Antes de empezar, confieso que este cuento no es mío. De hecho, puede que vosotros lo hayáis oído o leído en algún sitio, pero todo esto tiene una explicación. Hace unas semanas, mi abuelo lo contó a la hora de comer como si fuera un chiste, porque la verdad es que la temática se puede adaptar a un chiste perfectamente. Pero yo he decidido rescatarlo, pulirlo un poco y darle otro enfoque más de cuento ligero que de chanza.
Me he permitido el lujo de darle un toque ligeramente medieval, para lo que me he valido de un lenguaje sacado del Amadís de Gaula (si no lo habéis leído, ya es hora de que lo busquéis en vuestra librería y le echéis un vistazo). No se parece mucho a mi estilo, porque yo soy más de escribir novela que cuento, pero he querido hacer un pequeño esfuerzo porque creo que la historia lo vale. Espero que os guste, aunque admito comentarios para mejorar, porque eso es lo que quiero.
Además, quiero que este cuento quede como un pequeño homenaje a mi abuelo, a quien quiero mucho porque fue uno de los que más me apoyó cuando decidí estudiar Historia. Gracias, abueliño!
Aquí va:
Hubo en Bretaña, a
principios de nuestra era, un rey que gobernaba su reino con mano de
hierro. Estaba casado con una hermosa y respetable mujer que le había
dado dos hijos. El mayor casó con la hija del rey de Escocia y
siempre destacó por ser un buen justador y un bravo guerrero que
dirigió muchas veces los ejércitos de su padre, el rey. El menor,
mucho más apuesto que su hermano, nunca quiso casarse, aunque las
damas más hermosas del reino suspiraban por él. Su retraimiento e
inclinación al estudio dieron a pensar que el joven quería llevar
una vida más recogida. Todos consideraban que una persona de su
grandeza y linaje no debía quedar sin esposa.
El rey, de edad bastante
avanzada, no quería terminar sus días sin haberse asegurado de que
su hijo menor encontraría una buena esposa a la que él mismo daría
su visto bueno. Un día, mientras el príncipe estudiaba en sus
aposentos, el rey hizo su aparición. Al verle, el príncipe hincó
la rodilla en tierra y le besó las manos con respeto.
-Padre, ¿qué queréis
de mí?
-Hijo mío, he de hablar
contigo –dijo el rey -. He reflexionado mucho acerca de tu
situación y he decidido que es hora de que conciertes tus
esponsales. Es necesario que te cases para garantizar que nuestra
dinastía no perecerá una vez yo desaparezca de este mundo.
-Pero, padre –dijo el
príncipe, agachando la cabeza -. Yo no deseo casarme todavía. No
estoy preparado para entregar mi corazón a una mujer.
-Hijo, ya que Dios ha
querido que nacieses en el seno de una familia honorable, sólo queda
que con el mismo cuidado y diligencia con que tu hermano honró a mi
persona, así lo hagas tú. Y sabe que es cosa hecha. Pronto
aparecerán ante ti las mejores doncellas que el mundo puede
ofrecerle a un príncipe de tu linaje, y tú escogerás a una para
que sea tu esposa. Es mi voluntad que se haga así.
El príncipe, sabiendo
que no debía contrariar a su padre, consintió.
-Padre, haré lo que me
mandéis, pero os ruego que me deis un tiempo para que pueda elegir a
una buena doncella que sea de vuestro agrado y del mío.
-Así sea. Tendrás un
año a partir de hoy.
Al cabo de un tiempo, el
príncipe empezó a recibir la visita de innumerables doncellas,
hijas de condes, de duques y de reyes, que aspiraban a contraer
matrimonio con él. La mayoría de las doncellas eran muy hermosas y
de renombradas virtudes, pero el príncipe no sentía nada especial
por ninguna de ellas. En cambio, empezó a sentir inclinación por
una doncella de la casa de la reina. En secreto, obtuvo de ella la
promesa de matrimonio. El príncipe, lleno de júbilo, buscó a su
padre para comunicarle la feliz noticia.
-Padre –le dijo -, he
hecho lo que me pedisteis.
-¿Has encontrado a una
muchacha de tu agrado?
-Así es, y deseo casarme
con ella.
-¿Y quién será mi
futura nuera?
-Una buena doncella que
sirve a mi madre y cuyas virtudes te complacerán.
El rey quedó espantado
ante las palabras de su hijo, y de inmediato se negó a darle su
bendición para el matrimonio. El príncipe, enojado por el repentino
cambio de parecer de su señor padre, le preguntó qué motivo tenía
para impedir su casamiento.
-Hijo, no puedes casarte
con la doncella que has elegido, puesto que es hija mía.
-¡Cómo! –exclamó el
príncipe -. ¿La mujer que quiero es mi hermana?
-Sí, pues yo amé a su
madre y de los dos nació esa muchacha. Es la verdad.
El príncipe se marchó
con gran dolor y durante un tiempo no quiso ver a nadie, de modo que
ninguna dama fue recibida por él. Pero al final tuvo que abandonar
su encierro y volver a la corte, como exigía el rey, y el príncipe
fue obligado a retomar su tarea de buscar una esposa que contentase a
su padre. Sin embargo, las doncellas que a él le agradaban no
contaban con la aprobación del rey, quien siempre le respondía:
-No puedes casarte con
esa doncella, pues es hija mía.
El príncipe estaba
desolado. Sospechaba que su padre le mentía cuando le decía que
algunas de las doncellas a las que escogía como prometidas eran sus
hermanas, pero no tenía manera de saberlo. Tenía miedo de amar a
una mujer que tuviera lazos de sangre con él, y más de una vez
manifestó su deseo de ingresar en un monasterio para dedicarse a
Dios antes que cometer un pecado contra la naturaleza.
Pero una mañana,
mientras el príncipe caminaba por la orilla del río, conoció a una
muchacha lavandera. Como la doncella era muy hermosa, y el príncipe
también, y además se había divulgado por todas partes del reino la
fama de su gallardía, en cuanto se miraron se sintieron dominados
por un gran amor.
La lavandera recogió en
una cesta la ropa que estaba lavando. Cuando se puso de pie, se le
cayó de la cesta un hermoso pañuelo bordado. Se inclinó para
recogerlo, pero el príncipe, que estaba junto a ella, quiso hacer lo
mismo. En el suelo se encontraron sus manos, y el príncipe tomó la
de la lavandera y se la apretó. La lavandera se puso encarnada, y
mirando al príncipe con ojos amorosos, le dio las gracias.
El príncipe regresó al
castillo y pidió audiencia a su padre, que le recibió en sus
aposentos. Con gran alegría descubrió su secreto amor y le suplicó
que esta vez le concediera licencia para casarse con la muchacha que
había elegido su corazón. El padre, temeroso de que hubiera
escogido a alguna moza de baja estofa, le preguntó por la identidad
de la doncella. El príncipe no podía mentir a su padre y se lo
dijo, y el rey comprendió que, una vez más, ese matrimonio era
imposible.
-No puedes casarte con
esa doncella, pues es hija mía.
El príncipe abandonó
los aposentos del rey ciego de ira y de tristeza. Su amada le
aguardaba fuera de la cámara. El príncipe la tomó de la mano y
ambos se dirigieron a los aposentos donde se acogía la reina.
La reina guardaba sus
joyas en un cofre cuando fue sorprendida por la llegada de su hijo,
que traía consigo a la lavandera. El príncipe se arrojó
desesperado a sus pies.
-Madre, os suplico que me
ayudéis, pues soy muy desgraciado –le dijo.
Con lágrimas en los ojos
descubrió la verdad a su madre y le preguntó si era cierto que el
rey era el padre de aquella muchacha a la que amaba más que a sí
mismo y con la que quería casarse. La reina, sintiendo piedad por
sus lágrimas, le dijo:
-Hijo, no puedo mentirte.
Durante muchos años, el rey ha compartido lecho con muchas mujeres
de este reino. Lo que él te dijo acerca de esta hermosa muchacha
bien podría ser cierto.
-Madre –dijo el
príncipe -, yo sólo os pido consejo para mi alma y que me dejéis
renunciar a mi nombre y linaje. Si no puedo casarme con la muchacha
que ha elegido mi corazón, me iré para siempre y no volveréis a
verme nunca más. Pediré a los monjes que me acojan en el
monasterio, pues prefiero dedicar mi vida a Dios antes que pecar
casándome con mi hermana. Y, aun así, ¿cómo voy a vivir sin ella,
que es quien me da fuerza para que mi corazón siga latiendo? Si no
hallo un remedio pronto, no me podré salvar de la muerte.
La reina cerró los ojos,
pensando en las palabras del príncipe. Conocía bien a su hijo y
sabía que no iba a cambiar de opinión. La reina también comprendió
que la humilde lavandera amaba de verdad al príncipe. Ella se echó
a sus pies y le juró que nunca tanto había lamentado saber que era
hija de rey, porque ahora el hombre al que más amaba nunca podría
ser suyo.
-Señora, os lo ruego,
ayudadnos –le suplicó llorando -. Si es la voluntad de Dios que
vuestro hijo y yo no estemos juntos, no me rebelaré. Pero os juro
que prefiero morir ahora que vivir toda una vida sin su amor. ¿Qué
será de mí sin el hombre al que quiero por esposo? Ojalá la muerte
me lleve pronto para que no vea cómo me arrancan de los brazos de mi
señor, que es también mi hermano.
La reina miró a uno y a
otro, acarició el rostro de su hijo y le preguntó:
-Hijo mío, ¿amas a esta
doncella? ¿Quieres tomarla por mujer?
-Sí, madre. Es lo que
más deseo en el mundo.
La reina sonrió.
-Pues cásate con ella,
que el rey no es tu padre.
El príncipe se quedó
asombrado por las palabras de su madre, pero la reina le dijo que no
se preocupara por eso. Le dijo que debía marcharse sin más demora,
porque el rey no permitiría que se casara con la lavandera. Antes de
que se fuera, lo estrechó entre sus brazos y lo besó muchas veces.
El príncipe, una vez
pasada la sorpresa inicial, sintió una gran alegría al oír las
palabras de su madre. Le dio las gracias mil veces y le pidió que
los bendijera. La reina bendijo al príncipe y a la lavandera y les
dijo que partieran en seguida, pues el rey no tardaría en enterarse
de su ausencia.
El príncipe y la
lavandera lograron escapar de la ira del rey. Se casaron en secreto y
vivieron en una modesta casa en una aldea remota, sin dejar de amarse
jamás.
¡Jajajaja! Lo que me he reído con el final. El cuento es estupendo, y el airecillo clásico que le has dado lo hace todavía mejor. ¡Muy bueno! :-D
ResponderEliminarNo podía acabar de mejor forma, muchas gracias por compartirlo :)
ResponderEliminarGracias por vuestros comentarios! A ver si ahora, con la llegada del verano, me animo a escribir un poco más y las comparto aquí. Seguiré esforzándome!
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