viernes, 4 de febrero de 2022

Mujeres de armas tomar


Históricamente, la mujer pasó de puntillas por los grandes acontecimientos de la Humanidad, algo que no es un secreto para quien sepa un mínimo de Historia. No debe sorprendernos que esto sea así; la historia de la humanidad es, en gran medida, la historia de los grandes hombres que llevaron a cabo proezas para el engrandecimiento de sus naciones y la mayor gloria de su linaje. Este hecho ha llevado a muchos a preguntarse cuál fue el papel de la mujer dentro de la Historia. ¿Por qué no sabemos prácticamente nada de las mujeres en los tiempos turbulentos del pasado? Por la sencilla razón de que no era el papel que les estaba destinado, hablando en términos socioculturales. El lugar de la mujer estaba en su hogar como cuidadora y protectora de la familia, quedando los asuntos públicos a cargo del varón. Esto no quiere decir que no hubiera mujeres luchadoras, guerreras y gobernantes, pero han llegado tan pocas a nuestros días que recordamos bastante bien sus nombres y sus hazañas.

En el artículo de hoy, he hecho una selección de estas mujeres a las que la Historia se ha referido a ellas varias veces como de comportamiento "varonil", aunque la expresión que más me gusta para referirnos a ellas es la de "mujeres de armas tomar". Porque eso es lo que fueron: mujeres a las que no les tembló el pulso a la hora de empuñar las armas y luchar codo con codo con sus compañeros varones para lograr un objetivo.


María Pita (1556-62? - 1643)



Ya le dediqué en su día un artículo a esta famosa heroína gallega, que podéis leer aquíMaría Pita, nacida en una fecha incierta entre 1556 y 1562, fue una mujer coruñesa de origen humilde que trabajaba como carnicera junto a esposo Gregorio de Rocamonde. Cuando la flota de Francis Drake, enviada en 1589 para destruir lo que quedara de la Armada Invencible, llegó a Coruña y vio lo mal guarnecida que estaba la ciudad, dio orden de atacarla y conquistarla. Diez días duró el asalto, pues Drake no contaba con la fiera resistencia que los coruñeses le iban a mostrar, pues todo el pueblo se alzó en armas contra los invasores a pesar de la enorme desventaja tanto armamentística como numérica.

Entre los defensores estaba María Pita, quien se dice que luchaba con la espada que había pertenecido a Gregorio de Rocamonde, muerto en el asalto. En cierto momento, se adelantó a todos para clavarle una pica en el pecho al alférez que se disponía a colocar la bandera de la victoria en el fuerte de San Antón. La leyenda dice que le arrebató la bandera al moribundo, la enarboló para alentar a su pueblo y gritó:

"¡Quen teña honra, que me siga!"

Este gesto cambió por completo el curso de la batalla, pues los defensores sintieron sus ánimos enardecidos en tanto que los invasores vieron flaquear los suyos. Iniciaron el repliegue y, cuatro días después reembarcaron precipitadamente, derrotados y con la moral por los suelos. Tras la victoria, se dice que María Pita siguió haciendo buenas obras por su gente como ayudar a curar a los heridos o colaborar aportando ropa y alimentos. Su labor fue tan destacable que llegó a oídos de Felipe II, quien recompensó su labor otorgándole el grado y la paga de alférez.


Inés de Ben



De la mano de María Pita, pero menos conocida, nos llegan las hazañas de Inés de Ben, tan importantes como las de su paisana, aunque su final no fue tan feliz. Tenía esta mujer un pequeño colmado o mercería en el barrio de la Pescadería y era una de tantas otras mujeres trabajadoras de su tiempo. Hubiera pasado completamente desapercibida de no ser por la invasión de la armada de Drake. El 4 de mayo de 1589, al comenzar el cerco inglés, unió sus fuerzas a las de sus vecinos y, junto con otras mujeres, ayudó a reconstruir las murallas mientras las tropas contenían a los invasores.

Pero la mayor aportación de Inés de Ben sería otra. Cuando la munición empezó a escasear entre los coruñeses, Inés aportó suministros de pólvora y cuerda de su propia tienda para crear pequeñas bombas de mano con las que contener el avance inglés. Pero en estas estaba cuando fue alcanzada por un arcabuz enemigo. Recibió dos disparos: uno en el muslo y otro en la cabeza, que, aunque no la mató, la dejó parcialmente ciega. Fue trasladada al hospital de heridos hasta que se recuperó, pero solo para descubrir que su tienda había sido desvalijada. Pobre, viuda y con dos niños a su cargo, Inés no veía un buen porvenir para ella y sus hijos. A pesar de que pidió una indemnización por los servicios prestados, se desconoce el resultado del pleito, aunque es posible que este le fuese desfavorable. Se sabe que murió en la miseria y que su cuerpo fue enterrado en una fosa común.


Agustina de Aragón (1786 - 1857)



Pocos en este país desconocen quién fue esta brava mujer, pues sus hazañas, además de estar bastante bien documentadas, han adquirido a lo largo de los años un matiz legendario muy atractivo. Nacida como Agustina Zaragoza Doménech, contrajo matrimonio con un cabo segundo del Real Cuerpo de Artillería y se trasladó con él a Zaragoza en 1808 cuando fue llamado a las armas, en el momento en que los franceses iniciaron el bombardeo de la ciudad. Agustina pronto se distinguió en la defensa alentando a los artilleros y proporcionándoles víveres y munición. Al ver cómo iban cayendo uno tras otro los artilleros españoles, Agustina tomó un botafuego y descargó una y otra vez un cañón de a 24 con bala y metralla aprovechada, hasta que hizo retroceder al ejército francés.

En el segundo sitio de Zaragoza volvió a distinguirse por su arrojo y valor, pues intentó desalojar a los franceses del convento de la Trinidad, llegando incluso a recuperar en el proceso dos fusiles de los españoles. La peste, sin embargo, la obligó a retirarse temporalmente del campo de batalla. Una vez recuperada marchó a Teruel, donde la Junta le concedió pasaporte para el ejército, con el que se dirigió a Andalucía. Encontramos a Agustina dos veces más en su expediente militar. La primera en la defensa de Tortosa (1810), donde sirvió en una de las baterías hasta la rendición, siendo conducida posteriormente a Zaragoza; la segunda la ubica en la batalla de Vitoria, en 1813, donde nuevamente sería elogiada por su comportamiento valiente y heroico. Terminada la guerra, Agustina permaneció en Zaragoza. En premio por los servicios prestados, Fernando VII le concedió un aumento de cien reales de vellón sobre el sueldo de subteniente que ya recibía y el privilegio de usar la Cruz de Distinción, reservada solo a los jefes y Generales más destacados.

El final de su vida fue bastante menos ajetreado que su vida en el campo de batalla. Se trasladó a Ceuta, donde vivía su hija Carlota, y allí vivió hasta su muerte en el año 1857. Trece años después, sus restos fueron llevados a Zaragoza, donde se encuentran hoy en día, y en cada escala se le rindieron honores militares y exequias solemnes.


Casta Álvarez (1786 - 1846)



Contemporánea de Agustina de Aragón, pero un poco menos famosa que ésta, estaba Casta Álvarez, quien fue célebre entre los suyos por el arrojo que mostró al plantar cara a los ejércitos franceses que invadieron España durante la Guerra de la Independencia. Casta Álvarez se encontraba en Zaragoza cuando dio inicio el sitio a esta ciudad. Tenía 22 años y fue la única mujer que desde el primer día tomó las armas para la defensa. Jamás abandonó su puesto, y pronto se hizo familiar verla portando fusil y bayoneta calada. Durante el segundo sitio permaneció en su puesto de defensa, participando en la salida que hizo la caballería el 31 de diciembre de 1808, lo que le valió como recompensa la cinta encarnada. Se mantuvo hasta el fin con la misma entrega y espíritu combativo.

Tras la capitulación de la ciudad en 1809, se trasladó a la localidad de Cabañas de Ebro, donde contrajo matrimonio con un humilde labrador. Siguiendo el protocolo establecido, solicitó una pensión como recompensa por sus servicios y el derecho a usar los dos Escudos de Distinción (que también poseía Agustina de Aragón). Sin embargo, vivió durante muchos años en la más absoluta pobreza. Viuda y sin hijos, tuvo que recurrir a la caridad de sus vecinos, ya que casi nunca cobró la pensión que había solicitado, sustraída posiblemente por algún funcionario desaprensivo que se aprovechó de su temprana locura. Murió a los 60 años y fue enterrada como pobre de solemnidad en el cementerio del pueblo, hasta que en 1908 se exhumaron sus restos para trasladarlos al Panteón de Heroínas de la Iglesia de Nuestra Señora del Portillo de Zaragoza.


Manuela Malasaña (1791 - 1808)



La figura de Manuela Malasaña está a caballo entre la historia y el mito, siendo complicado separar ambas versiones. La tradición oral nos cuenta de ella que era una bordadora que vivía en el antiguo barrio de  Maravillas, pero lo que la ha hecho famosa han sido las circunstancias de su muerte. Una primera versión nos cuenta que Manuela se incorporó a la defensa del Parque de Artillería de Monteleón preparando los cartuchos que su padre disparaba contra las tropas francesas, hasta que la muchacha fue alcanzada por un disparo enemigo. Otra variante de esta versión afirma que fue hecha prisionera y ejecutada bajo la acusación de habérsele encontrado un arma en su poder.

La otra versión, quizá la más conocida, sitúa a Manuela Malasaña al abrigo de la lucha en el taller de bordado donde trabajaba por orden de la dueña del taller y hasta que cesaran los disparos. Pero al regresar a casa, se topó con una patrulla de soldados franceses que habrían intentado abusar de ella mientras la registraban, y ella habría usado unas tijeras para defenderse, acto que le habría valido la muerte a manos de sus asaltantes. Hay serias dudas acerca de la fecha de su muerte y sobre la figura de su padre (se piensa que podría ser huérfana), pero la realidad no pudo con el mito, y Manuela Malasaña se convirtió en símbolo del valor y el coraje del pueblo madrileño. La leyenda de Manolita había calado tanto en el imaginario popular que incluso se le dedicó una calle en el barrio de Maravillas, que más adelante y por extensión, tomó el nombre de barrio de Malasaña, con el que es conocido a día de hoy.


Catalina de Erauso, la Monja Alférez (1592 - 1650)



Su vida sería digna de un personaje de novela o de leyenda, pero en realidad fue una mujer de carne y hueso. Catalina de Erauso nació en la villa de San Sebastián. Su padre servía como comandante a las órdenes del rey Felipe III, de manera que la joven Catalina creció con la milicia como parte de sus juegos infantiles. A los cuatro años fue internada en un convento dominico junto a sus hermanas pero, a diferencia de estas, Catalina no profesó, ya que su padre solo pagaba por sus alimentos, pero no pagó por su dote. Sin embargo, Catalina aduciría varias veces su condición de religiosa para evitar problemas con la justicia y cuando se veía en peligro de muerte. A los quince años y tras muchas peleas con las monjas, se escapó del convento y pasó por diversas ciudades disfrazada de varón, empleándose en varios trabajos hasta que embarcó en la nao del general Echazarreta que partiría rumbo a América.

A partir de este momento, Catalina se hizo llamar siempre con el nombre de Alonso Díaz, aunque tenía otros seudónimos. Se quedó en Panamá al perder el barco que volvía de regreso a España y empezó a trabajar con un comerciante, ganándose su aprecio por su buen hacer. Fue trasladada a Lima, donde encontró un nuevo empleo en un reclutamiento de compañías para la invasión de Chile. Su ejército arrasó las tierras y los bienes de los mapuches, a los que Catalina masacró sin piedad. Luchó en la Guerra del Arauco, donde ganó fama de valiente y hábil con las armas, siempre sin revelar su condición de mujer. En la batalla de Valdivia recibió el grado de alférez. En la batalla de Purén, tras la muerte del capitán de su compañía, asumió ella misma el mando y llevó a su ejército a la victoria.

Anduvo de acá para allá durante mucho tiempo, metiéndose en todo tipo de pleitos y problemas con la justicia, hasta que fue detenida en 1623 en Huamanga, Perú. Para evitar ser ajusticiada, confesó que era una mujer y que había estado en un convento, tras lo cual fue enviada de vuelta a España. El rey Felipe IV mantuvo su graduación militar y la apodó "la Monja Alférez", al tiempo que le permitió seguir usando su nombre masculino y le concedió una pensión por sus servicios a la Corona. En 1630 se instaló en la Nueva España, en la ciudad de Orizaba. Se cree que pudo haber muerto en el pueblo de Cotaxtla y sus restos descansan en la iglesia de San Juan de Dios de Orizaba.


Isabel Barreto (1567? - 1612)



Considerada la primera mujer que ostentó el cargo de almirante en la historia de la navegación, la vida de Isabel Barreto ha generado mucha leyenda carente de fundamento. Nació en Lima (algunas fuentes dicen que nació en Pontevedra, trasladándose a Lima al poco de nacer) y era hija de los portugueses Nuño Rodríguez Barreto y Mariana de Castro, naturales de Madeira. La casaron en 1586 con Álvaro de Mendaña, adelantado de las Islas Salomón, y parece ser que de este matrimonio no tuvieron hijos. La dote que le dieron sus padres sirvió para comprar un barco para hacer una expedición a las islas, a donde fue con su marido en 1595. La fama de Isabel Barreto proviene de que, al morir su esposo ese mismo año, le cedió el cargo de gobernadora de las nuevas tierras descubiertas y adelantada del mar Océano.

La expedición partió rumbo a Manila por orden de Isabel. Durante el viaje pasaron por todo tipo de penalidades: hambre, sed, enfermedades, muerte... Tuvo muchos enfrentamientos con el piloto Fernández de Quirós y la tripulación, posiblemente a causa del carácter altivo y riguroso de Barreto. Pese a todo, la flota llegó a Manila en 1596, año en el que Isabel contrajo nuevas nupcias con Fernando de Castro, caballero de la Orden de Santiago y sobrino del gobernador de Filipinas. Un año después, navegaron hacia Acapulco. En México, Isabel ocupó el cargo de "encomendera" de Guanaco y su marido fue propuesto como gobernador de Filipinas. En 1607 ambos cónyuges solicitaron permiso para regresar a España para hacerse cargo de una serie de pleitos judiciales; una vez resueltos, regresaron ambos a Perú, donde Fernando fue nombrado gobernador de Castrovirreyna. Aquí fue donde terminó sus días Isabel Barreto en 1612, aunque no se sabe con certeza si sus restos descansan en la iglesia de dicha ciudad o si fueron trasladados, tal como ella quería, al convento de Santa Clara en Lima.


Inés Suárez (1507 - 1580)



Desde tierras extremeñas, cuna de grandes navegantes y conquistadores, nos llega la fascinante historia de esta guerrera y conquistadora cuyo papel fue clave en la conquista de Chile. Pasó su infancia en Plasencia, donde aprendió el oficio de costurera. A los 19 años se casó con su primer esposo, Juan de Málaga, que partió en un barco rumbo a Panamá, dejando a Inés en España. Después de esperarle durante diez años, consiguió una licencia para poder ir a las Indias a buscarle, pero cuando llegó a Venezuela descubrió que su marido había muerto en la Batalla de las Salinas, recibiendo como compensación una pequeña parcela en el Cuzco y una encomienda de indígenas.

Fue en Cuzco donde conoció a Pedro de Valdivia, maestro de campo de Francisco Pizarro, y se dice que entre los dos llegó a entablarse una relación amorosa. Inés marchó junto a Valdivia en su expedición a las tierras de Chile, prestando diversos servicios de tipo doméstico a los soldados. En el valle del río Mapocho fundaron una ciudad que sería conocida como Santiago de Nueva Extremadura; pero la hostilidad de los indígenas causó muchos problemas. Aprovechando la ausencia de Valdivia, que había ido a sofocar una rebelión en Cachapoal, los indios se alzaron en armas y asaltaron la plaza, matando a varios hombres y provocando un gran incendio. Inés Suárez se distinguió entonces por su arrojo y valor, pues lo mismo ayudaba a atender a los heridos como se enfrentaba a los indios a brazo armado. Pero el acto que la llevaría a ser reconocida fue la orden que dio de decapitar a los siete caciques que los españoles tenían prisioneros, logrando así que los atacantes se retiraran.

En Perú, Valdivia tuvo que hacer frente a un proceso judicial en el cual se le acusó de vivir amancebado con Inés, por lo que se apresuró a casarla con Rodrigo de Quiroga, amigo suyo y compañero de armas. El matrimonio vivió feliz durante treinta años, en los cuales Inés llevó una vida tranquila y religiosa. Junto con su marido, contribuyó a la construcción del templo de la Merced y de la ermita de Montserrat, en Santiago. Murió alrededor del año 1580, a los 72 años.


Beatriz Bermúdez de Velasco, la Bermuda (s. XV - s. XVI)



De la mano de Francisco Cervantes de Salazar nos llega la historia de una extraordinaria mujer que, espada en mano, insultaba a los españoles que huían de los aztecas que les obligaban a batirse en retirada durante la toma de Tenochtitlán. Hay muy poca información acerca de Beatriz Bermúdez más allá de su "noble linaje", pues no se conocen ni su lugar de nacimiento ni su vida anterior a la conquista.

Se sabe, no obstante, que llegó al Nuevo Mundo acompañando a su marido en la expedición de Pánfilo de Narváez en 1520. Participó junto a su esposo en varias acciones, siendo la más famosa la que protagonizó en la batalla de Tenochtitlán. En el momento de la batalla en que varios españoles e indígenas aliados se retiraban de manera desordenada de los guerreros aztecas, Beatriz Bermúdez los reprendió diciendo:

"¡Vergüenza, vergüenza, españoles, empacho, empacho! ¿Qué es esto que vengáis huyendo de una gente tan vil, a quien tantas veces habéis vencido? Volved a ayudar a socorrer a vuestros compañeros que quedan peleando, haciendo lo que deben; y si no, por Dios os prometo de no dexar pasar a hombre de vosotros que no le mate; que los que de tan ruin gente vienen huyendo merecen que mueran a manos de una flaca mujer como yo”.

Fue tal la vergüenza de sí mismos que sintieron los españoles, que se volvieron hacia los enemigos con energías renovadas y vencieron a pesar de tenerlo todo en su contra, pudiendo más tarde rescatar a los compañeros que habían quedado rezagados. Esta muestra de bravura le valió a Beatriz el sobrenombre de La Bermuda pero, lamentablemente, poco o nada sabemos después de este hito que le dio fama y reconocimiento entre los soldados españoles.


María Pacheco, la Leona de Castilla (1496 - 1531)



María Pacheco nació en la Alhambra, en el seno de una familia de linaje noble. Su padre era virrey y capitán general de Granada y su madre era hermana del segundo marqués de Villena, Diego López Pacheco. Con catorce años se concertaron sus esponsales con Juan de Padilla, caballero toledano de rango muy inferior al suyo. El matrimonio se trasladó a Toledo en el año 1518 al suceder Juan de Padilla a su padre en el cargo de capitán de gentes de armas. Se cree que María Pacheco apoyó e incluso instigó a su marido a que participase en el levantamiento de las Comunidades, lo que le llevó a ser nombrado capitán general de las tropas comuneras por breve tiempo. Tras su derrota en la batalla de Villalar, Padilla fue hecho prisionero y mandado ejecutar en 1521.

En ausencia de su marido, María gobernó Toledo hasta la llegada del obispo de Zamora, Antonio de Acuña. Desde allí, lideró la última resistencia de las Comunidades estacionando defensores a las puertas de la ciudad, mandando traer artillería, implantando contribuciones y nombrando capitanes de las tropas toledanas. Fue una resistencia larga, de unos nueve meses en los que María Pacheco tuvo que llamar al orden de las tropas en innumerables ocasiones. Llegó a apuntar a los propios toledanos con los cañones del Alcázar y tomó la plata del sagrario de la catedral de Santa María para pagar a las tropas. Tras muchos tiras y aflojas, las tropas realistas acabaron por derrotar a los comuneros y María se vio forzada a disfrazarse de aldeana para huir a Portugal. Aunque se pidió para ella el perdón real, este nunca le fue concedido. Vivió en Oporto el resto de su vida dependiendo de la caridad del arzobispo de Braga y del obispo de Oporto, en cuya casa vivió, hasta su muerte en 1531. 

Sus contemporáneos la llamaron la "leona de Castilla", "brava hembra" y "centella de fuego", pero también decían que era más propensa a los excesos que a la moderación. De María Pacheco nos quedan para la posteridad estos versos que su hermano menor, Diego Hurtado de Mendoza, escribió a modo de epitafio:

Si preguntas mi nombre, fue María,

Si mi tierra, Granada; mi apellido

De Pacheco y Mendoza, conocido

El uno y el otro más que el claro día

Si mi vida, seguir a mi marido;

Mi muerte en la opinión que él sostenía

España te dirá mi cualidad

Que nunca niega España la verdad.


¡Y hasta aquí por hoy! Espero que os haya gustado esta pequeña selección. Por supuesto, me he dejado a muchas más en el tintero, ya que la información que se tiene de ellas es demasiado escasa. Pero quizá algún día se descubran más cosas de estas mujeres extraordinarias sin las cuales no sabríamos el significado de la palabra "valor".