Juana Seymour, nacida en
1509, provenía de una familia de respetable e incluso rancio
abolengo, de la que incluso se decía que por sus venas corría
sangre normanda. Sir John Seymour, padre de Juana, fue nombrado
caballero por Enrique VII en la batalla de Blackheath y, desde ese
prometedor comienzo, empezó a gozar del favor real. Provenía de una
familia de ocho hijos, y luego su propia esposa, Margery Wentworth,
daría a luz a diez hijos: seis varones y cuatro mujeres. Todo eso
era auspicioso para Juana, ya que en la época la aptitud de una
mujer para tener hijos se juzgaba por el registro de su familia.
Los Seymour pueden no
haber sido particularmente grandes, pero las relaciones íntimas con
la corte los habían vuelto astutos y mundanos. La figura masculina
dominante en la vida de Juana, aún más que su propio padre, fue la
de su hermano mayor Edward, descrito como un joven muy inteligente,
que además fue paje de la hermana del rey Enrique VIII, Mary Tudor.
Otro de los hermanos de Juana, Thomas Seymour, que tenía fama de ser
muy atractivo, tendrá un papel destacado más adelante como marido
de una de las reinas de Enrique VIII, Catalina Parr.
En medio de una vasta
familia como los Seymour, ¿qué podía ofrecer Juana aparte de su
supuesta fertilidad? Fue a sus veinticinco años cuando empezó a
llamar la atención del rey. Se la describe en muchas ocasiones como
una mujer de sumo encanto, tanto en el aspecto como en el carácter.
Era de mediana estatura y dueña de una piel blanca e inmaculada, muy
del gusto de la época. Según Holbein, que nos ha dejado su retrato,
tenía una gran nariz y una boca firme de labios apretados, pero
también tenía un rostro oval que resultaba atractivo. La impresión
predominante que da su retrato es de una mujer sensata. Todos los
contemporáneos coinciden en resaltar su inteligencia, su dulzura y
su virtud. En suma, Juana Seymour era exactamente la clase de mujer
elogiada por los manuales contemporáneos de la conducta correcta,
así como Ana Bolena había sido la clase de mujer que
desaconsejaban.
No se sabe con seguridad
la fecha en la que se empezó a proyectar la sustitución de Ana
Bolena por Juana Seymour. Después de haber dado a luz a una niña y
haber abortado dos veces, Ana Bolena había perdido ya todo el
interés del rey Enrique VIII. Asimismo, su temperamento encendido
cada vez le causaba más problemas con su esposo, y Enrique empezó a
fijarse en Juana, una de sus jóvenes damas de honor, que llamaba la
atención por su virtud y modestia. Fueron muchos los lores que,
encabezando la facción “antibolena”, apoyaron la causa de Juana
Seymour para que ascendiera al trono, e incluso se recibió el apoyo
exterior del propio Carlos V de Alemania.
Al igual que al comienzo
de su relación con Ana Bolena, el amor de Enrique y Juana tenía que
ser llevado en secreto al principio, aunque no tardó en ser
descubierto. Incluso se compuso una balada burlesca sobre el asunto,
de la que Enrique advierte a su enamorada para que no le preste
atención. El rey también le envía regalos para mostrarle su favor,
pero Juana los devolvió todos con palabras humildes. La ruborosa
inocencia de Juana tuvo la virtud de inflamar aún más la pasión de
Enrique, que la elogió por su modestia.
En este aspecto, resulta
muy atractivo ver cómo Polonio (aquí representado por Edward
Seymour) prepara a su Ofelia en sus modales de doncella para su
maduro príncipe. Pero Juana Seymour no necesitaba realmente que le
indicaran que debía mantenerse firme. Probablemente, la joven no
estaba fingiendo en sus maneras. Es decir, representaba sin artificio
alguno esa pureza que un hombre sentimental admiraba en una mujer.
Juana Seymour se mantuvo
al margen durante todo el proceso de destitución, juicio y ejecución
de su predecesora, Ana Bolena. Se alojó en la casa de sir Nicholas
Carew, en Croydon, y más tarde en una mansión cercana a Whitehall.
El 20 de mayo de 1536, solamente veinticuatro horas después de la
ejecución de Ana, Enrique VIII y Juana Seymour se comprometieron
secretamente en Hampton Court. El matrimonio se celebró diez días
después de manera rápida y discreta, y Juana se convirtió así en
reina de Inglaterra.
"Obligada a Obedecer y Servir"
La felicidad de Enrique
VIII era más que evidente, y tenía sobrados motivos. Después de
dos matrimonios que le habían traído más quebraderos de cabeza que
alegrías, ahora por fin podía afirmar que ese nuevo matrimonio era
“bueno y legal”. Exhibió a Juana Seymour a sus súbditos con
gran deleite, y también mandó arreglar para ella las habitaciones
reales, con sus iniciales y sus propios emblemas. El carácter
conciliador y afectuoso de Juana también revirtió positivamente en
Enrique, ya que la nueva reina se interesó por sus hijastras,
especialmente por María, y contribuyó a que las muchachas volvieran
a ser tenidas en cuenta por su padre.
La clave del carácter de
Juana Seymour estaba en su sumisión. Su reputación de buena y
virtuosa se difundió por el extranjero, y el contraste con la
difunta Ana Bolena la favorecía mucho. Y así como Enrique VIII era
muy feliz a su lado, es muy posible que Juana también fuera dichosa.
Cierto que el matrimonio no era más que otra manera de someterse a
“la ley”, y la figura del rey era equivalente a un sol que
iluminaba la vida de cada súbdito, una criatura a la que amar y
temer al mismo tiempo, casi equiparable a Dios, pero esto no impide
que la reina Juana no amara sinceramente a su esposo.
La corte de la reina
Juana fue tan espléndida como decorosa. Era muy estricta en cuanto a
los trajes de sus damas, algo que tenía en común con las dos reinas
que la habían precedido y que no dejaba de tener su lógica. Un
puesto en la corte desde el que dos damas se habían elevado al rango
de consorte real probablemente parecía más ventajoso que nunca, y
era necesario mantener el decoro para impedir que otra llamara en
exceso la atención del rey. No obstante, la vida en la corte se
desarrolló de un modo más familiar gracias a la rehabilitación de
las princesas María e Isabel, con las que Juana actuó como una
madre benevolente.
Pero fuera de la corte se
fraguó un conflicto de máxima gravedad: la rebelión en el norte.
El Peregrinaje de Gracia se convirtió en la esencia de un enorme
descontento popular con muchos factores: la indignación de los
grandes lores ante el excesivo poder que estaba alcanzando Cromwell,
la elevación de los impuestos y, sobre todo, los cambios religiosos
ordenados por el arzobispo Cranmer y que el pueblo no era capaz de
asimilar por lo fugaz e incierto de la situación. En particular, el
cierre forzoso de los monasterios por parte de los comisionados del
rey proporcionó un foco más para ese descontento.
En 1536 hubo un
levantamiento en Louth que se inició con el encarcelamiento de dos
recaudadores ejecutados por los rebeldes, que exigieron al rey otros
sacerdotes y consejeros más aristocráticos que le asesoraran.
Enfurecido, Enrique VIII rechazó todas las demandas e instó a los
rebeldes a que cesaran en su actitud si no querían ser ejecutados
por traición. Pero el levantamiento se produjo y se difundió
rápidamente entre el vulgo, que se reunió para llevar a cabo el
Peregrinaje de Gracia, que tenía como misión restaurar la fe
católica. Finalmente, el levantamiento se saldó con la ejecución
de un buen número de habitantes de cada pueblo, que fueron colgados
de árboles o descuartizados sin ningún miramiento por atreverse a
desafiar la voluntad del rey.
A pesar de que la
tradición quiere mostrarnos a Juana Seymour como el paradigma de la
reina protestante, lo cierto es que no fue así. Ella, tan común en
ese aspecto como en otros, nunca sintió interés por el nuevo credo
luterano, y seguía practicando la fe católica. Es más, parece que
se concienció con la suerte de los católicos en Inglaterra e
incluso trató de mediar con Enrique VIII para que no suprimiera los
monasterios, aunque fue severamente reprendida por el rey, que la
instó a que no se metiera en sus asuntos. Pero la irritabilidad de
Enrique pasó pronto, porque en 1537, después de las festividades de
Año Nuevo, Juana anunció que esperaba un hijo.
Una vez más, se hicieron
todos los preparativos necesarios para recibir al nuevo príncipe. Se
organizaron justas, se adecuaron aposentos necesarios, se encargó
una nueva cuna al orfebre. El rey incluso mandó preparar un sitial
de la Jarretera para su hijo en la capilla de San Jorge, en Windsor.
El 9 de octubre, Juana Seymour se puso de parto y dio a luz al
ansiado príncipe de Gales. Fue bautizado con el nombre de Eduardo, y
se dice que Enrique VIII lloró al tenerlo entre sus brazos. Dios
aprobaba y bendecía su matrimonio entregándole ese hijo; al menos,
ese fue su parecer.
Pero poco podría
disfrutar la reina Juana de su recién nacido hijo. Se recuperó lo
suficiente como para asistir al bautizo del niño, pero a los pocos
días cayó enferma de fiebre puerperal. Esa fiebre de parto, si se
convertía en septicemia, era la principal causa de mortalidad
maternal antes de que se entendieran la naturaleza de la higiene y el
curso de la infección. La septicemia se instaló y con ella vino el
delirio. La mañana del 24 de octubre de 1537, después de una penosa
agonía, Juana Seymour murió. Tenía veintiocho años y había sido
reina menos de dieciocho meses.
¡Qué historia tan triste! Me da mucha pena esta pobre mujer (que no me parece muy diferente de Catalina, exceptuando el hecho de que consiguió concebir un hijo varón, lo cual al fin y al cabo como hoy sabemos gracias a la ciencia no lo determina el óvulo, sino el espermatozoide, de modo que el "culpable" era en realidad Enrique VIII).
ResponderEliminarSu historia nos muestra una vez más lo sumamente peligroso que era parir en esos tiempos en los que no se conocía la asepsia; una mujer que se quedaba embarazada se estaba jugando la vida. No me extrañaría que muchas se hicieran monjas en esas épocas sólo para huir del riesgo que significaba convertirse en esposa y madre.
Bueno, a mí la historia de Juana Seymour no me parece de las más tristes dentro de su rol como reina de Enrique VIII. Sí que es triste que muriera tan joven y después de dar a luz, pero muchísimas mujeres morían así. Claro que se le tenía miedo al parto, pero en la época era el precio que había que pagar por traer una nueva vida al mundo. De hecho, cuando se practicaban cesáreas (imagínate lo bestias que serían, sin anestesia ni nada), lo que se buscaba era que el hijo viviera, pero la madre daba igual si moría.
ResponderEliminarNo obstante, según he leído, las mujeres de la época buscaban el matrimonio porque era la única manera que tenían de no ser una carga para la familia. Que naciera una niña suponía una gran desgracia para una familia, porque tenían que procurarle una dote y buscarle un marido con cierta posición. Si no, pasaba a ser una molestia. El mayor temor de una mujer del siglo XVI no era el parto, sino la soltería. Estaban tan condicionadas para obedecer y servir al hombre que no pensaban por sí mismas; sólo unas pocas lo hacían, y eran rápidamente acalladas.
Juana Seymour pasará a la Historia como la reina más amada por Enrique VIII. Pero, ¿era amor de verdad? La amaba porque le dio un hijo varón, pero si hubiera dado a luz una niña, su muerte no le habría causado ningún pesar. Personalmente, me da más pena Catalina de Aragón, porque ella luchó para que se reconociera lo que le pertenecía, y salió perdiendo por culpa de los caprichos de un hombre.
Tienes razón. La verdad es que, a juzgar por su comportamiento, Enrique VIII jamás debió amar a una mujer de verdad, por el simple motivo de que el amor verdadero sólo se da entre iguales, y para Enrique VIII las mujeres no eran ni siquiera personas; únicamente hermosas y placenteras fábricas de hijos. Si no eran hermosas, no eran placenteras, o no fabricaban hijos, dejaban de tener utilidad y su "amor" por ellas se desvanecía. Y si se atrevían a tener ideas propias o a llevarle la contraria, ya era para matarlas. Por favor, ¿es que acaso se te rebela el perro? ¿O la mesa? Si una mujer, para él, no era más que eso...
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