domingo, 25 de octubre de 2020

Las ocho peores madres literarias

 

Existen pocas cosas en este mundo tan fuertes como el vínculo que une a una madre con sus hijos. Cuando nacemos, el rostro de nuestra madre es el primero que aprendemos a reconocer y a amar. Su calor nos da cobijo, sus abrazos nos tranquilizaban en las noches de miedo y oscuridad, y sus palabras siempre estaban cargadas de razón y sabios consejos. Para un hijo, no hay ser más hermoso y perfecto en el universo que su propia madre.

Con los años y la madurez, nos damos cuenta de que nuestra visión acerca de la figura materna está muy idealizada, y esto no tiene por qué ser malo. Las madres, como todo ser humano, también cometen errores a lo largo de sus vidas. Yerran, se equivocan, no nacen aprendidas y saben siempre cómo deben actuar con sus hijos. Nadie pone en duda el amor intrínseco que sienten por sus hijos, pero también es verdad que a lo largo de su vida deben aprender a ser madres, labor que no es nada fácil.

En la literatura hemos podido encontrar figuras maternas de todo tipo. Cómo olvidar a la valiente Hester Prynne, la mujer adúltera de La Letra Escarlata que no quiso ocultar que su hija era de otro hombre que no era su marido, ni escatimó esfuerzos para ver crecer a su pequeña y hacerla feliz. También se recuerda con mucho cariño a la maravillosa señora March, la madre de Mujercitas, involucrada en trabajos de caridad y encargada de dar ejemplo a sus cuatro hijas acerca de la rectitud moral, la buena educación y el amor al prójimo. ¿Pero qué ocurre con las malas madres? Ha habido madres realmente pésimas en la literatura, y hoy haremos un repaso por algunas de las peores. Seguro que me dejo alguna en el tintero, pero muchos coincidiréis conmigo en que estas que os traigo nadie en su sano juicio las querría como madre.

Antes de empezar, os advierto que habrá numerosos SPOILERS de novelas que quizá aún no hayáis leído, así que sed cuidadosos a la hora de leer. Después no quiero disgustos.



Lila Wingo, la madre férrea




Cuando uno piensa en El Príncipe de las Mareas, es más probable que recuerde las memorables escenas de la película de 1991 antes que en la novela de Pat Conray, pero sería injusto quitarle importancia a esta novela tan compleja y atrevida en la época en que se publicó, pues se atrevía a hablar de un tema que tendía a mantenerse oculto por entonces: los abusos a menores. Pero aquí nos centraremos en Lila Wingo, la figura materna a la que se aferraban los tres hijos que tuvo, y de la que todos se desengañaron con el paso de los años.

Lila es la típica ama de casa sureña de vida humilde. Casada con un camaronero maltratador y violento, Lila se rebela ante sus golpes y se niega a ser una mujer sumisa, pues se da cuenta de que vale mucho más que él. Razones no le faltan: Lila Wingo es hermosa e inteligente y lo sabe, como también sabe que con la actitud y la ropa adecuadas podría entrar dentro de los círculos sociales más prestigiosos de Colleton. Ansía con todo su corazón formar parte de esa clase social elevada, mezclarse con las mujeres más ricas y elegantes del lugar, e incluso sueña con casarse con un hombre rico, muy lejos del patán bruto y rastrero con el que está casada. La ambición de Lila es grande, y grandes también son sus esfuerzos por mejorar y presentarse ante la sociedad como alguien de quien no puedan prescindir. Sabe que esas damas de alta alcurnia no la aceptan entre ellas, pero Lila no se rinde y pone todo su empeño en ser digna de pertenecer a la élite.

Sin embargo, Lila comete el terrible error de destruir la salud mental de sus hijos en su camino hacia el éxito social. Una noche de tormenta en la que su marido y su hijo mayor no se encontraban en casa, tres presos fugados de la cárcel entraron y violaron a Lila, a su hija Savannah y a su hijo Tom. Luke, el hijo mayor, llegó a tiempo para ver lo que estaba ocurriendo y mató a dos de los violadores con su escopeta, en tanto Lila mataba al tercero clavándole un cuchillo por la espalda. A continuación, la mujer ordenó a sus hijos que sacaran los cadáveres de la casa y que limpiaran toda la sangre, repitiéndoles una y otra vez que aquello no había ocurrido. Amenazó a sus hijos con retirarles su amor si a alguno se le ocurría mencionar lo sucedido, incluso a su padre. Allí no había pasado nada, y los tres tenían que ser tan fuertes como ella y seguir hacia delante. No se dio cuenta del enorme impacto que aquello tendría en sus hijos, sobre todo en Savannah, que a los tres días intentó suicidarse y que volvería a hacerlo en sucesivas ocasiones en el futuro.

Es posible que, en el fondo, Lila nunca dejara de culparse por haber obligado a sus hijos a callar las violaciones, pero su actitud soberbia y el hecho de que ni siquiera se dignase a ver a la psiquiatra de su hija porque eso supondría hablar de lo ocurrido, la dejan en un lugar deplorable como madre.


Doña Bárbara, la madre desnaturalizada




Doña Bárbara ha sido y será la representación de la barbarie de los llanos venezolanos, su corrupción y despotismo a principios del siglo XX. Creada por Rómulo Gallegos para la novela que lleva su mismo nombre, es la viva imagen de la Venezuela caudillista y opresora. Es cruel, arbitraria, violenta, supersticiosa, astuta y caprichosa, comportamiento que viene tanto de su ascendencia mestiza como del trauma que sufrió en su adolescencia y que la marcaría de por vida. Siendo tan solo una muchacha, se enamoró de un hombre llamado Asdrúbal que fue asesinado por el hombre que la crió; luego, su tripulación acabaría con él y violaría a Bárbara. A partir de aquel momento, Bárbara desterró la piedad de su corazón y se dejó llevar por el odio y el rencor hacia los hombres, de quienes se iba a aprovechar cuanto pudiera utilizando todas sus malas artes. Esto fue lo que hizo con Lorenzo Barquero, al que sedujo y luego convirtió en una piltrafa humana, y le dio, además, una hija llamada Marisela.

Para doña Bárbara, la maternidad es una forma de dominación del hombre sobre la mujer, y por ello se niega a cuidar de su hija, ya que no quiere reconocerla como suya. No es que la odie, sino que es incapaz de amarla. En Marisela veía juntos todos los abusos que sufrió en su juventud, sus sueños rotos y su felicidad truncada, y por ello no le importó echarla de la hacienda junto con su padre y permitir que se criara como una salvaje. La llegada de Santos Luzardo al Llano dará un vuelco a la vida de Bárbara, y entre ellos se entabla una especie de tira y afloja que encierra una gran carga sexual. A pesar de que Bárbara se enamora sinceramente de Santos, su rencor es tan fuerte que no cesa en sus malas prácticas ni resurgen sus sentimientos maternales, pues se obstina en no devolverle a Marisela la herencia que le corresponde.

Cuando Bárbara se entera de que Marisela también ama a Santos, trata por todos los medios de separarlos. Al no conseguirlo, toma la decisión radical de matar a su propia hija de un tiro. Aquí sigue predominando su visión de Marisela como una rival a la que abatir y arrastrar por el fango para tomar posesión del macho que considera solo suyo. Sin embargo, cuando se da cuenta de que ambos se aman de verdad, Bárbara baja el arma y admite su derrota. Es ahora cuando salen a la luz sus buenos sentimientos y comprende que debe cumplir con su deber como madre: devolverle la hacienda a Marisela y permitirle ser feliz con el hombre que ha elegido.


Cersei Lannister, la madre inepta




Poco se puede decir a estas alturas de la archiconocida Cersei Lannister, pues todos sabéis de sobra cómo es la reina de Poniente. Nacida de la pluma de George R. R. Martin en su novela río Canción de Hielo y Fuego, el personaje de Cersei Lannister daría para escribir un libro entero sobre ella. Al principio solo la vemos como una mujer déspota y egoísta que protege a sus hijos, sobre todo a su hijo mayor, con la fiereza de una leona. Será en el cuarto libro donde la conoceremos de verdad y comprobaremos que bajo esa fachada de mujer hermosa y radiante se esconde una persona narcisista y ambiciosa que no sabe ser reina y mucho menos madre.

Cersei es el ejemplo de lo que sucede cuando se antepone el poder a todo lo demás. Criada por su padre Tywin Lannister, de él aprendió que era preferible gobernar mediante el miedo antes que mediante el amor. Las fuertes restricciones que la cultura patriarcal de Poniente impone a las mujeres la han convertido en una persona amargada y resentida con el mundo, llegando a contagiarse ella misma de ese sexismo. Cersei odia a las mujeres, a las que considera criaturas débiles y despreciables que necesitan a un hombre que las salve, creyéndose ella misma ser una excepción. Utiliza los roles de género para ganar poder a través de la intriga política y comete todo tipo de tropelías para conseguir lo que quiere, como acostarse con su propio hermano mellizo y conspirar para matar a su esposo. El orgullo y la vanagloria pueden con ella, pues cree que alguien de su cuna y belleza puede hacer lo que le dé la gana sin tener que dar explicaciones a nadie.

Sin embargo, pese a que Cersei tiene un alto concepto de sí misma, a lo largo de la novela veremos sus muchas carencias como gobernante y, sobre todo, como madre. Los tres hijos de Cersei, todos concebidos con su propio hermano Jaime, son su mayor orgullo y objeto de verdadero amor. Como una leona que protege a sus cachorros, no repara en medios para mantenerlos a salvo y protegidos de todas las intrigas que cree que la rodean. No obstante, su ceguera ante los actos despiadados de Joffrey, al que llega a temer y al que no puede controlar, la convierten en una de las peores madres de esta lista. Es incapaz de comprender las necesidades de sus hijos, desde la imposición de respeto y disciplina a escuchar sus propios sueños y deseos. Joffrey la ignora completamente y el dulce Tommen se siente agobiado por el autoritarismo de Cersei, quien le exige que se comporte como un rey y, a la vez, se lo impide; de Myrcella poco se sabe, pues, como mujer, ocupa un lugar secundario en los planes de Cersei para obtener el poder. Solo la muerte de Joffrey muestra la cara más maternal de Cersei, pero no dura mucho, pues la cruel reina no descansará hasta ver cumplido su sueño de convertirse en la soberana absoluta de Poniente.


Emma Bovary, la madre egoísta




Realmente no deberíamos hablar de Emma Bovary como ejemplo de madre pues, al igual que muchas dentro de esta lista, ni supo ni quiso saber ser madre. La protagonista de Madame Bovary, obra magna de Gustave Flaubert, siempre estuvo más interesada en su hastío personal y en sus amoríos que en las necesidades de su hija.

Emma Roualt, hija de un granjero, se convierte en Madame Bovary tras su matrimonio con el doctor Charles Bovary, quien se enamora de ella durante una visita a su casa. Ávida lectora de las novelas románticas, Emma tiene unas ideas sobre el amor y el matrimonio que no llegarán a corresponderse con su relación con Charles. Vive en una perpetua fantasía en donde el amor lo mueve y lo puede todo, sumado a una vida de lujos y comodidades que, al no poseer, le provoca una gran frustración que la hace caer enferma. Es en este estado cuando descubre que está embarazada. En Yonville dará a luz a su única hija, Berthe, aunque nunca llegará a ejercer como madre de la criatura.

Emma está tan centrada en sí misma que se olvida de todo lo demás. Su aburrimiento, provocado por la ausencia de objetivos personales y de interés en cosas concretas en su vida, así como el deslumbramiento por el lujo y el poder económico, la llevarán a coquetear con dos hombres a los que, para que no la abandonen, cubre con regalos carísimos que la hacen endeudarse hasta extremos peligrosos. Cuando uno de sus amantes la deja plantada y el otro se niega a pagar sus deudas, Emma Bovary se ve tan desesperada que solo encuentra salida en el arsénico, que acabará llevándola a la tumba. Su marido morirá poco después, deprimido y embargado por culpa de las deudas de su esposa, dejando sola a la pequeña Berthe, que acaba siendo llevada a vivir con una tía suya y trabajando en una fábrica de hilado de algodón.


Señora Castaway, la no madre




Pocas mujeres en la literatura alcanzan la ruindad y perversidad de la señora Castaway, personaje que pudimos encontrar en la hermosa novela Pétalo carmesí, flor blanca, del escritor neerlandés Michel Faber. La novela nos traslada al Londres de 1874, concretamente a los suburbios de dicha ciudad, un lugar donde la pobreza, el hambre, la violencia y la prostitución se dan cita a diario. De los cientos de burdeles que hay desperdigados por la zona, uno de los más famosos es el de la señora Castaway, entre cuyas pupilas se encuentra Sugar, su propia hija. Es, precisamente, a través de Sugar, como llegamos a conocer mejor la personalidad fría, calculadora y cruel de la que es a la vez su madre y su madame.

Decir que la señora Castaway es una mala madre sería como dar a entender que todavía guarda un atisbo de sentimiento maternal hacia su hija Sugar, pero ni siquiera llega a eso. Es una mujer de carácter gélido y cínico que solo ve a las mujeres como mercancía que se puede alquilar por un buen precio, y a los hombres como borregos a los que puede sacarles los cuartos. Nadie escapa de su visión mercantil y obscena de la vida, detalle que recuerda en cierto modo al Marqués de Sade. En ningún momento muestra la señora Castaway el menor aprecio por Sugar, a la que prostituyó a la temprana edad de trece años, pues no quiere que sea ni mejor ni más feliz que ella. Sus reparos a que William Rackham acapare por completo a su mejor pupila en el burdel desaparecen en cuanto él habla de todo el dinero que dejará en compensación por quedarse con ella. Se intuye el resentimiento y la envidia que la señora Castaway siente hacia Sugar cuando esta por fin se ve libre de su yugo y se embarca hacia lo que ella cree que será una vida mejor. Ni siquiera entonces, en el momento de la despedida, habrá gestos de cariño o palabras amables entre madre e hija. Fiel a su personalidad, la señora Castaway continúa con sus negocios y se olvida por completo de Sugar. Como veis, el ejemplo más claro de lo que es no ser una madre en absoluto.


Bernarda Alba, la madre tirana




Cuando pensamos en la España profunda de principios del siglo XX, es difícil no rememorar la figura dominante y terrible de Bernarda Alba. Creada por Federico García Lorca en 1936 como protagonista del drama teatral La Casa de Bernarda Alba, a través de ella y sus hijas vemos hasta qué punto puede destruir una familia el poder tiránico, la sociedad tradicional y el miedo al qué dirán.

Tras haber enviudado por segunda vez a los 60 años, Bernarda Alba decide vivir los siguientes ocho años sumida en un luto riguroso al que también arrastra a sus cinco hijas, a su madre con demencia y a las dos criadas de la casa. El drama empieza cuando Angustias, hija del primer marido de Bernarda, recibe por fin la herencia de su padre y se convierte en la más rica de las hermanas, ganándose además el interés del galán del pueblo. La envidia y el odio entre las hermanas crece a medida que avanza la obra, pero todas deben agachar la cabeza ante la presencia severísima de Bernarda.

En su casa, Bernarda es la ley y la justicia, que se imparten según su criterio. Ella no hace distinciones entre sus hijas, pues las manda callar y obedecer a todas por igual. Tampoco le tiembla la mano al abofetearlas si, por ejemplo, se atreven a maquillarse o si una le esconde a otra el retrato de su novio. Bernarda tampoco muestra el menor atisbo de compasión por su madre María Josefa, una anciana con demencia senil a la que mantiene encerrada en una habitación para que los vecinos no la vean. 

Bernarda es el símbolo perfecto de la tiranía, la opresión y el silencio. Sus hijas le tienen absoluto pavor, pues se ven débiles e incapaces de enfrentarse a la autoridad de la terrible matriarca. Saben que no tendrán nunca libre albedrío mientras Bernarda siga al frente de la familia, controlándolas y oprimiéndolas. Nada sucede en su casa de lo que ella no tenga conocimiento, y le preocupa enormemente el chismorreo de los vecinos, por lo que con frecuencia envía a su criada Poncia a averiguar qué se dice de ellas en el pueblo. Cuando se descubre que la menor de sus hijas sostiene amores con el prometido de su hermana mayor, la tragedia se desencadena y todo termina, una vez más, con la ley del silencio impuesta por Bernarda Alba.


Margaret White, la madre fanática




Si hay algo que nos indica que un escritor va a ser bueno es cuando en su primera novela ya es capaz de ofrecer un personaje tan fuerte y bien elaborado como el que nos ocupa. Stephen King lo consiguió con Carrie, su opera prima, quien supo describir hasta el más pequeño detalle cómo de tóxica y enfermiza puede ser una relación entre madre e hija. Margaret White, madre de la desdichada Carrie, tiene una presencia tan grande dentro de la novela que casi llega a eclipsar a su propia hija, mostrándose como la antagonista más peligrosa y fanática que jamás podríamos encontrar.

Margaret dio muestras de un comportamiento extraño ya desde su juventud. Su puritanismo y obsesión por la religión la llevó a participar en la Iglesia fundamentalista, donde conoció a Ralph White, tan fanático como ella, y que tiempo después se convertiría en su marido. La relación entre Margaret y Ralph solo puede describirse como enfermiza, pues estaba basada única y exclusivamente en su servicio a Dios. La pureza era su prioridad, y una de las cosas de las que Margaret solía presumir era que ambos no mantenían relaciones sexuales, pues preferían dejar que Dios decidiera si debían tener descendencia. Sin embargo, en una ocasión tuvo que ser ingresada en el hospital por haber sufrido un aborto. En 1963, Margaret dio a luz a su hija Carrie estando sola en casa. Ralph había muerto siete meses antes y ella no supo o no quiso reconocer los síntomas del embarazo, pensando que Dios la había castigado con cáncer en sus "partes femeninas". Al dar a luz, intentó matar a su hija recién nacida pero no pudo.

La relación entre Margaret y su hija Carrie es enfermiza, insana y muy peligrosa. El trastorno mental de Margaret, que la llevaba a pensar que todo lo que la rodeaba era pecaminoso, derivó en un fanatismo religioso que cayó sobre Carrie como una losa, convirtiéndola en la víctima perfecta de los delirios de su madre. Aislada por completo del mundo exterior, Carrie fue testigo de los ataques de histeria que Margaret experimentaba cada vez que la veía hacer algo que ella consideraba pecaminoso. Durante esos ataques tendía a autolesionarse arañándose la cara o arrancándose el pelo para obligar a Carrie a obedecerla. Una vez a solas, golpeaba a su hija, la encerraba durante horas en un armario y la obligaba a rezar para pedir perdón a Dios por sus pecados. Se ha llegado a pensar que estos castigos que Margaret infligía a Carrie eran también una especie de castigo hacia sí misma. Al descubrir que Carrie tenía poderes telequinéticos, trató de matarla hasta en tres ocasiones más, siendo la última la que tendría éxito, pero no sin antes morir a manos de su propia hija, que le provocó un paro cardíaco.


Corrine Dollanganger, la madre asesina




La saga Dollanganger, escrita por la autora V.C. Andrews, no se caracteriza precisamente por mostrarnos la vida de esta familia como algo ejemplar, y de ello es muestra perfecta la figura de Corrine Dollanganger, a la que conoceremos en Flores en el Ático. Esta ama de casa y madre de cuatro hijos dista mucho de ser la típica esposa y madre amorosa de los años 50. La muerte de su marido y un mar de deudas la obligan a ella y a sus hijos a buscar refugio en Foxworth Hall, hogar de sus padres, pero para ello debe aceptar una condición: Si Malcolm, el cabeza de familia, se entera de que Corrine tiene hijos, ésta perderá todo derecho a la herencia. Toda esta historia forma parte de un gran secreto de la familia Foxworth, y es que su difunto marido era también su medio tío, por lo que sus hijos son consanguíneos. Esta historia dio lugar a un gran escándalo dentro de su familia, lo que le granjeó el desprecio de sus padres. Su única posibilidad de conseguir la fortuna de su padre moribundo es que sus cuatro hijos permanezcan ocultos en el ático de la casa, mientras ella intenta recuperar el amor de su progenitor.

Pero los años van pasando y los niños ven cada vez menos a su madre, que no se digna a visitarlos más que en unas pocas ocasiones para ofrecerles regalos y promesas vanas que no piensa cumplir. Egoísta hasta el extremo, Corrine pierde por completo el interés en sus hijos y ni siquiera le conmueve el hecho de que Olivia, la abuela de los niños, les azote y golpee a diario. Todo lo contrario, pues mientras sus hijos pasan hambre y dolor, ella se casa con el abogado de su padre y se va de luna de miel, desentendiéndose por completo de sus hijos. El mayor interés de Corrine es pasárselo bien en las fiestas y eventos de la alta sociedad, junto con la jugosísima herencia que recibirá de su padre en cuanto muera. Sus hijos son, por tanto, algo que prefiere olvidar que tiene.

Sin embargo, la guinda del pastel viene cuando uno de los niños se pone muy enfermo y se hace necesaria la presencia de un médico. Lejos de hacer eso, Corrine se lleva a su hijo y no tarda en regresar con la noticia de que ha muerto de neumonía. Esto ocurre al mismo tiempo que los niños empiezan a recibir cestas con rosquillas espolvoreadas con un extraño polvo semejante al azúcar pero que resulta ser arsénico. Al enterarse de que el testamento de su padre especificaba que si Corrine tenía hijos de cualquiera de sus matrimonios perdería la herencia, decidió acabar con el problema envenenándoles las rosquillas, algo que hizo en complicidad con la abuela de los niños, que odiaba a sus nietos con todo su corazón.


Y hasta aquí por hoy, lectores. Nos vemos pronto!