la mano de Giuseppe Verdi. Cabe destacar que el personaje de Marguerite Gautier está basado en una mujer real: Marie Duplessis, condesa de Perregaux, quien en su juventud había sido una famosa cortesana, manteniendo relaciones con grandes personajes de la vida social y muriendo de tuberculosis a los veintitrés años, igual que Simonetta Vespucci.

Pero, ¿por qué la tuberculosis fue vista de una manera tan diferente a otras enfermedades de la época? Quizá fuese porque el progreso de la enfermedad podía ser muy lento en comparación con otras dolencias, más agresivas y devastadoras. Se daban casos de enfermos que tardaban años en mostrar los síntomas de la consunción. Además, muchos preferían padecer los síntomas de la tuberculosis, ya que para ellos la mente y la dignidad permanecían intactas, a diferencia de otras enfermedades como la viruela y el cólera, que avanzaban rápidamente y tenían por síntomas los vómitos y la diarrea. A esto se suma que la pérdida de peso y la piel pálida no se consideraban desagradables, formándose la horrible comparación con el estado del cuerpo que dejaba el cólera, con un rostro contraído y ojeroso y la piel teñida de un color gris azulado. Por otro lado, estaban aquellos que creían que la belleza exterior era el reflejo de una persona virtuosa y de alta moral, llegando a pensar que las mujeres que padecían tuberculosis eran demasiado buenas y hermosas para vivir. Otros pensaban que, al mostrar esta enfermedad como una moda, las familias con un enfermo de tuberculosis podrían encontrarle sentido a la temprana pérdida del ser querido. La lentitud de la enfermedad también ayudaba a que el enfermo tuviera tiempo de resolver sus asuntos antes de fallecer (esto también era algo deseable en la Edad Media, donde existía auténtico pavor a la muerte repentina por miedo a que no diera tiempo de confesarse y arrepentirse de sus pecados).


La belleza destronada



Jeanne Hébuterne

A finales del siglo XIX, la forma en que se veía la tuberculosis empezó a cambiar debido a que en 1882, el doctor Robert Koch había descubierto y aislado el bacilo que causaba esta enfermedad. Este descubrimiento ayudó a que se prestara mayor atención a la teoría de los gérmenes y convenció a los médicos de la época de que la tuberculosis era muy contagiosa. Por este descubrimiento, el doctor Koch recibió en 1905 el Premio Nobel de Medicina. Con los nuevos conocimientos que se tenían de la tuberculosis, se empezaron a realizar campañas de salud pública para evitar el alto contagio. Uno de los grandes afectados fue la moda femenina, pues los médicos no dudaron en achacar a las largas y ampulosas faldas de las mujeres el arrastre de numerosos gérmenes contagiosos de un lado para otro, llevando a todas partes la enfermedad. Se cree que a partir de esto, la moda femenina empezó a cambiar: las faldas se hicieron menos voluminosas y los dobladillos subieron algunos centímetros. La moda masculina también fue cuestionada, ya que en la era victoriana la tendencia era que los hombres lucieran grandes barbas, bigotes muy bien moldeados y patillas extravagantes. Se pensaba que este tipo de estética también acumulaba muchos gérmenes en la cara. A partir de entonces, la moda sería un rostro bien rasurado. Entre otros tratamientos para la tuberculosis, estaban los famosos baños, tanto de sol como de agua de mar, basándose en la creencia de que un cambio de aires podía ayudar en la recuperación.

Con el reconocimiento de la tuberculosis como una enfermedad grave y el peligro de contagio a través de los gérmenes, empezaron a aplicarse medidas de salubridad que habrían de afectar a todo el mundo. Se limpiaron las ciudades a manguerazos y en los periódicos se recomendaba dedicar tiempo a la limpieza del hogar. En los transportes públicos se empezaron a ver carteles que invitaban a los pasajeros a no escupir en los carruajes, lo que nos da una idea de las costumbres que había en la época y la forma en que se trataron de corregir. Poco a poco, la tuberculosis dejó de ser vista como una enfermedad bonita e incluso deseable. Actualmente, la tuberculosis puede controlarse con antibióticos, pero sigue siendo una enfermedad muy peligrosa. Atrás queda el mito romántico de la tisis, esa imagen del pañuelo manchado de sangre en las manos de una hermosa dama que se desmayaba lánguidamente sobre un diván. Hoy es atemporal, ilusoria y peliculera la imagen de un enfermo tosiendo sangre, y no vemos belleza alguna en una enfermedad peligrosa y mortal. Fueron certeras las palabras de Rosalía de Castro cuando, en 1861, le escribía así a su marido Manuel Murguía:

"¿Quién demonio habrá hecho de la tisis una enfermedad poética?"

La ilustre escritora pensaba que estaba contagiada.