octubre 27, 2025

Octubre de Misterios: El caso de los niños Sodder

 


En la víspera de Navidad de 1945, un incendio destruyó la casa de la familia Sodder en Fayetteville, West Virginia, Estados Unidos. Aquella noche, en la casa estaban George Sodder, su esposa Jennie y nueve de sus diez hijos. Durante el incendio, George, Jennie y cuatro de los nueve niños consiguieron escapar. Sin embargo, los cuerpos de los cinco niños restantes nunca fueron encontrados. Los Sodder creyeron durante el resto de sus vidas que los cinco niños desaparecidos habían sobrevivido.

Fayetteville es un pueblo pequeño y tranquilo en el que todo el mundo se conoce, y era mucho más pequeño en 1945, cuando los hechos que vamos a relatar a continuación tuvieron lugar. Sus poco más de mil habitantes por aquel entonces tenían que turnarse para llevar a cabo otras funciones además de su trabajo habitual; es decir, que un tendero podía ser a la vez agente de policía, o un zapatero formar parte del equipo de bomberos del lugar. Era un lugar muy pequeño escondido entre las montañas, donde los inviernos podían ser bastante duros, pero también donde la gente era muy agradable. Pese a lo recóndito de su emplazamiento, Fayetteville se convirtió en el destino predilecto de muchos inmigrantes europeos, la mayoría italianos, que habían viajado a Estados Unidos durante la gran migración de principios del siglo XX.

Uno de estos inmigrantes era Giorgio Soddu, nacido en Tula, Cerdeña, en 1895. Tenía trece años cuando llegó a Estados Unidos con su hermano, que regresó a Italia nada más poner un pie en el continente americano. En la aduana, Giorgio pareció haber tenido problemas para hacerse entender, pues en los registros y documentos de inmigración figurará desde entonces como George Sodder. Era un muchacho hábil y despierto. A pesar de su juventud, no le costó encontrar trabajo en los ferrocarriles de Pennsylvania llevando agua y suministros a los trabajadores. Después de unos años, tomó otro empleo más permanente como conductor de un camión en Smithers, West Virginia, lo que le ayudaría más adelante a fundar su propia empresa de camiones para transportar tierra de relleno a los lugares de construcción y carbón desde las minas de extracción.

A comienzos de los años 20, George conoció a Jennie Cipriani, hija de un tendero de Smithers que también había emigrado de Italia en su infancia. Tras un corto noviazgo, se casaron y se establecieron a las afueras de Fayetteville, en una casa con dos pisos. El negocio de George prosperó y la familia se convirtió en una de las más acomodadas y respetadas del lugar. El primer hijo llegó en 1923 y seguirían viniendo durante los siguientes veinte años hasta llegar a diez hijos. Los Sodder prosperaron con el paso de los años y fueron muy bien aceptados en Fayetteville, a lo que también contribuyó la fuerte implicación que tuvieron en su comunidad; George Sodder fue bombero voluntario en varias ocasiones y Jennie tenía fama de ser una trabajadora incansable. Sin embargo, George tenía fuertes opiniones sobre algunos temas controvertidos y no vacilaba en expresarse con gran vehemencia. En particular, su fuerte oposición al dictador italiano Benito Mussolini había dado lugar a discusiones con otros miembros de la comunidad emigrante.

Pero vayamos al año 1945. A pocos días de celebrarse la Navidad, la familia empieza a hacer los preparativos para el banquete de Nochebuena. La familia está reunida casi al completo: falta Joseph, el segundo hijo, quien tuvo que alistarse en el ejército para luchar en la II Guerra Mundial y todavía no podía regresar a casa. Pero la ausencia de Joseph no empañó la alegría general, pues el resto de hermanos sí se encontraban allí. Estaban John, de veintitrés años, y Marion, de diecinueve, los mayores de la casa; les seguían George Jr., de dieciséis años; Maurice, de catorce; Martha, de doce años; y Louis, de diez. Las pequeñas de la casa eran Jennie, Betty y Sylvia, de ocho, seis y dos años respectivamente. El ambiente era el propio de una familia numerosa en Navidad, con gran algarabía, risas y muchas ganas de diversión. Marion, que trabajaba en una tienda diez centavos en el centro de Fayetteville, incluso había sorprendido a sus hermanos pequeños con regalos. Era tanta la felicidad que reinaba en la casa que los niños le pidieron a su madre que les dejara acostarse más tarde de lo habitual.



Al dar las 10:00 de la noche, Jennie Sodder les dijo que podían quedarse despiertos un rato más, siempre y cuando Maurice y Louis se acordaran de guardar las vacas y dar de comer a los pollos antes de irse a la cama. Tanto George padre como sus hijos John, Marion y George Jr., que habían estado trabajando todo el día, ya estaban acostados y dormidos en la planta baja de la casa. Jeannie se fue a dormir también llevándose a la pequeña Sylvia con ella. Mientras tanto, en la planta de arriba estaban los hermanos Maurice, Martha, Louis, Jennie y Betty.

Alrededor de las 12:30 de la madrugada sonó el teléfono. La madre se despertó por el ruido y corrió a responder a la llamada, pero resultó ser una equivocación. La voz no le resultó familiar. Era de una mujer que preguntaba por alguien a quien Jennie no conocía, mientras se oían risas y tintineo de copas de fondo. Cuando Jennie le dijo que estaba llamando al número equivocado, la mujer profirió unas risas extrañas, por lo que Jennie colgó sin más. Antes de volver a la cama, reparó en que las luces seguían encendidas y las cortinas no estaban echadas, por lo que se entretuvo en dejarlo todo en orden antes de irse a dormir otra vez. Los niños, salvo Marion, ya no estaban allí; Marion dormía plácidamente en el sofá, y Jennie pensó que los pequeños habían subido ya al ático, donde tenían sus habitaciones.

A la 1:00 de la mañana, Jennie se despertó otra vez al oír que algo caía en el tejado de su casa, causando gran estruendo y ruidos de rodadura. Sin embargo, pensando quizá que era nieve que caía de los árboles, no le dio más importancia y volvió a quedarse dormida. Tan sólo media hora más tarde, la despertó su propia tos y, al incorporarse, se dio cuenta de que la habitación que George utilizaba como oficina estaba envuelta en llamas. Jennie dio la voz de alarma y George corrió a despertar a sus hijos mayores. Ambos padres y cuatro de sus hijos consiguieron escapar de la casa, pero los otros cinco seguían arriba. O eso creían, porque por mucho que les gritaron para que salieran de allí, nunca oyeron sus voces ni les vieron salir de sus cuartos. No podían subir por la escalera porque estaba ardiendo. George y Jennie se temieron lo peor.

Los esfuerzos por encontrar, ayudar y rescatar a los niños Sodder fueron inesperadamente complicados. Intentaron llamar por teléfono para pedir ayuda, pero el aparato no funcionaba porque el fuego había afectado al cableado telefónico, de modo que Marion tuvo que correr hasta la casa de un vecino para pedir ayuda. Un conductor que pasaba por la carretera cercana vio el incendio y trató de llamar desde una taberna cercana, pero tampoco tuvo éxito porque el teléfono del local estaba estropeado; al final, tuvo que hacer la llamada desde otro teléfono en el centro de la ciudad.



Mientras tanto, George Sodder no se quedó de brazos cruzados. Descalzo y a medio vestir, trepó por la pared y rompió una ventana del ático, cortándose el brazo en el proceso. Trató de usar una escalera para llegar hasta el ático y salvar a los niños, pero la escalera no estaba en su lugar habitual apoyada contra la casa y no se la pudo encontrar en ningún lugar. Un barril de agua que podría haberse utilizado para extinguir el incendio tampoco sirvió de nada porque el agua estaba congelada. Finalmente, desesperado, George trató de encender los dos camiones que usaba en su negocio y utilizarlos para llegar hasta la ventana del ático, pero ninguno de ellos arrancaba a pesar de haber funcionado perfectamente el día anterior.

Frustrados, los seis Sodder que habían conseguido escapar no tuvieron más remedio que contemplar cómo el fuego devoraba la casa durante los siguientes cuarenta y cinco minutos. Los bomberos no aparecieron hasta la mañana siguiente, cuando ya no había nada que salvar. El departamento de bomberos se excusó diciendo que la escasez de recursos humanos debido a la guerra había impedido que se llevara a cabo una mejor labor de ayuda y rescate. A todo esto se suma que el jefe F.J. Morris no sabía conducir el coche de bomberos y hubo que esperar a que alguien que pudiera conducirlo estuviera disponible.

Los Sodder estaban destrozados. A decir del jefe de bomberos, el fuego se habría originado por un fallo en el cableado eléctrico, pero esto no podía ser porque había varias luces encendidas cuando la familia escapó. Además, el propio George había hecho revisar semanas atrás la instalación eléctrica, que resultó estar en perfectas condiciones. Lo único que restaba por hacer era buscar entre los escombros los restos de los niños que habían tenido la desgracia de quedar atrapados durante el incendio. Pero resulta que tales restos mortales no aparecen por ninguna parte. No hay huesos calcinados, ni órganos internos, ni nada que pueda dar a entender que allí había cinco personas. Aunque algunos relatos afirman que el registro llevado a cabo por los bomberos fue bastante superficial, lo cierto es que no se encontró ningún resto humano. Morris insistía en que los niños habían muerto en el incendio, lo que sugiere que el fuego había alcanzado una temperatura tan alta que había carbonizado sus cuerpos por completo.

George quedó devastado al oír esto, pero algo le decía que eso no era del todo verdad. Acudió a una funeraria en donde se practicaba la cremación y pidió información al dueño acerca del funcionamiento del horno crematorio. El hombre le dijo que, para que un cuerpo quede completamente reducido a cenizas, la temperatura del fuego debe sobrepasar los 1000ºC y debe estar ardiendo entre dos y cuatro horas. Y, con todo, seguirían quedando algunos restos, como huesos, que en la funeraria se molían para reunir todas las cenizas. En otras palabras, que deberían haberse encontrado restos humanos entre los escombros calcinados de la casa Sodder.

Aunque Morris le dijo a George que no perturbara el lugar de los hechos para que el equipo de bomberos del estado pudiera hacer una investigación más exhaustiva, él no le hizo caso. Cuatro días después de lo ocurrido, incapaces de soportar la vista desoladora de lo que había sido su hogar, mandaron cubrir el lugar con tierra con la intención de convertirlo en un jardín conmemorativo para los niños perdidos. Los certificados de defunción de los cinco niños Sodder se expidieron el 30 de diciembre, y el funeral se llevó a cabo el 2 de enero de 1946. Ni George ni Jennie fueron capaces de asistir, aunque sí lo hicieron sus hijos sobrevivientes.



La vida siguió adelante en Fayetteville, pero para los Sodder todo había cambiado. Una vez pasados los primeros días de dolor y consternación, empezaron a surgir las preguntas. ¿Por qué, si el incendio había sido causado por un fallo eléctrico, las luces navideñas de la familia habían permanecido encendidas? ¿Por qué la escalera de George no estaba en su sitio y apareció días más tarde en el fondo de un terraplén a veintitrés metros de distancia? Un reparador de teléfonos les dijo a los Sodder que la línea telefónica de la casa no se había quemado durante el incendio, sino que alguien había subido al poste a propósito para cortar el cable. Se encontró a un sospechoso que había sido visto por el lugar robando en varias granjas. Admitió el robo y reconoció haber sido él quien había cortado el cable, pensando que era la línea eléctrica, pero juró que no había tenido nada que ver con el incendio.

Entonces, George sacó a colación un par de anécdotas que le habían sucedido en un pasado no muy lejano. En octubre de 1945, recibió la visita de un vendedor de seguros de vida que, después de ser rechazado, advirtió a George que su casa "se convertiría en humo y sus hijos iban a ser destruidos", atribuyendo todo esto a los comentarios desagradables que George había hecho sobre el dictador Mussolini. En otra ocasión, un visitante que había ido a ver a George para pedirle trabajo, aprovechó la ocasión para dar una vuelta por la propiedad de los Sodder y advirtió a George que un par de cajas de fusibles "provocarían un incendio algún día", cosa que extrañó a George porque la instalación era nueva y estaba en orden. Además, en las semanas previas a la Navidad, los hijos mayores habían visto un automóvil extraño estacionado a lo largo de la carretera principal que atraviesa la ciudad, con sus ocupantes observando a los niños pequeños Sodder mientras regresaban de la escuela.

¿Había sido el incendio provocado por alguna venganza o ajuste de cuentas? Surgieron pruebas que respaldaban la creencia de que el fuego había sido provocado intencionalmente. Un conductor de autobús que había pasado por Fayetteville en Nochebuena dijo que había visto a varias personas arrojar "bolas de fuego" a la casa de los Sodder. Meses más tarde, cuando la nieve se hubo derretido, Sylvia encontró entre la maleza un objeto pequeño, duro, de color verde oscuro, parecido a una bola de goma, que resultó ser un dispositivo incendiario de los que se usa en combate. Esto coincide con los ruidos que Jennie oyó en el tejado de la casa, y que ella identificó como nieve que caía y se deslizaba. Posteriormente, la familia afirmó que el incendio se había iniciado en el techo, pero para entonces no había forma de probarlo.

Pero lo más sorprendente vino cuando aparecieron testigos que afirmaron haber visto a los niños Sodder con vida. Una mujer que había estado observando el incendio desde la carretera, dijo que había visto a algunos de los niños Sodder mirando desde un automóvil que pasaba mientras la casa estaba en llamas. Otra mujer que trabajaba en un parador de descanso entre Fayetteville y Charleston aseguró que les había servido el desayuno a la mañana siguiente, y también notó la presencia de un automóvil con matrícula de Florida aparcado en la zona del estacionamiento.

Los Sodder contrataron los servicios de C.C. Tinsley, un investigador privado de la cercana ciudad de Gauley Bridge, para que investigara el caso. Tras unas cuantas pesquisas, Tinsley se enteró de que el vendedor de seguros que los había amenazado con un incendio unos meses atrás había formado parte del jurado forense que dictaminó que el incendio de la casa Sodder había sido un accidente. También se enteró de los rumores en Fayetteville de que, a pesar del informe que el departamento de bomberos había realizado sobre el caso asegurando que no habían hallado restos humanos, Morris había encontrado un corazón y lo había enterrado en secreto en una caja metálica. Hizo falta que George y Tinsley confrontaran a Morris para que éste les mostrara dónde había enterrado la caja. Llevaron el contenido de la caja al encargado de la funeraria, quien después de examinarlo les dijo que en realidad era un hígado de res fresco que nunca había sido expuesto al fuego. Más tarde, se dice que Morris había admitido después que él había colocado allí la caja con el hígado con la esperanza de que los Sodder lo encontraran y se sintieran satisfechos de saber que los niños habían muerto en el incendio.

George Sodder no se quedó de brazos cruzados esperando informes de avistamientos. A veces los hacía él mismo. Después de ver a una niña en una fotografía de una revista de jóvenes bailarinas de ballet en Nueva York que tenía cierto parecido con una de sus hijas desaparecidas, condujo hasta la escuela de la niña y demandó verla para corroborar sus sospechas, pero no se le permitió. Mientras tanto, se llegó a ofrecer una recompensa de diez mil dólares a quien encontrara a los niños Sodder desaparecidos. George hizo venir a peritos de varios estados para que participaran en la investigación, llegando incluso a contactar con el FBI, quien dedicaría dos años al caso antes de abandonarlo por falta de pistas. En 1949, un patólogo de Washington D.C. desenterró pequeños fragmentos de hueso que fueron identificados como vértebras humanas, todas del mismo individuo, posiblemente de Maurice Sodder por el rango de edad. Lo curioso es que, según el informe, estos huesos no parecían haber estado expuestos al fuego.

Mientras tanto, los avistamientos de los niños continuaron. Ida Crutchfield, una mujer que dirigía un hotel en Charleston, afirmó haber visto a los niños semanas después del incendio. Según sus palabras, los niños habían llegado acompañados de dos hombres y dos mujeres, todos los cuales parecían de "origen italiano". Afirmó que había intentado hablar con los niños pero, al recibir miradas hostiles por parte de los adultos, los pequeños no habían abierto la boca. En su momento, esta historia dio esperanzas a los Sodder de que los niños pudieran estar vivos y habían sido víctimas de un secuestro, pero los investigadores modernos no consideran que esta historia sea creíble, ya que la mujer sólo había visto fotos de los niños dos años después del incendio.

Hubo más historias. Una mujer de Saint-Louis afirmó que Martha Sodder estaba retenida en un convento. Un cliente en un bar de Texas aseguró haber escuchado a dos personas haciendo declaraciones incriminatorias sobre un incendio provocado en Nochebuena en West Virginia. Cuando George tuvo noticias de que un pariente de Jennie en Florida tenía hijos que se parecían a los Sodder, el pariente tuvo que demostrar que los niños eran suyos para que George se sintiera satisfecho. En 1967, los Sodder recibieron una carta con matasellos de Central City, Kentucky, sin remitente. Dentro había una foto de un joven de unos treinta años con rasgos muy parecidos a los de Louis. En el reverso estaba escrito:

Louis Sodder

Amo al hermano Frankie

Chicos ilil

A90132 o 35





La familia contrató a otro detective privado para que investigara la misiva, pero él nunca informó a los Sodder y no pudieron localizarlo después. Sin embargo, la foto les dio esperanzas. La agregaron a la valla publicitaria en la que mostraban las imágenes de sus hijos desaparecidos e incluso colocaron una copia ampliada de la foto enmarcada sobre su chimenea. Los Sodder no dejaron de buscar a sus hijos hasta el último día de sus vidas. George murió en 1969. Jennie y sus hijos sobrevivientes, excepto John, que nunca habló de la noche del incendio sino para decir que su familia debería aceptarlo y seguir con sus vidas, continuaron buscando respuestas a sus preguntas. Jennie se quedó en la casa familiar colocando cercas alrededor y agregando habitaciones adicionales. Durante el resto de su vida vistió de luto riguroso y cuidó el jardín donde había estado su antigua casa. Murió en 1989.

A día de hoy, seguimos sin saber con exactitud lo que ocurrió en aquel incendio. Una de las teorías que surgiría fue la de la venganza, una venganza política. George había manifestado públicamente muchas veces su rechazo y oposición a Mussolini, y quizá había provocado las iras de algunos inmigrantes italianos que admiraban al dictador. Pero también cabe la posibilidad de que la mafia estuviera implicada. Aunque Fayetteville era un pueblo pequeño y tranquilo, George Sodder viajaba a menudo por motivos de trabajo. Era un hombre muy visible y muy próspero, algo que suele llamar mucho la atención. ¿Cabe la posibilidad de que la mafia hubiera querido extorsionarle para obtener algún beneficio de su negocio de camiones y que se vengara de él provocando el incendio que destruyó su casa y su familia? Pero, si en realidad los niños fueron secuestrados, la pregunta que hay que hacerse es cómo lo hicieron. Había seis personas en la planta inferior de la casa que pudieron haber escuchado ruidos extraños. Si Jennie Sodder se despertó por haber oído la caída de un objeto en el tejado, ¿no se hubiera despertado con más razón si hubiera escuchado los gritos de sus hijos al ser llevados contra su voluntad? ¿O tal vez los niños salieron de la casa antes del incendio, quizá porque algo en el exterior llamó su atención, y se los llevaron? También llama la atención que, si es verdad que fueron secuestrados, nunca intentaran ponerse en contacto con la familia de manera más directa. La teoría más plausible, la que defiende el secuestro de los niños Sodder, admite que éstos seguramente fueran asesinados y sepultados en tumbas sin nombre. Pues, ¿qué peor castigo puede haber para un padre que no saber nunca qué fue de sus hijos?




octubre 20, 2025

Octubre de Misterios: El Niño de Somosierra

 


El caso del Niño de Somosierra sigue siendo, casi cuatro décadas después, uno de los misterios más impactantes de la crónica negra de España. El niño Juan Pedro Martínez, que viajaba con sus padres, desapareció sin dejar rastro, como si se lo hubiera tragado la tierra. Ni una huella, ni una prenda, ni una pista. Nada. Este caso fue uno de los más sonados de este país tanto por la tristeza que provoca la desaparición de un niño como por los detalles oscuros que había detrás de su familia.

Sucedió en el año 1986. Juan Pedro Martínez Gómez, que por entonces tenía cerca de diez años, acababa de finalizar el curso escolar. Era un niño conocido por tener buen carácter y ser muy aplicado en sus estudios. Aquel año se había dedicado con afán a la escuela y por ello sus notas habían sido muy buenas, por lo que su padre decidió que merecía un premio. Andrés Martínez Navarro, de treinta y seis años, camionero de profesión, le había prometido a Juan Pedro que le llevaría con él de vacaciones en su próximo viaje, junto con su esposa Carmen Gómez Legaz, de treinta y cuatro años, si sacaba buenas notas en fin de curso. Como esto se había cumplido, empezaron con los preparativos para hacer un viaje en familia.

El destino era Bilbao, en el norte de España. Andrés tenía que llevar un camión cisterna cargado con más de 20.000 litros de ácido sulfúrico, pero el hecho de que fuese planeado como un viaje tranquilo quizá no le hizo ver los riesgos que corrían. La familia partió el 24 de junio. El trayecto desde Murcia era largo, pero se lo tomaron con calma, haciendo frecuentes paradas por el camino para comer, dormir en la cabina del camión o disfrutar de los paisajes de España. Se sabe, por testimonios de varias personas que les vieron, que hicieron al menos tres descansos por el camino. Uno de los lugares donde estuvieron fue en Las Pedroñeras, municipio situado al suroeste de la provincia de Cuenca, en un área de servicio. El último lugar donde se les vio fue en el restaurante de carretera Mesón Aragón, más conocido como El Maño, ubicado a la entrada de Cabanillas de la Sierra, iniciando la subida hacia Madrid.

Pero sería en la bajada donde ocurriría la tragedia. En torno a las 6:30 de la mañana del día 25 de junio, los servicios de emergencia reciben la noticia de que un camión se ha salido de la vía, ha volcado y ha derramado todo el contenido de la cisterna, que es altamente tóxico y corrosivo. En poco tiempo, los servicios de emergencia llegan al kilómetro 95 de la N-I, en la bajada del puerto de Somosierra. Tras detener el flujo del ácido sulfúrico con cal viva, consiguen acceder por fin a la cabina del camión. Allí encuentran los cuerpos de Andrés y de Carmen. Ambos habían muerto en el acto y presentaban politraumatismos severos. La cabina estaba destrozada por el accidente y parte del ácido sulfúrico había caído sobre los cuerpos, causando fuertes erosiones y quemaduras. La Guardia Civil llama a la familia del camionero para dar parte de la triste noticia. Es la abuela de Juan Pedro la que coge la llamada y hace la pregunta que lo cambiará todo: ‘¿Y el zagal?’



La Guardia Civil no tiene respuesta para esa pregunta. En el accidente sólo se han encontrado dos cuerpos, pero ni rastro de un tercero. La insistencia de la anciana en que su nieto acompañaba a sus padres en el viaje hace saltar las alarmas. Se vuelve a buscar en la cabina, se sigue el rastro del ácido sulfúrico, se busca por los alrededores, se hacen batidas… pero Juan Pedro no aparece. La Guardia Civil, entonces, formula una hipótesis: el ácido que entró en la cabina desintegró por completo el cuerpo del niño, mucho más pequeño y frágil que el de dos adultos. Sin embargo, a esta hipótesis le sigue un problema. Y es que los científicos forenses dan su informe y, aunque todos coinciden en que el ácido sulfúrico es altamente corrosivo y capaz de disolver los tejidos blandos, resulta que se necesitan varias semanas para que el proceso de disolución sea total. Se había probado que la carne y los músculos sí se disolvían rápido, pero no ocurría lo mismo con huesos y dientes, pues resistían el efecto del ácido sulfúrico durante más tiempo. En el tiempo en que se había tardado en buscar a Juan Pedro era imposible que se hubiese desintegrado.

La Guardia Civil dio comienzo a una investigación. Lo primero que hicieron fue corroborar que el niño, efectivamente, viajaba en el camión con sus padres. Como tanto los familiares y varios testigos los habían visto a los tres juntos, esto quedó confirmado sin la menor duda. Además, en el interior del camión se encontró una zapatilla y varias prendas de niño. Quedaba ahora averiguar si el vehículo había tenido algún percance. No se encontró ninguna avería ni problema de frenos; de hecho, hacía poco que había pasado una inspección y puesta a punto, precisamente de cara a este viaje. El tacógrafo, un dispositivo que recoge todos los sucesos originados en un vehículo de transporte terrestre, fue analizado para estudiar los últimos movimientos del camión cisterna, con la esperanza de encontrar ahí alguna explicación para el accidente.



Sin embargo, lo que descubren es muy extraño. En la subida hacia el puerto de Somosierra, el camión de Andrés había efectuado doce paradas breves, de entre diez y quince segundos. Todas las paradas se hicieron sin salir de la carretera. Dada la hora a la que sucedió el accidente, sobre las 6:30 de la mañana, se descartó que hubiese sido por un exceso de tráfico, pues a esas horas había muy pocos vehículos en la carretera. Algunos testigos que se cruzaron con el camión lo vieron detenido y una furgoneta blanca haciéndole ráfagas con los faros; esa misma furgoneta blanca también fue vista delante del camión frenando adrede para que el camión redujese la velocidad. Incluso algunos testigos afirmaron que habían bajado varios individuos de la furgoneta, vestidos con batas blancas, y se habían llevado con ellos al niño. Pero, por mucho que se investiga, esa furgoneta no aparece nunca.

Al llegar a lo alto del puerto y comenzar la bajada, el tacógrafo indica que el camión de Andrés alcanza una velocidad de 140 kilómetros por hora, una auténtica temeridad dada la carga que transportaba y lo tortuoso de la carretera. A esa velocidad rebasa a dos camiones, pero un tercero se le aparece de frente y trata de eludirlo. El accidente, pues, fue inevitable. En una de las curvas, Andrés perdió el control del camión, volcó y acabó en el terraplén de la cuneta.

¿Por qué sucedió esto? Andrés era un camionero profesional, con muchos años de experiencia a sus espaldas, por lo que parece increíble que no supiera el enorme riesgo que estaba corriendo o la imprudencia de sus actos, más teniendo en cuenta que viajaba con su propia familia. Pero una investigación más exhaustiva saca a la luz un hecho bastante oscuro. Según se decía en la familia, Carmen había comentado en cierta ocasión que su marido estaba recibiendo presiones para que transportara droga en su camión. Se hablaba de que había algunas bandas, entre ellas la banda terrorista ETA, que se financiaban con el dinero del tráfico de estupefacientes. Es posible que Andrés estuviese vinculado de alguna manera con algunos miembros de una de estas mafias y, quizá porque tenía deudas que pagar, aceptase algún que otro encargo por el que recibía bastante dinero.

María Teresa Martín, la jueza del Juzgado de Colmenar Viejo de aquel entonces, mandó que el camión fuese llevado a un desguace y revisado de cabo a rabo para averiguar si había algo que pudiese vincularlo con el tráfico de drogas y, al mismo tiempo, para ver si había algún indicio de lo que pudo haberle sucedido a Juan Pedro. Se empieza a desguazar el camión y se encuentran restos de una carga de heroína ocultos en una de las cisternas, pero no se pudo saber si la había puesto Andrés allí o si alguien la había colocado sin que él tuviera conocimiento de ello. De Juan Pedro seguía sin saberse nada.



Empezaron entonces las especulaciones, muchas de las cuales siguen hasta el día de hoy. Se cree que, durante su parada en el mesón El Maño, una o varias personas introdujeron esta carga de droga sin que la familia lo supiera; al retomar el viaje, estas personas siguieron al camión hasta que consiguieron hacerlo parar, secuestraron a Juan Pedro como seguro y obligaron al padre a que siguiese viajando hasta Bilbao con la carga de heroína. El problema es que las paradas son demasiado cortas como para que dé tiempo a detener un camión tan grande, amenazar a los padres, llevarse al niño y volver a iniciar la marcha. La última parada, de unos treinta segundos, quizá pudiese adecuarse a esta hipótesis. El resto ya lo sabemos: al comenzar la bajada, Andrés acelera el camión para no perder de vista la furgoneta en la que se llevaban a su hijo y, debido al nerviosismo y la alta velocidad a la que va, pierde el control del camión y se produce el fatal accidente.

Una teoría similar, planteada a partir del testimonio de pastores y testigos del accidente, fue que un matrimonio de acento extranjero, compuesto por un señor alto de mediana edad y una señora mayor que afirmaba ser enfermera, llegaron en una furgoneta Nissan Vanette blanca, se bajaron y registraron el camión, sacaron un bulto del mismo y lo cargaron en su vehículo, alejándose rápidamente del lugar. Este bulto sería el propio Juan Pedro Martínez. Pero aunque la Policía investigó miles de furgonetas que coincidían con la descripción, no hubo resultados concluyentes. La última “pista” que se podría tener de Juan Pedro es a través del reporte del dueño de una autoescuela en Madrid, quien afirmó en 1987 haber visto a una anciana ciega de origen iraní acompañada de un niño idéntico a Juan Pedro entrar en su autoescuela y pedir información acerca de la embajada de Estados Unidos.

Otra teoría es que alguien, simplemente, se lo llevó. Alguien que, por casualidad o con intención, estaba siguiendo al camión, fue testigo del accidente y se llevó a Juan Pedro, herido pero vivo, con la intención de dejarle en algún hospital. Sin embargo, el nombre de Juan Pedro Martínez no quedó registrado en ningún hospital, ni ese día ni en los sucesivos. La hipótesis que se baraja es que murió durante el trayecto a causa de sus heridas, y sus rescatadores, sin saber muy bien qué hacer, se deshicieron del cuerpo o lo enterraron en una tumba sin nombre, guardando silencio al respecto para no ser acusados de secuestro.

Desde entonces, nada se ha sabido del paradero de Juan Pedro Martínez. La Interpol describe el caso como uno de los más extraños de Europa. Juan García Legaz, pariente de la familia, es un firme defensor de la teoría del secuestro. Durante años llevó a cabo sus propias investigaciones, recorriendo cada kilómetro de la ruta seguida por el camión, hablando otra vez con cada testigo, consiguiendo incluso su propia copia del tacógrafo para poder comprobar una y mil veces cada incidencia. Llama la atención lo mucho que el camión tardó en hacer el trayecto, pues emplearon una hora y 23 minutos para cubrir menos de 50 kilómetros, tardanza que sólo se explica si había otro vehículo delante del camión frenando continuamente para forzar las detenciones. Esa noche había un control policial al pie de Somosierra y aquí es donde la hipótesis de que estaban siendo vigilados y escoltados por delincuentes relacionados con el narcotráfico cobra más fuerza: quizá los miembros de la banda le pidieron a Andrés que transportara un alijo de droga hasta cierto destino y se llevaron a Juan Pedro como fianza hasta que el trabajo estuviese hecho.

A pesar de que la causa se archivó en 1992, los investigadores nunca tiraron la toalla respecto a este caso. Con el consentimiento de los familiares, se puso en marcha el Programa Fénix, diseñado para la identificación genética de personas desaparecidas. En ese programa, la Guardia Civil volcaba perfiles genéticos de familiares desaparecidos de forma periódica en el repaso de casos pendientes de resolver; a día de hoy, esto se sigue haciendo con regularidad. Fue así como, en 2015, el sistema saltó al detectar coincidencias genéticas del ADN de la abuela de Juan Pedro con unos restos humanos hallados en Guadalajara. Sin embargo, la proporción de marcadores coincidentes era demasiado baja y la pista quedó descartada. Aunque se hicieron diligencias para tomar el ADN de los padres y se contaba con el permiso de los familiares, el Juzgado de Instrucción nº1 de Colmenar Viejo negó varias veces la petición y no dio más explicaciones.

Y el misterio continúa a día de hoy. Demasiadas preguntas sin respuesta: ¿Qué pasó con Juan Pedro? ¿Fue secuestrado y enviado a Alemania, como creyeron algunos? ¿Los secuestradores se lo arrebataron a la familia como garantía de su colaboración o el padre los llevó consigo a propósito, pensando ingenuamente que así no le harían nada? Si es verdad que se trataba de un asunto de drogas, ¿por qué los supuestos delincuentes no se llevaron la heroína después del accidente? ¿Quiénes eran aquellos individuos vestidos con batas blancas que pululaban por el lugar después del accidente? ¿Qué fue lo que se llevaron?

Tres testigos del accidente fallecerían tiempo después, uno de ellos por un choque frontal y los otros dos atropellados por un vehículo de las características de la Vanette, aunque estas investigaciones se cerraron con la conclusión de que fueron mera curiosidad. La autovía A-1 sustituyó a ese peligroso trazado de la N-I, que actualmente termina en un camino de tierra sin continuidad y ha quedado relegado al acceso a fincas de propiedad privada.

De Juan Pedro, por desgracia, no se supo nada más.





octubre 13, 2025

Octubre de Misterios: La masacre de Hinterkaifeck

 


En 1922, sucedió uno de los hechos más extraños y escalofriantes de la historia de Alemania en un lugar tranquilo, en una sencilla granja, en el seno de una familia que, si bien no era muy querida, no destacaba por causar conflictos en su comunidad. De un día para otro, todos los miembros de esta familia fueron asesinados. A pesar de que el caso se ha estudiado hasta el día de hoy, no se ha podido dar ni con la más pequeña pista que pudiera señalar a un culpable con nombre y apellidos. De hecho, son más las cosas que han quedado sin explicación que las que la tuvieron.

Entre las ciudades bávaras de Ingolstadt y Schrobenhausen, situada a unos setenta kilómetros de Múnich, estaba la pequeña granja de los Gruber. Hay que aclarar que el nombre de Hinterkaifeck no era el nombre oficial ningún pueblo, ni el nombre de la granja, sino que fue un término utilizado para describir la situación de la granja, que estaba detrás del pueblo de Kaifeck oculta tras un denso bosque. De hecho, el prefijo hinter significa detrás en alemán. 

La granja no era muy distinta de otras que había por el país. La vida en el campo de la Alemania de la posguerra no era fácil pero, de algún modo, los Gruber consiguieron llevar una vida bastante próspera. La granja estaba dividida en dos secciones: la vivienda principal y el granero, separados por una pared divisoria. El granero, que también hacía las funciones de establo, estaba conectado a la casa principal, de modo que se podía acceder a él sin necesidad de salir al exterior. En cuanto a la vivienda, constaba de una planta y tenía un ático que abarcaba las dos secciones de la granja, lo que significaba que cualquiera que estuviera allí arriba podía moverse por todo el edificio.

La familia estaba compuesta por Andreas Gruber, de sesenta y tres años; su esposa Cäzilia, de setenta y dos; su hija viuda Viktoria, de treinta y cinco años, y sus hijos pequeños Cäzilia y Josef, de siete y dos años respectivamente. También formaba parte del núcleo familiar Maria Baumgartner, de cuarenta y cuatro años, quien acababa de ser contratada como ama de llaves. Aunque la vida en la granja parecía estable y tranquila, la familia Gruber tenía una historia oscura y sórdida que pudo haberla llevado a la muerte.

Para los vecinos de Kaifeck no era ningún secreto que Andreas había violado repetidamente a su hija desde que ésta tenía dieciséis años. En 1914, Viktoria había intentado escapar de las garras de su padre casándose con un tal Karl Gabriel. Pero dada la insistencia de Andreas en que la pareja viviese con ellos en la misma granja, es de suponer que Viktoria no pudo huir de él. En agosto de 1914, Karl se alistó en el ejército, y en diciembre llegó la noticia de que había desaparecido en combate y se le daba por muerto. En enero de 1915, Viktoria dio a luz a su hija Cäzilia. Aunque su difunto marido era oficialmente el padre, fue Andreas el que se ocupó de la niña en todos los sentidos como su tutor legal. En mayo de ese mismo año, una criada sorprendió a Andreas abusando de Viktoria y acudió horrorizada a la Policía para denunciar los hechos. Padre e hija fueron acusados de incesto y tuvieron que permanecer un tiempo en prisión. El escándalo fue de tal calibre que los vecinos los empezaron a ver como parias y renunciaron a tener contacto con ellos.



Andreas no pareció aprender nada de su experiencia en la cárcel, pues volvió a perseguir a Viktoria en cuanto fue puesto en libertad. La joven trató de escapar de su vida como esclava sexual de su padre iniciando un romance clandestino con Lorenz Schlittenbauer, un rico granjero de un pueblo vecino. Cuando la esposa de Schlittenbauer murió en 1918, el hombre le propuso matrimonio a Viktoria, que aceptó sin pensárselo dos veces. Sin embargo, había un obstáculo fatal para su boda: la presencia de Andreas Gruber. Schlittenbauer sospechaba, no sin motivos, que Gruber seguía abusando de su hija. Cuando Viktoria anunció que estaba embarazada, Schlittenbauer negó que el niño fuera suyo y se lo atribuyó a Andreas. Los dos hombres tuvieron una acalorada discusión sobre la paternidad del niño que se zanjó cuando Gruber amenazó a Schlittenbauer con una guadaña. El patriarca se opuso a la boda y expulsó de allí a Schlittenbauer, quien se fue sin mirar atrás. Viktoria volvió a quedarse atrapada con su agresor.

Después de que Viktoria diese a luz a su hijo Josef en 1919, los Gruber insistieron en que Schlittenbauer reconociera la paternidad del niño y se encargara de pagar la manutención, pero él se negó. En septiembre, Schlittenbauer acudió a la Policía para hacer una declaración en la que afirmaba que Andreas Gruber era el padre de Josef. Una vez más, Gruber fue arrestado y llevado a prisión, de donde no salió hasta que Schlittenbauer retiró su declaración. No está del todo claro por qué retiró la denuncia, aunque él dijo más tarde que lo hizo porque los Gruber le pagaron; no obstante, cuando hizo esta aclaración, los Gruber ya no estaban vivos para confirmar o desmentir la historia. Schlittebauer pronto encontró otra mujer con la que casarse y se desligó de los Gruber. La vida de la familia volvió a su rutina de siempre.

Pocos días antes de los homicidios, las cosas se pusieron más extrañas. Andreas encontró un periódico en la casa, uno que la familia nunca había leído ni traído. Descubrió también que la cerradura del cobertizo había sido forzada. Pero lo más extraño fue que encontró dos huellas que iban desde el bosque cercano hasta la casa, pero no en dirección contraria. Varios días antes, Viktoria había sido encontrada por una vecina llorando a mares porque se había asustado al ver a un hombre ataviado con un abrigo militar. También había desaparecido un juego de llaves de la granja. ¿Podría ser que un intruso hubiese entrado en la casa? Si era así, ¿por qué no había robado nada? Aquella noche, la familia creyó oír pasos en el ático. Creyeron que alguien, no sabían si un extraño o un fantasma, les estaba persiguiendo. En cualquier caso, no reportó ninguno de estos sucesos a la Policía.

El 31 de marzo de 1922, llegó a la casa Maria Baumgartner, su nueva ama de llaves. La anterior criada de los Gruber se había marchado el pasado agosto, y hay quienes creen que lo hizo por el miedo que sintió al oír pisadas en el ático y notar una presencia extraña en la casa, pero es posible que tuviera otras razones para marcharse. A Maria la acompañaba su hermana Franziska, que se quedó una hora con ella para ayudarla a instalarse antes de regresar a su pueblo.



A la mañana siguiente, llamó la atención que la pequeña Cäzilia no hubiese ido al colegio, pues no era habitual en ella faltar a clase. Su profesora, aunque extrañada, consideró que no era algo tan grave como para preocuparse en exceso y lo dejó pasar. Lo mismo hicieron dos vendedores de café que pasaron por la propiedad de los Gruber para entregar un pedido. Encontraron todas las puertas cerradas y con señales de que no había nadie en casa, pero como no vieron nada sospechoso se fueron sin sentir ninguna preocupación especial. Esa noche, Michel Plockl pasó por las cercanías de la granja de camino a su casa. Observó que salía humo de la chimenea y había un extraño olor a tela quemada flotando en el aire. Vio una figura que merodeaba por el patio y ésta le apuntó a los ojos con una linterna, algo que asustó a Plockl y le hizo irse a toda prisa.

El 4 de abril, Albert Hofner fue a la granja. Algunos días atrás, Andreas Gruber había acordado con él para que fuese a su propiedad para reparar un motor de una maquinaria agrícola. Al acercarse a la propiedad. Hofner oyó ladrar al perro de los Gruber, que estaba atado en la parte de atrás del granero. Por lo demás, todo estaba en silencio. Nadie respondió a su llamada a la puerta principal. A lo lejos, vio a un hombre en los campos y supuso que era Andreas Gruber. Hofner pasó las siguientes horas trabajando en la reparación del motor y, al momento de irse, se dio cuenta de que el perro estaba muy alterado y, además, tenía un extraño corte en la cara. Volvió a llamar a la puerta principal, sin éxito. De regreso a su casa, se encontró con Schlittenbauer y le comentó la extraña ausencia de los Gruber, de los que no había podido encontrar ni rastro.

Llegados a este punto, es posible que pueda sorprender la aparente indiferencia que los vecinos del pueblo mostraban por la ausencia de los Gruber. Es probable que el hecho de vivir en una comarca tranquila donde nunca pasaba nada no les hiciera pensar en una posible desgracia, así como el hecho de que los Gruber no eran muy apreciados por los vecinos de la zona y, por lo tanto, preferían mantenerse desvinculados de sus asuntos. Sin embargo, Schlittenbauer no se quedó de brazos cruzados. Como si intuyera que algo malo había sucedido, decidió ir a la granja de los Gruber acompañado por sus dos hijos. El encontrar la propiedad completamente cerrada y sin luz hizo saltar todas las alarmas. Llegó a pensar que Andreas Gruber se había ahorcado, e hizo partícipe de sus temores a otros dos vecinos. Cuando regresaron a la granja, se dieron cuenta de que la puerta del granero no estaba cerrada y entraron.

El espectáculo era dantesco, peor que un suicidio. El granero se había convertido en un matadero humano. Los cuerpos de Andreas Gruber, Viktoria y las dos Cäzilias yacían tendidos en el suelo, parcialmente cubiertos con paja y una puerta vieja. Todos tenían el cráneo abierto, como si hubieran sido atacados con un arma pesada, como un pico o una azuela. La pequeña Cäzilia era la que presentaba un peor aspecto, con mechones de su propio cabello en sus manos, por lo que se cree que había sobrevivido al ataque durante algunas horas, sufriendo un dolor inimaginable. En el interior de la vivienda tampoco quedaba nadie con vida. El pequeño Josef fue encontrado en su cuna, donde alguien lo había matado a golpes. El cuerpo mutilado de la criada, Maria Baumgartner, fue hallado en su habitación. Su maleta todavía estaba sin deshacer, lo que sugería que la habían matado poco después de su llegada. La casa no había sido saqueada. El dinero y las joyas estaban en su sitio. Curiosamente, lo único que faltaba era el contenido de la cartera de Viktoria, que fue encontrada vacía sobre su cama.

Se encontraron restos de carne de animal en la vivienda, lo que indicaba que el asesino o asesinos se habían quedado allí durante un par de días con total tranquilidad para comer e incluso cuidar de los animales, pues estos no estaban desatendidos. En el ático se encontraron restos de comida y desechos humanos, lo que sugiere que el intruso había permanecido allí unos cuantos días. Había tejas sueltas en el techo que le habrían permitido espiar el patio de la granja y así controlar quién entraba y salía de casa. Además, una de las camas parecía haber sido usada hacía poco tiempo. Se cree que Andreas, Viktoria y las dos Cäzilias fueron atraídos al granero, donde fueron asesinados uno por uno. Luego, el asesino o asesinos mataron a la criada y al pequeño Josef.



Los agentes de Policía llegaron al lugar tan pronto como recibieron la noticia de lo sucedido, y unas horas más tarde llegó otro equipo de agentes de Múnich. La noticia del terrible asesinato de los Gruber se extendió rápidamente por la comunidad, lo que provocó que una multitud de vecinos se congregara en Kaifeck. Estos morbosos curiosos pisotearon a su antojo la escena del crimen, pulularon por la propiedad sin el menor reparo, contaminando y destruyendo pruebas a su paso e incluso comiendo aperitivos en la cocina.

Hay que decir a favor de la Policía que hizo todo lo posible por resolver el caso con lo poco que tenían para trabajar. A la escasez de pruebas había que sumarle la falta de un motivo, la ausencia del arma homicida o un testigo que pudiera saber algo al respecto. Desde el principio, este crimen parecía destinado a no ser resuelto. Fue tanta la desesperación que sentían las autoridades que mandaron decapitar los cadáveres y enviaron las cabezas a Múnich para que fuesen revisadas por un clarividente, con la esperanza de que pudiera darles alguna orientación espiritual, pero no se obtuvo ningún resultado positivo. Las cabezas fueron enviadas a Núremberg donde, en un último acto de violencia, fueron destruidas por los bombardeos aliados en 1944.

Los investigadores del caso empezaron a barajar varios nombres de sospechosos de haber llevado a cabo el crimen. El nombre que resonó con más fuerza fue el de Lorenz Schlittenbauer, antiguo amante de Viktoria, posible padre del pequeño Josef y con antecedentes de llevarse mal con Andreas Gruber. Su talante frío y tranquilo al saber de la matanza, así como su actitud de parecer saber en todo momento qué hacer y dónde estaban las cosas de la casa, le convirtieron en un sospechoso obvio. Tampoco ayudaba el hecho de que, mientras uno de los vecinos iba a llamar a la Policía para avisar del crimen, él se dedicó a darle de comer a los cerdos, como si no tuviera nada mejor que hacer. Sin embargo, su culpabilidad nunca se pudo demostrar. Tanto los vecinos como los investigadores le tenían por un hombre amable y gentil, incapaz de cometer unos asesinatos tan depravados y estremecedores. No había pruebas sólidas en su contra. No se podía demostrar que hubiera pasado allí varios días sin que nadie en su propia casa notara su ausencia, de modo que fue descartado como sospechoso.

Otro nombre que se tuvo en cuenta, por curioso que pueda parecer, fue el de Karl Gabriel, el marido de Viktoria Gruber. Aunque Gabriel supuestamente había muerto en las trincheras francesas en 1914, su cuerpo nunca había sido encontrado y no se le había dado un entierro apropiado. Por esta razón, se especuló que pudo haber regresado para buscar a su esposa y, al saber de su implicación sentimental con Schlittenbauer, podría haber cometido los asesinatos en el marco de un crimen pasional. Esta teoría fue alimentada décadas después por los informes de dos personas que afirmaban haber conocido a un soldado ruso después de la II Guerra Mundial que afirmaba haber sido el asesino de Hinterkaifeck. Sin embargo, algunos compañeros de trinchera de Gabriel afirmaron que le habían visto morir en la guerra y dichos informes fueron creídos por la Policía.

El resto de sospechosos se alejaban cada vez más del crimen por la absoluta falta de pruebas. Se pensó que pudo haberlo hecho un tal Josef Bärtl, un loco que había escapado de un manicomio, e incluso se tuvo en cuenta la posibilidad de que estuvieran implicados algunos extremistas políticos que habrían utilizado la granja de los Gruber como escondite o punto de reunión. Ninguna de estas teorías dio sus frutos y el culpable nunca fue atrapado.

Los cuerpos de los Gruber y Maria Baumgartner fueron enterrados en una ceremonia a la que acudieron más de tres mil personas. Los hermanos de Andreas Gruber se enzarzaron en una desagradable batalla judicial con los familiares supervivientes de Karl Gabriel por la propiedad de la granja. Para resumir el largo proceso judicial, si la pequeña Cäzilia hubiera fallecido después de su madre, el siguiente heredero sería el abuelo paterno de la niña. Pero como no se podía saber en qué orden habían muerto, la disputa tuvo que resolverse de otra manera. Al final, los Gabriel se quedaron con la granja a cambio de un acuerdo económico con los Gruber.

Al año siguiente, los Gabriel mandaron demoler la granja de Hinterkaifeck. Mientras se llevaba a cabo la demolición, se encontró el arma homicida, que resultó ser una especie de azada casera que pertenecía al propio Andreas Gruber y que estaba escondida en un falso suelo cerca de la chimenea de la casa. Por muy prometedor que pudiera parecer este hallazgo, lo cierto es que no sirvió de nada porque no arrojó ninguna otra pista sobre la identidad y el paradero del asesino. La Policía siguió recogiendo testimonios hasta 1985, año en que se dio por cerrado el caso. Hasta el día de hoy, seguimos sin saber absolutamente nada. ¿Fue un robo que salió mal? ¿El asesino o asesinos conocía a las víctimas y tenía algo contra ellas? ¿Por qué no se llevaron nada de valor? ¿Y por qué se quedaron varios días en la granja después de cometer los asesinatos? Son preguntas que nadie podrá responder jamás. La masacre de Hinterkaifeck parece destinada a seguir siendo no sólo el asesinato más espeluznante de Alemania, sino también el más desconcertante.




octubre 07, 2025

Octubre de Misterios: El caso de Leo Frank



Leo Max Frank nació el 17 de abril de 1884 en Cuero, Texas, en el seno de una familia judía de ascendencia alemana. Sin embargo, a muy temprana edad su familia se mudó a Brooklyn, en la ciudad de Nueva York, y se graduó en Ingeniería Mecánica en la Universidad de Cornell en 1906. Durante un tiempo vivió en Alemania para trabajar como aprendiz del famoso fabricante de lápices Eberhard Faber. Más tarde, después de trabajar en varias empresas, fue contratado para dirigir la fábrica de lápices National Pencil Company en Atlanta, Georgia. En 1910 se casó con Lucille Selig, hija de una prominente familia de industriales, y se involucró de forma muy activa en la comunidad judía de la ciudad, siendo elegido presidente de la B’nai B’rith local, una especie de organización de carácter filantrópico.

A pesar de su matrimonio feliz y su éxito en los negocios, Leo Frank y su esposa sufrieron algunas dificultades relacionadas con su entorno y la religión que profesaban. La población de Atlanta había experimentado un enorme crecimiento a finales del siglo XIX y principios del XX, y empezaba a haber bastante tensión social. De ser una pequeña ciudad de poco más de veinte mil habitantes en 1870 había pasado a tener más de ciento cincuenta mil en 1910, y este crecimiento desbordante continuaría sin cesar en los años siguientes, con más de cinco mil personas entrando a la ciudad cada año. Muchas personas abandonaron el campo para mudarse a las ciudades, a menudo viviendo en casas total o parcialmente deterioradas. Las condiciones de empleo en la ciudad incluían el trabajo infantil, una semana laboral de 66 horas, salarios bajos y lugares de trabajo que no contaban con las condiciones de seguridad deseables. Asimismo, Georgia era el único estado en los Estados Unidos que todavía permitía que los niños de diez años trabajaran en jornadas de once horas al día, aunque un proyecto de ley en 1913 había obligado a subir la edad hasta los catorce años. También había sectores más tradicionales y paternalistas que veían el trabajo en las fábricas como algo degradante para las mujeres porque eran centros de trabajo mixtos, por lo que se los veía como pozos de corrupción moral y depravación. Todo esto creó bastantes problemas sociales en una ciudad que había superado a sus instituciones muy rápido y que no había desarrollado los mecanismos necesarios para lidiar con su condición de crisol de culturas. Gran parte de esta tensión se dirigió hacia la próspera comunidad judía, y en particular hacia el recurso de mano de obra infantil en las fábricas dirigidas por empresarios judíos. El propio Leo Frank estuvo implicado en esta práctica; la fábrica en la que trabajaba como supervisor contrataba a cientos de niños y adolescentes para trabajar en la producción de lápices.

La vida de Leo Frank dio un giro dramático a finales de la primavera de 1913. El 26 de abril, alrededor de mediodía, Mary Phagan, una empleada de la fábrica de 13 años, llegó a la fábrica para cobrar su último sueldo. La habían despedido de la fábrica cinco días antes debido a la escasez de materias primas y a que ya no se requerían tanto sus servicios en la fábrica. Aquel día se reunió con Leo Frank en su oficina y él le abonó su finiquito, que ascendía a 1,20 dólares. Cuando aquella noche no regresó a casa, la familia se preocupó por su tardanza y empezó a buscarla, pero Mary parecía haberse desvanecido. Lo que le ocurrió sigue sin estar claro a día de hoy.



Mary Phagan nació el 1 de julio de 1899 en una familia de agricultores de buena posición económica de Georgia. Su padre falleció antes de su nacimiento. Su madre, Frances Phagan, se trasladó con ella a Marietta, y en 1907 se mudaron a East Point, donde Frances abrió una pensión familiar para ganarse la vida. A los diez años, Mary dejó la escuela para empezar a trabajar a tiempo parcial en una fábrica textil. En 1912, después de que su madre se volviera a casar con John William Coleman, la familia se mudó a la ciudad de Atlanta. Esa misma primavera, Mary consiguió un empleo en la fábrica de lápices de Leo Frank, donde ganaba doce centavos a la hora trabajando en una máquina moleteadora e insertando gomas de borrar en los lápices. El día que fue a pedir su último salario fue también el último día de su vida.

Poco después de estar con Frank, Mary Phagan fue agredida sexualmente dentro de la fábrica y después asesinada. En la madrugada del día siguiente, su cuerpo fue encontrado en el sótano de la fábrica por Newt Lee, el vigilante de la fábrica, que hacía su ronda nocturna. Después de salir del baño, descubrió el cuerpo de Mary tendido en la parte trasera del sótano, cerca del incinerador, y llamó a la Policía. El vestido de la niña estaba subido hasta la cintura, y una tira de su combinación había sido rasgada para atársela al cuello. Tenía la cara ennegrecida y cubierta de arañazos, y su cabeza presentaba cortes y magulladuras. La cuerda que se encontró alrededor de su cuello se había utilizado para estrangularla con fuerza. Todavía tenía puesta la ropa interior, pero manchada de sangre y despedazada. En su piel se hallaron restos de ceniza y tierra del suelo, lo que inicialmente hizo parecer a los oficiales que ella y su atacante habían peleado en el sótano. Una rampa de servicio en la parte trasera del sótano conducía a una puerta corredera que daba a un callejón; la Policía encontró la puerta forzada para poder abrirla sin necesidad de desbloquearla. Un examen posterior reveló huellas dactilares con sangre en la puerta, así como un tubo metálico que parecía haber sido utilizado como palanca. Algunas pruebas en la escena del crimen fueron manejadas de forma inadecuada y extremadamente superficial por los investigadores, como un sendero de tierra que salía del ascensor por el que la Policía creía que Mary había sido arrastrada, que estaba muy pisoteado pero cuyas huellas nunca fueron identificadas.

Al mismo tiempo, se descubrieron dos notas en un montón de basura que, más tarde, se sabría que habían sido manipuladas por el propio asesino para desviar la atención, pero que en aquel momento se atribuyeron a Phagan. La primera nota decía: 

Mamá, el negro que contrataron aquí lo hizo, fui a… y él me empujó por ese agujero, un negro alto y delgado, era un negro alto y delgado, escribo mientras…

La segunda decía lo siguiente:

Él dijo “haz como si lo hubiera hecho la Bruja Nocturna”, pero ese negro alto y delgado lo compró (?) él mismo.

En cuestión de horas, se inició una investigación durante la cual se barajaron varios sospechosos. Uno de ellos fue el propio Newt Lee, el vigilante, pues un rastro que conducía al ascensor sugería que había movido el cuerpo de Mary previamente. Las notas también ayudaron a incriminarle, al igual que su aparente familiaridad con el asunto, ya que afirmó que la niña era blanca cuando la Policía, debido a la oscuridad del sótano y a la suciedad que cubría el rostro de Phagan, inicialmente pensó que era negra. También se arrestó a Arthur Mullinax, un conductor de tranvía de veinticuatro años que conocía a Mary Phagan y a quien se le veía a menudo hablando y coqueteando con ella. Sin embargo, los oficiales no encontraron pruebas suficientes para considerarlos culpables.

Tras el hallazgo del cuerpo, la Policía llamó a Leo Frank sin prisas la mañana del 27 de abril. Al enterarse de lo sucedido, Frank accedió rápidamente a acompañarlos y a colaborar en todo lo que quisieran. Parecía estar extremadamente nervioso, tembloroso y pálido; le temblaba la voz, se frotaba las manos sin parar y hacía preguntas antes incluso de que los oficiales pudieran responder. No recordaba el nombre de Mary Phagan y necesitó comprobar su nómina para cerciorarse de quién era. En este punto, Frank no estaba considerado como sospechoso ni le arrestaron por el momento; esto ocurriría tres días después, cuando fue acusado formalmente del asesinato de Mary Phagan. Aunque no tenía marcas de cortes o heridas de lucha en su cuerpo, ni manchas de sangre en su ropa, dos detectives encontraron una camisa sucia, supuestamente suya, en el fondo del incinerador; al parecer, alguien había tenido la intención de tapar el sistema de ventilación. A esto se sumaba el comportamiento nervioso de Frank el día que se descubrió el cadáver de Phagan, lo que sirvió para que el detective de policía John Black, que estaba convencido de su culpabilidad, le hiciera arrestar.



La investigación posterior no estuvo exenta de problemas y controversias. Algunos de los testigos fueron intimidados e incluso torturados por las fuerzas policiales, que estaban convencidas de la culpabilidad de Leo Frank, la última persona en ver con vida a Mary Phagan. Gran parte de las evidencias que tenían en su contra se basaban en el testimonio de James Conley, un conserje afroamericano que había trabajado en la fábrica. Conley presentó cuatro declaraciones juradas, y cada una de ellas contradecía elementos de sus declaraciones anteriores. Esto tendría que haber bastado para dudar de su testimonio pero, si se quitaban las contradicciones, la línea esencial era que Frank había asesinado a Mary Phagan y luego había convencido a Conley para que encubriera el crimen. En realidad, había pruebas considerables que sugerían que el propio Conley había cometido el crimen, como el descubrimiento de una camisa de su propiedad que parecía tener manchas de sangre, pero que Conley afirmó que eran de óxido.

Los tiempos tampoco coincidían. Aunque se estableció que Frank había asesinado a Phagan en el piso de arriba y que luego había arrastrado su cuerpo hasta el sótano, estaba claro que había muerto poco después de cobrar su finiquito. Los movimientos de Frank después de la marcha de Phagan fueron atestiguados por otras personas durante casi todo el tiempo, pero hay un período de dieciocho minutos durante los cuales se le pierde de vista. Con todo, resultaba bastante improbable que fuese el asesino de Mary Phagan. Además, a pesar de las declaraciones de Conley, la mayoría de las pruebas circunstanciales que se recogieron favorecían la inocencia de Frank.

Sin embargo, los grandes prejuicios que dominaban cada vez más a la sociedad estadounidense en esos tiempos, en especial el racismo y el antisemitismo, empezaron a hacerse oír cada vez con más fuerza. A esto contribuyeron también los medios de comunicación, especialmente aquellos dirigidos por el magnate de prensa William Randolph Hearst y por un popular político supremacista blanco llamado Thomas Watson. Estos dos individuos se dedicaron a exacerbar las tensiones sociales ya existentes en Atlanta y Georgia, y al hacerlo sesgaron profundamente el procesamiento del caso y la recolección de pruebas. A Leo Frank se le tenía ojeriza por ser un norteño que había contratado a cientos de adolescentes que tenían que trabajar largas horas para su supervisor judío.



El sentimiento antisemita se recrudeció cuando el caso de Leo Frank llegó a juicio, en particular conceptos erróneos dentro de la sociedad en general sobre la circuncisión y otras prácticas asociadas al Judaísmo. A esto se sumó el testimonio de varias empleadas de la fábrica, quienes ofrecieron unas opiniones muy desfavorables sobre el carácter de Frank con el fin de desprestigiar su persona, aunque también es justo decir que hubo otras muchas que salieron en su defensa. Ninguno de estos testimonios era una prueba sólida, pero la fiscalía tampoco las necesitaba. Desde el principio, parecía que la intención era inculpar a Frank por el crimen a toda costa. Por eso se dejaron de lado las contradicciones de la declaración de Conley argumentando que, como era afroamericano, no tenía la inteligencia suficiente para inventar una historia tan elaborada. A todo esto, se presentaron testigos que declararon haberse encontrado con Frank en las horas cercanas a la muerte de Mary Phagan, y diciendo que parecía hallarse bastante nervioso, como si algo muy grave le tuviera preocupado. Muchos notaron que esta actitud era muy rara en Frank, pues se le tenía por un hombre de talante tranquilo, y también sirvió para incrementar su culpabilidad, a pesar de que era una prueba circunstancial y muy poco creíble. Después de sólo dos horas de deliberación, el jurado declaró culpable a Leo Frank el 25 de agosto de 1913, siendo condenado a morir en la horca.

Sin embargo, este no fue el final del caso. La noticia del crimen de Mary Phagan traspasó fronteras y se hizo muy popular, y fue la opinión pública la que finalmente tendría la última palabra. Aunque la sentencia fue apelada, el tribunal desestimó dicha apelación basándose en meros tecnicismos en las pruebas. En un peculiar desarrollo de los acontecimientos, el propio abogado de Conley, William Smith, también empezó a afirmar públicamente su creencia de que Frank era inocente, lo que iba en contra del testimonio de su cliente. Pero esto no sirvió para inclinar la balanza a favor de Frank, pues el abogado fue acallado por la opinión pública y ridiculizado en los periódicos locales, terminando con su expulsión de Georgia.

En junio de 1915, poco antes de que se programara la ejecución de Leo Frank, el gobernador de Georgia John Slaton le conmutó la pena por cadena perpetua después de revisar la evidencia. Slaton estaba muy preocupado por los problemas en la forma en que se había llevado el caso y las pruebas que señalaban a Conley como el verdadero culpable del asesinato de Phagan. Cuando se tuvo noticia de la conmutación, una turba furiosa se reunió frente a la casa del gobernador en un esfuerzo por hacerle cambiar su decisión; tal era la animosidad que había crecido en torno a la figura de Leo Frank. Slaton declaró la ley marcial en un intento por restaurar la ley y el orden, pero ni aun así se pudo evitar la tragedia.



Frank estaba encerrado en la Penitenciaría Estatal de Midgeville, donde había sufrido el ataque de un compañero de celda, que le había atacado con un cuchillo en la garganta al saber que le iban a conmutar la pena; Frank se salvó de milagro porque otros dos reclusos tenían formación médica y le atendieron rápidamente mientras venían los servicios de urgencias de la prisión. Frank fue sometido a una cirugía de emergencia que le salvó la vida. Pero, incluso entonces, el clamor popular por la cabeza de Frank continuó, encabezado en gran medida por Watson en las páginas de su periódico. Esta escalada de violencia culminó con una muchedumbre que se hacía llamar los Caballeros de Mary Phagan asaltando la prisión de Midgeville y secuestrando a Frank con la intención de impartir justicia por su propia mano.

Después de secuestrar a Frank, fue llevado hasta Marietta, la ciudad natal de Mary Phagan. Allí, Frank fue esposado, le ataron las piernas a la altura de los tobillos y lo colgaron de la rama de un árbol el 17 de agosto de 1915. Como acto simbólico, fue linchado de tal manera que su cadáver quedó mirando hacia la antigua casa de los Phagan. Fue enterrado en las semanas siguientes en Nueva York, en el cementerio Mount Carmel de Queens. Su linchamiento, que fue sólo uno de casi dos docenas de asesinatos similares en Georgia ese mismo año, fue condenado en los medios de comunicación internacionales, que denunciaron los motivos antisemitas de la condena de Frank y la brutalidad de su asesinato. Sin embargo, en los Estados Unidos, y muy particularmente en los estados del sur, el caso de Leo Frank sirvió para incrementar la xenofobia y el antisemitismo presentes en la sociedad. Los Caballeros de Mary Phagan fueron un componente clave en el resurgimiento y expansión masiva del Ku Klux Klan a finales de la década de 1910 y en 1920. Entre estos caballeros se encontraban el ex gobernador de Georgia Joseph Mackey Brown, el juez Newton Morris y el ex alcalde de Marietta, Eugene Herbert Clay; también estaban presentes el famoso abogado John Tucker Dorsey, el sheriff de la ciudad William Frey, abogados e incluso médicos.

Al final, la verdad salió a la luz en gran medida. En 1982, casi setenta años después del asesinato de Mary Phagan, Alonzo Mann, entonces un hombre mayor, pero que había sido un joven empleado de oficina en 1913, se presentó con un nuevo testimonio. Él afirmó haber visto a Jim Conley, el conserje cuyas declaraciones habían sido cruciales para la condena de Frank, arrastrando el cadáver de Mary Phagan hacia el sótano de la fábrica el día que fue asesinada. Aunque este testimonio se consideró insuficiente y se presentó demasiado tiempo después del caso para condenar al ya fallecido Conley, se consideró lo suficientemente significativo como para realizar una nueva investigación en el caso de Leo Frank. Esta iniciativa fue planteada por la Liga Antidifamación y, aunque en un inicio fue rechazada, finalmente, en 1986, el estado de Georgia indultó en forma póstuma a Leo Frank, aunque nunca fue absuelto oficialmente del cargo de homicidio.




octubre 01, 2025

Octubre de Misterios: El caso de JonBenét Ramsey

 


JonBenét Ramsey nació el 6 de agosto de 1990 en Atlanta, Georgia. Su nombre tan peculiar venía de la unión de los dos nombres de su padre, llamado John Bennett Ramsey, quien se había casado en segundas nupcias con Patricia Patsy Ann Paugh y con quién, además de JonBenét, había tenido otro hijo llamado Burke, tres años mayor que su hermana. Aparte, John tenía otros tres hijos de su matrimonio anterior, aunque la hija mayor había fallecido en un accidente de coche.

Cuando JonBenét tenía tan sólo un año, la familia se mudó a Boulder, Colorado, donde llevaban una vida bastante acomodada. John Ramsey era un reputado hombre de negocios, presidente y jefe ejecutivo de Access Graphics, una compañía de servicios informáticos que posteriormente sería subsidiaria de Lockheed Martin. Patsy, por otro lado, era ama de casa, pero en su juventud había sido reina de belleza, llegando a ser bastante conocida por haber obtenido el título de Miss West Virginia en 1977.

JonBenét fue muy famosa por ser una niña de concurso, tal como lo había sido su madre. Estados Unidos posee una extensa tradición de promoción de pequeñas misses, siendo uno de los negocios más lucrativos del país. En estos concursos, las niñas lucen enormes cabelleras, maquillajes muy intensos y ponen poses forzadas para lucir más atractivas, como si fuesen pequeñas mujercitas. Esto ha generado fuertes críticas en algunos sectores defensores de la infancia, puesto que en muchos de estos concursos las menores llevan vestidos que sexualizan sus cuerpos y son obligadas a soportar una presión muy fuerte por destacar y ganar. Los estereotipos de belleza presentes en los medios pueden influir negativamente sobre la autoestima, identidad y posición social de las pequeñas, pero a día de hoy el Congreso de los Estados Unidos sigue sin tener una legislación respecto a los concursos de belleza infantiles.

El caso de JonBenét Ramsey no fue distinto del de otras muchas niñas norteamericanas. Desde muy temprana edad, su madre se había encargado de llevarla de certamen en certamen con la intención de convertirla en otra reina de la belleza, como lo había sido ella. Y, siendo sinceros, la pequeña JonBenét lo tenía todo para triunfar en este mundillo. Rubia, de grandes ojos celestes, sonrisa alegre y gran desparpajo, era una niña encantadora que se hacía querer por todos. A los seis años ya desfilaba y posaba como una modelo profesional. Su vestuario consistía en tacones, minifaldas y grandes tocados de plumas que llamaban mucho la atención. Además, siempre llevaba las uñas pintadas y su madre se ocupaba de maquillarla con labial, sombra de ojos y máscara de pestañas. Ya por entonces se criticó mucho a Patsy por esta exagerada exposición y sexualización de su hija, pero la ex reina de la belleza hizo oídos sordos a los comentarios. Estaba tan metida en aquel mundo que llegó a ser patrocinadora de algunos de estos concursos. El tiempo que invirtió en la pequeña JonBenét lo consideró bien empleado, pues a los seis años su hija ya había ganado cientos de concursos de belleza y era reconocida en todo el país.



El 25 de diciembre de 1996, los Ramsey asistieron a una cena con un matrimonio amigo, los White. A las 21:30 ya estaban de vuelta en su casa, puesto que al día siguiente tenían planeado viajar a Michigan. Tanto los padres como los hijos se acostaron temprano sin tener ni idea de lo que iba a suceder horas después. Aproximadamente a las 5:30 de la mañana, Patsy se levantó y bajó las escaleras para ir al piso inferior de la casa. En medio de la escalinata encontró una carta escrita a mano dirigida a su marido, en la que se decía que un grupo de residentes extranjeros había secuestrado a JonBenét. Si los Ramsey querían volver a verla con vida, tendrían que seguir las instrucciones y entregarles una suma de dinero de 118.000 dólares. La carta traducida os la reproduzco a continuación:


Sr. Ramsey: ¡Escuche cuidadosamente! Somos unos individuos que representamos a un pequeño grupo de residentes extranjeros. Respetamos sus negocios, pero no el país donde los desarrolla.

En este momento tenemos a su hija. Está sana y salva, y si usted desea que esté viva en 1997, debe seguir nuestras instrucciones al pie de la letra.

Retirará $118.000 de su cuenta. $100.000 serán en billetes de $100 y los $18.000 restantes en billetes de $20. Asegúrese de llevar un maletín del tamaño adecuado al banco.

Cuando llegue a casa, pondrá el dinero en una bolsa de papel marrón. Lo llamaré mañana, entre las 8 y las 10 de la mañana, para informarle sobre la entrega del dinero. La entrega será agotadora, así que le recomiendo que descanse. Si vemos que recoge el dinero temprano, podríamos llamarlo luego para arreglar una entrega anticipada del dinero, liberando tempranamente a su hija.

Cualquier desobediencia a mis instrucciones traerá como consecuencia la ejecución inmediata de su hija. Tampoco le serán entregados sus restos para darle un funeral apropiado. Le aconsejo que no provoque a los dos señores que guardan a su hija, pues usted no es de su gusto particularmente.

Si le cuenta a alguien sobre su situación, ya sea a la policía o el FBI, traerá como consecuencia la decapitación de su hija. Si lo vemos hablando con un vago, ella muere. Si alerta a las autoridades del banco, ella muere. Si el dinero está falsificado o intervenido de cualquier modo, ella muere. Puede intentar engañarnos, pero tenga en cuenta que estamos familiarizados con medidas policiales y tácticas.

Tiene un 99% de posibilidades de matar a su hija si trata de ser más astuto que nosotros. Siga las instrucciones y tendrá un 100% de posibilidades de tenerla de vuelta. Usted y su familia están bajo vigilancia constante, al igual que las autoridades.

No intente idear un plan, John. No es la única persona poderosa merodeando, así que no crea que matarla vaya a ser muy difícil. No nos subestime, John. Use ese buen sentido común de ustedes, los sureños. ¡Todo depende de usted, John! ¡Victoria! S.B.T.C.


Haciendo caso omiso de las instrucciones de la nota de secuestro, Patsy corrió al cuarto de JonBenét y, tras corroborar que realmente había desaparecido, despertó a su marido y juntos llamaron al número de emergencias para denunciar la desaparición. Mientras las autoridades se dirigían hacia el hogar de los Ramsey, John empezó a hacer los trámites para pagar el rescate.

En cuanto llegó la Policía, la habitación de JonBenét fue acordonada para evitar la contaminación de las posibles pruebas que pudieran encontrar. Sin embargo, no se tomaron precauciones para evitar la contaminación de pruebas en el resto de la casa, lo que quizá contribuyó a que este caso no pudiera resolverse nunca. Mientras tanto, amigos, defensores de las víctimas y el ministro de la iglesia a la que iban los Ramsey fueron a la casa para mostrar su apoyo, y de paso recogiendo y limpiando superficies en la cocina y en otras partes de la casa, entorpeciendo la investigación y destruyendo pruebas a su paso. A las 8:00 llegó a la casa Linda Arndt, la detective de Boulder, esperando recibir nuevas noticias de los secuestradores, pero la llamada nunca se produjo. Al mismo tiempo, el oficial French se dirigió al sótano de la casa en busca de una ruta de salida que pudieran haber utilizado los secuestradores. Al llegar a una puerta cerrada y asegurada con un pestillo de madera, se detuvo un momento pero después decidió pasar de largo. Arndt, más exhaustiva, le pidió a John Ramsey que registrara la casa a fondo en busca de algo inusual. Junto a su amigo Fleet White, volvieron a registrar las cuatro plantas de la casa y, esta vez sí, dieron con la terrible escena. En una habitación de cemento, la misma que estaba cerrada con pestillo y que el oficial French había pasado por alto, encontraron el cuerpo sin vida de JonBenét Ramsey. Habían pasado ocho horas desde que se había dado parte de su desaparición.



El cuerpo de JonBenét estaba tapado con una sábana blanca y su boca cubierta con un trozo de cinta adhesiva. Se encontró un palo atado alrededor de su cuello mediante un cordón de nailon que también sujetaba sus muñecas. Parecía tener signos de que había sido estrangulada, pero también se frustró la posibilidad de hacer un examen más exhaustivo porque John Ramsey le arrancó la cinta adhesiva, intentó quitarle la cuerda, cogió el cuerpo en brazos y se lo llevó al piso de arriba antes de que los forenses hicieran su trabajo, destruyendo así más pruebas que hubieran sido cruciales para la resolución del caso.

A partir de ese momento, la Policía empezó a ver rasgos extraños en la actitud de los miembros de la familia Ramsey. Mientras Patsy lloraba y se desesperaba por la muerte de su hija, John parecía extrañamente tranquilo. Tampoco se abrazaban ni se consolaban el uno al otro, lo que hizo levantar sospechas. En cualquier caso, la investigación empezó a toda prisa. Al principio, se creyó que la causa de la muerte había sido por estrangulamiento mediante el garrote que JonBenét tenía anudado al cuello. Sin embargo, más tarde se dieron cuenta de que había una fisura de unos veinte centímetros en la parte superior del cráneo de la niña. En el informe de la autopsia figuran tanto la asfixia por estrangulación como el traumatismo craneoencefálico como causas de la muerte, que fue catalogada como homicidio.

Sin embargo, no fue lo único que encontraron en el cuerpo de JonBenét Ramsey. La cinta adhesiva que le tapaba la boca tenía restos de una fibra compatible con la ropa de Patsy. También encontraron manchas de orina en la ropa interior de la niña, lo que llevó a los investigadores a pensar en una posible reacción de miedo ante el ataque sufrido. Por último, la parte del extremo de cerdas de un pincel roto se encontró en una tina que contenía materiales de arte que pertenecían a Patsy; la parte del medio fue la que se utilizó para hacer el garrote que había estrangulado a JonBenét y la parte inferior nunca fue encontrada en posteriores registros. Después de sacar de la casa el cuerpo de JonBenét, la Policía se marchó sin interrogar por separado a los padres, y este sería el primero de una serie de errores que no harían sino complicar el caso todavía más.

La necropsia arrojó nuevos datos sobre la muerte de JonBenét. A pesar de que no parecía haber sufrido una violación sexual convencional, había evidencias de una lesión vaginal. Tampoco se encontraron restos de semen, pero el propio patólogo registró que parecía que le habían limpiado el área vaginal con un paño. Por último, se encontraron restos de un material vegetal o frutal en el estómago de JonBenét, que se identificaron como trozos de piña. En las fotografías que se tomaron de la casa de los Ramsey se puede ver un cuenco de piña con una cuchara dentro en la mesa de la cocina, pero ni John ni Patsy recordaban haberle dado piña a JonBenét. En el cuenco se encontraron las huellas dactilares de Burke, el hermano de JonBenét, pero no se sabe cuándo pudo haber consumido la piña, puesto que el niño durmió toda la noche hasta que lo despertaron varias horas después de que llegara la Policía.

El 31 de diciembre se celebró el funeral de JonBenét Ramsey en el cementerio Saint-James Episcopal en Marietta, Georgia. Inmediatamente después, cada uno de los miembros de la familia Ramsey proporcionó muestras de escritura, sangre y cabello a la Policía. John y Patsy participaron en una entrevista preliminar que duró más de dos horas, y Burke también fue interrogado en las semanas siguientes a la muerte de su hermana. 



John señaló a la Policía que la cantidad de dinero que los secuestradores exigían era casi idéntica a su bono de Navidad del año anterior, lo que sugería que alguien que tuviera acceso a esa información podría estar involucrado en el crimen. Los investigadores se centraron en los empleados de Acces Graphics, la empresa de John Ramsey, pero esta pista los llevó a un callejón sin salida. Se llegó incluso a pensar que el número 118 podía hacer referencia a un Salmo bíblico, pero esto nunca prosperó ni parecía tener la menor relevancia para el caso.

John también le dijo a la detective Arndt que, antes de irse a dormir, se había asegurado de que todas las puertas de la casa estaban cerradas. Sin embargo, se descubrió que una de las puertas estaba abierta por carecer de cerrojo. En otra de las habitaciones, la ventana tenía el cristal roto en pedazos, pero John afirmó que era posible que la hubiera roto él accidentalmente hacía unos meses y que no había encontrado el momento de repararla. En esta misma ventana se descubrió una telaraña intacta, por lo que era imposible que alguien se hubiese colado por el hueco recientemente. La posibilidad de que un intruso desconocido se hubiera colado en la casa de los Ramsey para matar a JonBenét empezaba a desvanecerse.

Entonces, todas las miradas se posaron sobre Patsy. La carta de los secuestradores resultaba bastante sospechosa. A los investigadores les llamó la atención su larga extensión, de dos páginas y media, y el hecho de que fuera escrita en la misma casa, pues las hojas arrancadas eran de una libreta que pertenecía a la señora Ramsey. Tampoco tenía otras huellas dactilares que no fuesen las de Patsy y las de los investigadores que la habían manejado. Asimismo, la letra era muy similar a la de Patsy y la cantidad de dinero que se pedía coincidía con el monto de la paga de Navidad de John Ramsey, dinero del que Patsy sabía de su existencia. El contenido de la carta también resultaba extraño, pues no se parecía en nada a otras notas de rescate que los investigadores habían visto en multitud de casos similares. Los expertos coincidían en la creencia de que no parecía que un extraño hubiese escrito aquella carta.

Las dudas en torno a los Ramsey no hicieron más que crecer. La familia contrató a dos abogados criminalistas, un investigador privado y un agente de relaciones públicas para que se encargara del trato con la prensa. Los Ramsey empezaron a mostrarse cada vez más reacios a prestarse para colaborar en los interrogatorios policiales, salvo que fuese con sus propias condiciones. Sin embargo, pusieron pocos reparos a conceder entrevistas para la televisión. Para ese entonces, el caso se había vuelto muy mediático y quizá esto les perjudicó, pues la opinión pública no se puso de su parte. Todos los miembros de la familia, incluido el pequeño Burke, estaban en el punto de mira.



Se barajaron varias teorías acerca de lo que pudo haber sucedido aquella noche de Navidad en casa de los Ramsey, pero pueden resumirse en dos: la teoría del miembro familiar y la teoría del intruso.

Según la teoría del miembro familiar, el asesino podría haber sido cualquiera de los Ramsey. John fue el principal sospechoso de cometer abuso sexual con la pequeña JonBenét, atribuyéndole los signos de dicho abuso encontrados en el cuerpo de la niña. Se cree que habría intentado abusar de JonBenét cuando la golpeó accidentalmente contra algo y el impacto causó la rotura del cráneo de la niña, matándola al instante. Su esposa le habría ayudado a encubrir el crimen alterando la escena para que pareciera que la habían estrangulado.

En el caso de Patsy, lo que la incrimina principalmente es la nota de rescate, ya que fue escrita en las hojas de una libreta que era de su propiedad; y la llamada telefónica, en la que dice que se encuentra sola cuando esto no es verdad, pues se pueden escuchar de fondo las voces de John y Burke. Además, recordemos que la caligrafía de la carta era muy similar a la de Patsy. Se cree que esa noche Patsy se enfureció al descubrir que JonBenét había vuelto a hacerse pis encima, llegando al punto de golpearla y causarle la muerte por accidente.

La tercera teoría señala a Burke como el culpable de la muerte de su hermana pequeña. De madrugada, mientras Patsy arreglaba unos preparativos para el viaje, Burke se habría levantado con la excusa de que tenía hambre. Patsy le preparó un cuenco con trozos de piña, fruta que a Burke le gustaba mucho. Sin embargo, JonBenét se habría despertado también con el ajetreo y, en un acto caprichoso e infantil, le habría robado a Burke un trozo de piña del cuenco, provocando el enfado de éste y golpeándola con una linterna que encontró sobre la mesa. Al principio no se creía que un niño de tan sólo nueve años tuviera la fuerza suficiente como para provocar tal traumatismo en el cráneo de una niña, pero después de algunos experimentos se llegó a la conclusión de que no era imposible. El resto es sencillo de explicar: los padres lo sabían y, para que Burke no fuera judicializado, encubrieron el crimen como si fuera un secuestro.



La teoría del intruso señala a un par de sospechosos fuera del núcleo familiar de los Ramsey como perpetradores del intento de secuestro y el asesinato de JonBenét. Se encontró una huella de bota no identificada en la habitación del sótano donde se encontró el cuerpo de la niña, lo que dio pie a pensar que un extraño se había colado por allí con la intención de secuestrar y/o matar a la hija de los Ramsey. Esta fue la teoría que siguió el detective Lou Smit, quien creía en la inocencia de la familia Ramsey.

Los principales sospechosos fueron Bill McReynolds, un vecino que había interpretado a Santa Claus en la fiesta navideña; Linda Hoffman-Pugh, antigua ama de llaves de la familia y que todavía conservaba una llave de la vivienda; un hombre llamado Michael Helgoth, quien murió en aparente suicidio poco después de la muerte de JonBenét; y Gary Howard Oliva, un delincuente sexual registrado que fue arrestado por dos cargos de intento de explotación sexual de un niño y otro por explotación sexual infantil, esto ya en junio de 2016.

Se realizaron cientos de pruebas de ADN con la intención de encontrar alguna coincidencia pero, quizá por los daños que habían sufrido las pruebas durante el levantamiento del cadáver, no se halló nada que pudiera incriminar a los sospechosos. La noche en que JonBenét fue asesinada había dos ventanas ligeramente entreabiertas para permitir el paso de los cables de las luces navideñas exteriores, una ventana rota en el sótano y una puerta trasera sin llave. El detective Smit trató por todos los medios de defender la teoría de que el intruso se habría colado por alguna de estas entradas, pero el hecho de que el follaje del exterior no estaba pisoteado, las telarañas de las ventanas estaban intactas y los alféizares seguían teniendo polvo echaba por tierra esta teoría. Smit también aseguró que JonBenét había sido reducida con una pistola paralizante y, de hecho, en la autopsia se encontraron dos pequeñas marcas circulares en la parte de las costillas de la niña. Curiosamente, esas marcas coincidían a la perfección con los extremos de un pedazo de vía de tren de juguete que pertenecía a Burke y que también fue hallado en la escena del crimen, aunque no se sabe cómo y para qué se pudo haber utilizado este objeto.

El caso del asesinato de JonBenét se hizo muy famoso tanto en Estados Unidos como a nivel internacional, ocupando durante meses las portadas de las revistas y las cabeceras de los telediarios. Las rencillas que había entre la policía y la oficina del fiscal, sumadas a la presión por obtener una condena de forma inmediata, tampoco ayudaron en la investigación.

Se convocó un gran jurado el 15 de septiembre de 1998 para considerar acusar a los Ramsey de haber puesto en riesgo a JonBenét de una manera que la llevó a la muerte y de obstrucción a la investigación por su asesinato. Sin embargo, ninguno de los dos fiscales del condado de Boulder procesó a los Ramsey porque el nivel de las pruebas aportadas no permitía cumplir ni siquiera el estándar de duda razonable; además, se apoyaron en la coherencia de la teoría de que un intruso había sido el que había matado a JonBenét Ramsey. En 2008, la oficina del Fiscal del Distrito de Boulder anunció que, como resultado de las últimas pruebas de ADN realizadas con nuevas técnicas recientemente desarrolladas, los miembros de la familia Ramsey quedaban excluidos del caso como sospechosos. La fiscal incluso les exoneró públicamente.

El caso de JonBenét Ramsey se cerró sin haber encontrado jamás al culpable. Aunque se trató de reabrirlo años después, nunca se pudo llegar a una conclusión final más allá de meras hipótesis ya barajadas anteriormente. Aunque batallaron durante años, John y Patsy nunca pudieron zafarse de la condena social de los medios de comunicación. Fueron duramente criticados por la alta exposición a la que habían sometido a JonBenét al presentarla a tantos concursos de belleza, dando a entender que quizás pudo haber llamado la atención de posibles pedófilos y delincuentes sexuales. Uno de los abogados de los Ramsey inició varias demandas por difamación contra diferentes personas y empresas que habían informado sobre el caso, y estos procesos se alargaron durante años, en un constante tira y afloja en los que los Ramsey demandaban y, a su vez, eran demandados por terceras personas.

La investigación se estancó y el caso no llegó a ninguna parte. Los Ramsey trataron de seguir con sus vidas lo mejor que pudieron. John Ramsey se volcó en la política por el partido republicano en 2006. Patsy falleció de cáncer de ovarios a los 49 años y fue enterrada junto a su hija. En cuanto a Burke, fue entrevistado por el Dr. Phil en su programa acerca del crimen de su hermana, pero no arrojó nueva información que pudiera ser relevante. A día de hoy, el caso sigue sin resolver. La casa que perteneció a los Ramsey fue vendida, y los nuevos dueños se vieron en la obligación de enrejarla para evitar que los curiosos se acercaran a la propiedad. Existen también varios documentales que tratan este caso, pero ninguno responde a la pregunta principal.

¿Quién asesinó a JonBenét Ramsey?