En noviembre de 1978, los telediarios emitieron unas imágenes a todo color de una crudeza indescriptible: los cadáveres de más de 900 hombres, mujeres y niños esparcidos en un recinto semioculto en la selva de Guyana. A medida que la historia empezó a divulgarse, el mundo conoció los hechos que rodeaban aquella tragedia, que hablaba de un culto religioso que se trasladó de un lugar a otro llevando consigo sus extraños rituales y creencias fatalistas, liderado por un hombre paranoico que acabaría llevando a sus seguidores al más terrible de los finales. Esta es la historia de una utopía truncada, un paraíso transmutado en auténtico infierno. Esta es la historia de Jim Jones y el Templo del Pueblo.
ADVERTENCIA: El siguiente artículo puede contener información e imágenes sensibles que pueden no ser aptas para todo tipo de público. Se aconseja prudencia y discreción.
El Padre
En 1931, Estados Unidos se encontraba hundido en la Gran Depresión. Los índices de desempleo eran altísimos, la mayoría de las industrias habían quebrado y muchas granjas habían sido embargadas. A todo esto se une también el feroz racismo y segregación que se dio con fuerza en Norteamérica durante aquellos años, así como una corriente fundamentalista cristiana que controlaba gran parte de las vidas de los estadounidenses.
En este contexto nació James Warren Jones en Crete, Indiana. Su padre, James Thurmond Jones, era un veterano de la I Guerra Mundial que sufría problemas respiratorios causados por la excesiva inhalación de gas mostaza en las trincheras, lo que le había incapacitado para trabajar. Su madre, Lynetta Jones, se vio obligada a trabajar durante largas jornadas para sostener a la familia y sacarla adelante. La dureza de su situación quizá contribuyó a que Lynetta, cansada y frustrada, hiciera más difícil la vida de los demás. Durante su infancia, Jim Jones no recibió ni una sola muestra de cariño o afecto en su hogar; sería Myrtle Kennedy, una vecina muy devota, quien lo tomaría bajo su tutela y le llevaría con ella a la iglesia todas las semanas.
Reverendo Jim Jones |
Jim Jones encontró en la iglesia el amor y el calor que faltaban en su indiferente hogar. A la edad de diez años, Jim ya dirigía sus propios servicios religiosos frente a los niños del vecindario. En la parte de atrás de un granero, Jim gritaba y predicaba ante su público, realizaba servicios fúnebres para perros, gatos y pájaros, y así lograba atraer a los niños más jóvenes. Jim Jones tenía una especial habilidad para manipular a la gente y lograr que hicieran lo que él quería. Eso lo fascinaba, y a menudo ejercía esa habilidad para ver hasta dónde podía llegar.
Durante su niñez se empezó a gestar el origen de su ideología, que perfeccionaría y llevaría al extremo años después. Se encerraba a menudo en la biblioteca para leer libros sobre ideología socialista y marxista. A los 16 años se mudó con su madre a Richmond, donde se dedicó a predicar por las esquinas acerca de la igualdad racial. Sus palabras llamaron la atención de mucha gente de raza negra, y pronto empezaron a acercarse a él para oírle predicar. Como necesitaba dinero, Jim Jones empezó a trabajar en el hospital de Richmond como camillero; allí conoció a Marceline Baldwin, una estudiante de enfermería cuatro años mayor que él, quien más tarde se convertiría en su esposa.
A pesar de que Jim Jones había encontrado refugio en la religión, se dio cuenta de que la justicia social era algo más importante para él. Durante su estancia en la universidad, pasó muchas horas leyendo libros de Historia y Ciencias Sociales, y se interesó por figuras como Eleanor Roosevelt y Stalin, a quien admiraba especialmente. Jim creía que el comunismo soviético era el mejor estilo de vida para todos, y así lo predicaba en sus sermones. En 1951 se mudó a Indianápolis con su mujer, donde no tardó en convertirse en pastor metodista.
Jim Jones y su esposa Marceline |
El estilo de predicar de Jones, abierto y natural, empezó a atraer a mucha gente a su iglesia. Su expresividad, su personalidad carismática y su propio atractivo encandilaban a sus fieles. Sin embargo, la iglesia metodista no era lo bastante flexible para la conciencia social del pastor Jones, por lo que empezó a asistir a reuniones evangelistas donde mostraba al público sus grandes habilidades como orador. De Jones se dice que era muy elocuente, que utilizaba mucho la repetición y el drama para que sus sermones calaran hondo en la gente, quienes lo seguían sin el menor atisbo de duda. Ante tanta popularidad, Jones formó su propia iglesia donde predicaba para fieles de todas las razas. Ganó muchas simpatías porque siempre se ponía del lado del oprimido y del marginado social. Sin embargo, en sus sermones pronto empezó a dejar la religión a un lado para pasar a hablar de las bondades del socialismo, al que llegó a considerar como su propio Dios.
En 1956, Jones pidió un préstamo para crear otra nueva iglesia en un barrio multirracial, iglesia a la que llamó Wings of Deliverance, pero luego le cambió el nombre por el de Templo del Pueblo. Acababa de plantar la semilla de una peligrosa secta.
El Templo del Pueblo
Entre los fieles del Templo del Pueblo, Jim Jones pudo desarrollar su filosofía e ideales con mayor libertad y sin ocultamientos. No eran una comunidad religiosa, sino un movimiento por la justicia social, y comenzó a promover un enorme culto a su personalidad. Su congregación crecía a pasos agigantados mientras Jones predicaba un evangelio de socialismo e igualdad racial. Se preocupaba por los pobres y los oprimidos, y conseguía que la gente le siguiera e hiciera casi cualquier cosa por él para asistirlo en su labor social. Su mensaje consiguió calar en cientos de personas que veían en él un líder que se preocupaba de verdad por ellos y, además, predicaba con el ejemplo. En su iglesia no había lugar para la segregación: blancos y negros se sentaban juntos y reinaba entre ellos un clima de paz y armonía. Incluso su propia familia era un modelo de integración. Jim Jones y Marceline solo tuvieron un hijo biológico, pero adoptaron a un niño de raza negra y varios niños coreanos; Jones la llamaba cariñosamente su “familia arcoíris”.
Jones aprovechó la oportunidad de poner sus palabras en marcha. En 1960 había una vacante en la Comisión de Derechos Humanos de Indianápolis; Jim se postuló para el puesto y lo obtuvo. Se tomó su nuevo trabajo muy en serio, ayudando a eliminar la segregación racial en cines y restaurantes, y a crear trabajo para las minorías desfavorecidas en hospitales y cuerpos policiales. Esto también le valió el rechazo de grupos segregacionistas como el Ku Klux Klan y el ala derecha de la política estadounidense, pero él siguió haciendo el bien y por ello la gente lo quería y lo respetaba.
Algunos miembros del Templo del Pueblo |
Sin embargo, había algo que atormentaba a Jones: la proximidad del fin del mundo. En una época en la que Estados Unidos se encontraba en plena Guerra Fría con la URSS, momento en el que se hacían muchas pruebas de bombas nucleares y se desplegaban misiles dispuestos a ser disparados en cualquier momento, Jim Jones empezó a buscar con ahínco un lugar donde hacer que prosperara su floreciente iglesia. Tras pasar una temporada en Brasil, recibió llamadas de que el número de integrantes del Templo del Pueblo empezaba a descender y, a su pesar, tuvo que regresar en 1964 para poner las cosas en orden. Sus llamados a la justicia social cobraron más fuerza que nunca y algunos empezaron a verle como un profeta. El poder que tenía se le empezó a escapar de las manos, al punto de rechazar la Biblia y proclamar que él mismo era una divinidad al nivel de Jesucristo.
Pero al mismo tiempo que se dejaba llevar por la admiración y adulación de sus seguidores, la paranoia empezó a hacerse más fuerte en él. Creía que el Gobierno y la prensa lo estaban investigando. Su creciente temor ante un holocausto nuclear lo consumía, y el ataque constante de racistas y conservadores le hicieron apresurarse en encontrar un lugar seguro para su iglesia y su familia. En 1965, Jones ordenó a su comunidad, formada en aquel entonces por unas 140 personas, a trasladarse con él a California para crear en Redwood Valley una comunidad agraria autárquica cerrada al resto de la sociedad. Allí, Jones hospedó a todos sus seguidores y abrió hogares de cuidados para los ancianos. Su labor atrajo a muchas personas blancas de clase media que quedaron seducidas por su evangelio socialista. El Templo del Pueblo se hizo muy famoso porque ofrecía esperanza de cambio radical en una época en que la sociedad estadounidense no lo hacía. Allí no había una estructura jerárquica convencional, pues todos eran iguales a ojos de los demás y cualquiera que compartiera esos mismos ideales era bien recibido por todos.
Sin embargo, las cosas empezarían a torcerse al cabo de poco tiempo. Hacia 1969, Jones adoptó la práctica del amor y el sexo libre en su iglesia. Aunque no se tratara de una orden clara y directa, Jones podía pedirle a un hombre o a una mujer que tuviera intimidad con él cuando quisiera. Usaba el carisma personal y la autoridad sexual tanto con hombres como con mujeres, pero sobre todo con estas últimas. Él, que se había destacado por otorgarles puestos de gran responsabilidad a las mujeres dentro de su iglesia, ahora se valía de su posición para comprometerlas sexualmente y así consolidar su poder. Aun estando casado, Jones tomó a varias mujeres como amantes, lo que le valió la desaprobación de muchas personas de fuera de su entorno, quienes consideraban que un reverendo no debería tener relaciones con sus feligreses.
Jones y su rebaño |
Jones siguió adelante con su movimiento social con más ímpetu que nunca, a pesar de todas las críticas que recibía. Se implicó muy en serio en la tarea, hasta el punto de que empezó a tomar anfetaminas que le dieron más resistencia, pero también aumentaron su paranoia. Sin embargo, estas consecuencias no parecieron importarle, y siguió adelante con su labor social, esta vez en San Francisco, a donde se mudó con el Templo del Pueblo en 1972. Allí vio la oportunidad de implicarse en la política local y ordenó a sus feligreses que trabajaran en las campañas electorales. En 1976, Jones fue nombrado presidente de la San Francisco Housing Authority, cargo que le reportó más fama y adulación si cabe, así como la oportunidad de codearse con todo tipo de personalidades políticas importantes.
Sin embargo, la imagen de justiciero social que proyectaba hacia el exterior contrastaba fuertemente con la imagen que daba a sus fieles, que era la de un verdadero tirano. Jim controlaba a su congregación mediante actos de humillación pública que ya había llevado a cabo en la comuna de Redwood Valley. El Templo del Pueblo aprobaba y justificaba sus acciones al creer que Jones las usaba contra antisociales violentos a los que prefería castigar a su manera en vez de entregarlos a las autoridades. De entre todos sus feligreses, los ancianos eran los más fieles; todos ellos cedieron sus bienes y pensiones al Templo del Pueblo, y algunos incluso dieron sus casas y sus ahorros, ya que la iglesia les ofrecía la esperanza de una vida mejor.
A medida que los fondos al Templo del Pueblo crecían, Jones controlaba más a sus seguidores, mientras que su relación con el resto del mundo aumentaba su paranoia personal. Cuanto más controlaba a sus fieles, más hermético se volvía el Templo del Pueblo de cara al exterior. Jones trasladó sus miedos al resto de feligreses, y ellos empezaron a sospechar de cualquiera que intentara investigar qué ocurría dentro de la congregación. Sin embargo, allá donde iba Jones su pueblo también lo seguía, y era inevitable que los periodistas sintieran curiosidad. Pronto empezaron a investigar al Templo del Pueblo y se descubrió que no era tan bonito como lo pintaban.
Al empezar a hurgar en los secretos de la iglesia, los periodistas e investigadores encontraron un problema que traía de cabeza al reverendo Jones: los desertores. Hombres y mujeres que habían dejado el movimiento y que contaban historias preocupantes acerca de lo que ocurría en la iglesia. Se hablaba de explotación laboral, guardias que vigilaban a los fieles a todas horas, miedo a hablar con familiares por temor a la delación, palizas y castigos físicos que iban aumentando su crueldad. Cualquiera que pensara en dejar el Templo del Pueblo temía que la consecuencia fuera la muerte. Uno de estos desertores afirmó que para abandonar el Templo del Pueblo había que pensar que la muerte era preferible antes que regresar, porque los feligreses amenazaban con matar a los traidores. Las deserciones aumentaron la paranoia de Jones, quien dijo que la Policía y el Gobierno estaban interviniendo en sus vidas y que debía tomar medidas extremas para proteger a su pueblo. Es ahora cuando empieza a hablar del suicidio colectivo en el caso de que los funcionarios del gobierno entraran en el Templo y quisieran destruirlos. Jones también empezó a hacer simulacros de suicidios colectivos para observar la reacción de sus fieles y ver hasta qué punto le eran leales.
La presión empezó a ser insoportable para Jones, quien tuvo que empezar a buscar otra vez un lugar lejos de miradas indiscretas para mudarse con su rebaño, y lo encontró en Guyana, a donde partió en junio de 1977 seguido pocas semanas después por casi 900 feligreses.
Jonestown, el paraíso socialista
Los miembros del Templo del Pueblo siguieron a Jim Jones desde Estados Unidos hasta la selva de Guyana, donde el líder tenía la intención de edificar el paraíso en la Tierra, lejos de Estados Unidos y su perniciosa sociedad capitalista. Jim compró al gobierno guyanés una amplia extensión de tierra y envió allí un equipo de reconocimiento para que despejaran y prepararan un sitio donde levantar el nuevo hogar del Templo del Pueblo. La elección de Guyana como destino llama bastante la atención, pero Jones tenía buenas razones para marcharse a este pequeño país sudamericano. Era un país en donde se hablaba principalmente inglés, lo que facilitaba las comunicaciones; su población era mayoritariamente de raza negra (lo que excluía toda discriminación hacia sus seguidores negros) y tenía un gobierno afín a otros gobiernos socialistas, de modo que no impediría operar al Templo del Pueblo. Este nuevo emplazamiento sería bautizado como Jonestown, en honor a su padre y fundador.
A pesar de que la migración en masa se llevaría a cabo en 1977, las obras de despeje, labradío y construcción se habían empezado ya en 1974. Se construyeron casas y barracones para los fieles del Templo, terrenos para cultivar sus propios alimentos, escuelas, enfermerías y un gran pabellón para los servicios y ceremonias comunales. Todos los que fueron a Jonestown tenían la convicción de que iban para crear un mundo mejor para sus familias. Sentían que era una gran aventura, que estaban haciendo algo grande que cambiaría la Historia. Desde Guyana empezaron a llegar mensajes de los pioneros a los fieles que aguardaban en Estados Unidos, mensajes en los que hablaban de lo maravilloso que era estar allí y de la magnífica labor de Jones, a quien se referían como “Padre”.
El sueño de un mundo mejor |
Aun estando lejos de su patria, la demencia y paranoia de Jones no dejaron de crecer, al igual que su hermetismo. La prensa seguía investigándole a medida que más desertores hacían nuevas declaraciones sobre Jones y el Templo del Pueblo, al que ya se empezaba a considerar como una secta. Sintiéndose asediado, Jim Jones empezó a enviar a sus feligreses a Guyana en pequeños grupos. Para algunos, esta experiencia les ofrecía la libertad de vivir sin preocupaciones ni temores; para otros, era un genuino experimento socialista que cambiaría a toda la sociedad y serviría de ejemplo. No obstante, cabe destacar que muchos de los que viajaron a Guyana lo hicieron porque no les quedaba otro remedio. No tenían independencia económica, ya que todos sus bienes y ahorros se los habían dado al Templo del Pueblo. Sin embargo, esto no excluye un genuino sentimiento de “querer” estar allí. Jonestown se había creado para ser una utopía, un paraíso terrenal, un lugar donde manaría leche y miel y donde todos encontrarían la auténtica felicidad.
Desde que llegaron a Jonestown, los feligreses parecían estar felices y ese sentimiento duró unos cuantos meses, pero pronto empezarían los problemas. Crear una utopía en medio de la jungla no era tan fácil como muchos de ellos pensaban. El asentamiento era extraordinariamente remoto y se vio afectado por deficiencias agrícolas que impedían que el grupo fuera autosuficiente, más todavía cuando pasaron de ser unos cien a casi mil habitantes. Vivían en barracones con poco espacio y trabajaban durante muchas horas bajo un calor sofocante. Aunque al principio comían bien, la comida pronto empezó a escasear y tuvieron que alimentarse a base de arroz, galletas y sirope, lo que les provocó desnutrición, diarrea y otras enfermedades. Además, la carestía provocaba conflictos casi a diario, por lo que se tomaron medidas de control estrictas con guardias que iban armados con rifles de asalto. Se hacían simulacros en los que se sacaba a los niños de la cama en plena noche, como si estuvieran en peligro de muerte. Jones, víctima de sus delirios y de una adicción a los barbitúricos cada vez más fuerte, se encargaba de avivar el miedo de sus feligreses constantemente.
Pero lo que sin duda causaba terror y fascinación a partes iguales eran las Noches Blancas. Varias veces a la semana, Jones hacía sonar las alarmas del campamento para llamar a todos los feligreses al pabellón principal, donde iba a tener lugar la celebración de una Noche Blanca. Jones sermoneaba durante horas a sus somnolientos fieles acerca de persecuciones del gobierno, campos de concentración y holocausto, y les animaba a terminar con todo mediante un suicidio colectivo. Les servía una bebida y les ordenaba que la tomaran para poner a prueba su lealtad. Estas bebidas no contenían veneno alguno, pero él les hacía creer que sí para que se unieran a él en un suicidio simbólico como protesta para el resto de la sociedad.
A pesar de todo, la gente seguía siéndole fiel a Jones, a quien veían como su única esperanza de salvación. En los vídeos que llegaban a Estados Unidos, se veía a la gente sonriente y feliz, hablando de las maravillas de aquel lugar. Nadie deseaba salir de Jonestown, pero lo cierto es que no habrían podido hacerlo ni aunque hubieran querido, porque Jim Jones no se lo permitía. Los guardias capturaban a quienes intentaban escapar, y estos desertores luego eran severamente castigados y apartados del resto de fieles. Las declaraciones de antiguos miembros del Templo, sumadas a los reclamos de muchos familiares preocupados por la situación de sus parientes llegaron a las altas esferas del Gobierno, sobre todo cuando se empezó a hablar de torturas, desapariciones inexplicables, amenazas y coacción. Al final, todo esto llegó a oídos del congresista Leo Ryan, cuya participación en la investigación acabaría costándole la vida.
Crimen y silencio
En 1978, los familiares y antiguos miembros del Templo del Pueblo llevaron sus quejas ante el congresista demócrata Leo Ryan, quien aceptó hacerse cargo de la investigación. El 14 de noviembre de 1978 salió de Washington y llegó a Georgetown en un avión junto con su delegación en el Congreso, varios representantes de la prensa y algunos familiares preocupados que quisieron acompañarle. Esa noche, la delegación se hospedó en un hotel donde, a pesar de que tenían habitaciones reservadas, tuvieron que dormir en el vestíbulo debido a un problema burocrático. Desde allí, Ryan negoció durante tres días con el asesor legal de Jim Jones para que les permitiera visitar Jonestown. Por fin, el 17 de noviembre, se les concedió la ansiada visita, y tanto Ryan como su equipo abordaron un avión en dirección a Port Kaituma, un aeródromo situado a poca distancia de Jonestown.
Congresista Leo J. Ryan |
Al principio, solo pudo entrar el asesor del Templo del Pueblo, pero después se le cedió el paso a toda la comitiva. El recibimiento que se le dio al congresista y a su equipo por parte de todos los habitantes de Jonestown no podría haber sido más cálido y efusivo. Al contrario de lo que muchos familiares preocupados habían afirmado, allí la gente no parecía infeliz ni hambrienta, y acogieron a los visitantes con música, canciones y bailes, tal como Jones les había ordenado previamente que hicieran. Por su parte, Jim Jones no estaba nada contento. Las tres cosas que más odiaba eran el Gobierno, los medios de comunicación y los desertores de su iglesia, y de pronto se vio cenando con todos ellos. El ambiente era tenso y la alegría de los fieles se notaba falsa, algo que no escapó a ojos de Ryan y su equipo. Pero la prueba definitiva fue una nota manuscrita que se le entregó a escondidas al corresponsal de la NBC Don Harris, en la que simplemente decía: Por favor, ayúdenme a salir de Jonestown.
A la mañana siguiente, Ryan y su equipo regresaron a Jonestown para seguir investigando, y así fue como tuvieron la oportunidad de hablar con otros miembros del Templo del Pueblo. Algunos de ellos reconocieron que no querían seguir viviendo allí y que deseaban regresar a Estados Unidos, lo que a ojos de Jones y los demás feligreses les convertía en desertores y traidores. Jones se angustió cuando se enteró de que quince de sus seguidores querían marcharse con Leo Ryan. Posiblemente fue este hecho el que desencadenaría toda la tragedia que sucedería pocas horas más tarde.
La tensión se mascaba dentro del campamento de Jonestown. Antes de partir, el congresista Ryan fue víctima de un atentado con un cuchillo por parte de un feligrés, y tanto él como su equipo y los desertores se marcharon de allí a toda prisa. Al llegar al aeródromo de Port Kaituma, mientras los pasajeros abordaban los aviones, un escuadrón enviado por Jones llegó a la pista de aterrizaje en un tractor y sus ocupantes abrieron fuego contra el congresista y todos los que intentaban subir al avión. No tuvieron piedad alguna. Dispararon a todo el que hiciera amago de irse y no se detuvieron hasta que se aseguraron de que no se levantarían; al poco rato, se acercaron a los cuerpos y los remataron con disparos en la cabeza. Se cebaron especialmente con el congresista Ryan, que fue encontrado acribillado a balazos y con un disparo en la cara.
Tiroteo en Port Kaituma |
La matanza se saldó con cinco muertos y nueve heridos, que consiguieron escapar y refugiarse en la jungla, donde serían encontrados y rescatados días después. En uno de los aviones, un miembro del Templo llamado Larry Layton sacó una pistola e hirió a varios ocupantes del avión. Layton había sido enviado por Jones para que matara a los traidores, pero al final fue reducido y despojado de su arma, y los supervivientes lograron huir y esconderse.
Mientras tanto, en Jonestown se estaba llevando a cabo el último acto de la tragedia. Jim Jones reunió a todos sus fieles para un sermón final. Mientras informaba a sus adeptos de que Ryan había muerto y que las autoridades guyanesas iban a culparles y a hacerles pagar por la muerte del congresista torturando y matando a los niños, sus asistentes empezaron con los preparativos para un suicidio masivo. Trajeron jeringuillas, vasos de papel y baldes donde vertieron zumo de uva y grandes cantidades de cianuro de potasio. Ya no habría más Noches Blancas: aquello era real.
Jones sabía que el asesinato del congresista había marcado el fin de su reinado, pero no estaba dispuesto a irse solo. En una última y escalofriante grabación, se pueden oír las palabras de Jones alentando a su congregación a que se quitara la vida como protesta por los males del mundo. Después de lo ocurrido, nunca les dejarían vivir en paz, así que lo mejor para todos era tomar aquella bebida y morir como mártires. Según sus propias palabras, no estarían cometiendo un suicidio, sino un acto revolucionario que haría que la sociedad se sintiera culpable por haber destruido su utopía. Y, por asombroso que pueda parecer, muchos de ellos aceptaron seguir a su “Padre” a la muerte.
Veneno y muerte |
¿Qué les llevó a aceptar ese destino? La respuesta es sencilla. Estaban aislados, no sabían qué estaba ocurriendo más allá de las fronteras de su campamento, y durante años Jones se había dedicado a meterles miedo hasta el punto en que empezaron a temer seguir viviendo. Jones logró que pensaran que su muerte valía más que su vida, y así fue como les condenó. Ordenó que primero se le suministrara el veneno a los niños y a los ancianos. Muchos bebés tuvieron que ser arrancados de los brazos de sus madres, que contemplaban aturdidas cómo envenenaban y mataban a sus hijos. En la grabación, la asistente que se encarga de proporcionar el veneno tiene los redaños de decir que si los niños gritan y lloran no es debido al dolor, sino al sabor amargo de la bebida. Por su parte, Jones seguía arengándoles para que murieran con dignidad, sordo a los gritos de los casi 300 niños que morían ante él entre convulsiones. Solo hubo dos personas que trataron de parar esa masacre: la feligresa Christine Miller, que defendió el derecho de los niños a la vida, y Marceline, la propia esposa de Jones, quien trató infructuosamente de evitar que se les diera el veneno.
Mientras los niños morían, los adultos esperaban su turno sentados. Una vez muertos los niños, ya no les quedaban motivos para seguir viviendo y solo querían morir en paz. Se sabe que algunos trataron de negarse a tomar el veneno, de modo que se les inyectó el cianuro a la fuerza para que no pudieran escapar de su destino. Los demás bebieron el veneno, obligados o por su propia voluntad, y cayeron uno detrás de otro hasta que murieron todos. Irónicamente, Jones no ingirió la bebida mortal, sino que murió de un disparo en la cabeza que posiblemente alguien de su círculo interno le infligió por orden suya. En menos de una hora, en Jonestown no quedaba nadie con vida.
Tras la tempestad
Al día siguiente, las autoridades guyanesas, enteradas ya de lo ocurrido en el aeródromo de Port Kaituma, enviaron patrullas en helicóptero para inspeccionar el perímetro de Jonestown. Las imágenes que captaron las cámaras dieron la vuelta al mundo y causaron un horror difícil de digerir, pues en Jonestown yacían desperdigados los cadáveres de los más de 900 habitantes que tenía la colonia. Muchos de ellos habían muerto abrazados a sus amigos y familiares, formando un cuadro dantesco y espeluznante. Hubo muy pocos supervivientes, solo los que pudieron esconderse o pasar desapercibidos en mitad de la tragedia. De todos los cuerpos recogidos, 248 nunca fueron reclamados y fueron enterrados en una fosa común en el cementerio de Oakland, California, bajo una placa que conmemora la tragedia. Fue la mayor muerte intencional de civiles norteamericanos hasta los atentados de las Torres Gemelas el 11 de septiembre del 2001.
Panorámica de Jonestown tras la masacre |
A día de hoy, más de cuarenta años después de lo ocurrido, resulta imposible saber qué fue lo que llevó a casi mil personas a suicidarse. Quizá una de las razones sea que los líderes de sectas violentos (y Jim Jones lo era) nunca sueltan el control, nunca se colocarán en una situación que les obligue a abdicar o renunciar. Esta clase de líderes prefieren el conflicto violento con la sociedad; en el caso de Jonestown, con un suicidio en masa. Es complicado saber qué pretendía exactamente Jim Jones con este acto final desesperado, aunque se cree que podría ser pasar a la Historia y ser recordado como alguien que luchó hasta las últimas consecuencias para cambiar el mundo, o quizá para liberarse de su dolor y angustia personales.
Por desgracia para él y para todos, nunca se le recordará por el mensaje de igualdad que quiso enviar en sus primeros años como predicador, ni su deseo de lograr un mundo mejor para todos. La herida dejada por Jonestown será siempre un recuerdo de hasta dónde puede llegar el ser humano cuando sigue con fe ciega a un líder tan peligroso como carismático.