viernes, 31 de mayo de 2013

El Rincón del Gamer III: Catwoman


Entre la gran oferta de videojuegos que nos ofrece el mercado, el jugador poco experto puede dejarse llevar por el oro que le meten por los ojos sin darse cuenta de que le van a hacer tragar un cubo de mierda en cuanto llegue a casa y encienda la consola. Y es que entre los videojuegos se ocultan auténticos tesoros que son poco promocionados, porque la mayor carga de marketing se la llevan videojuegos de pésima calidad que se han sacado siguiendo el tirón de una moda. Este es el caso que os ofrezco hoy. Señoras y señores, con todos ustedes, Catwoman.





Título: Catwoman
Creador: EA Games
Distribuidor: Sony
Plataforma: PlayStation 2
Año: 2004












Catwoman es lo que podríamos calificar como un “producto del momento”. Siguiendo el tirón de las películas de superhéroes como Batman, Superman, Spiderman, Hellboy, Linterna Verde, Thor, Los Vengadores, X-Men, y un largo etcétera, pues era lógico que la villana felina más famosa de todos los tiempos tuviera su propia versión en la gran pantalla, aunque pasara sin pena ni gloria. El caso es que, cuando una idea se hace popular entre el público, los asesores de publicidad ven un filón de oro y empiezan a explotar todas las vías posibles para ver cuál es la más rentable. Esto se traduce en artículos de los que te aburres al cabo de un año: películas, disfraces, cómics que ofrecen nuevas versiones, material remasterizado y/o actualizado (el único que se salva), figuritas de colección y videojuegos. Lo malo es que todos estos productos sólo buscan saciar la necesidad del momento, por lo que no van a perdurar en el tiempo; conscientes de eso, los creadores tampoco ofrecen un producto digno de conservar.

Esto es lo que ocurre con Catwoman. Se nos pone delante un videojuego planteado de tal forma que sigue la trayectoria de la película. Patience Phillips es una diseñadora tímida y modosita que trabaja para Hedare Beauty, una importante empresa de cosméticos. Una noche, descubre que los fabricantes están introduciendo una toxina perjudicial en una nueva crema antienvejecimiento, y los sicarios de Hedare la despachan tal y como vimos en el film. Mientras yace en un vertedero, el gato Midnight se acerca a ella y le insufla su aliento, devolviéndole la vida y dándole nuevos poderes y habilidades felinas. Ha nacido Catwoman.
 
El juego es tan simple que no hay ni guías en la red para los que están perdidos. Es más, aunque seas poco habilidoso, te lo pasarás en menos de tres días si le dedicas un poco de tiempo. Es muy facilito, así que no implica ningún tipo de desafío. Casi todo se basa en trepar por paredes, rejillas y muros y, de vez en cuando, columpiarse en algún travesaño que hay por ahí. Ah, y las batallas “épicas” que aparecen de vez en cuando, pero de eso me voy a ocupar a continuación.
 
El jugador manejará a Catwoman, evidentemente. Los controles de nuestra chica gato no son tan sencillos como parece, y a la larga resultan más bien incómodos. Los ataques son movimientos de Capoeira y saltitos con los que podremos abatir a los flojuchos policías y vigilantes que vienen a incordiarnos de vez en cuando. El uso del látigo está muy limitado, porque lo único para lo que sirve es para atrapar a un enemigo y lanzarlo contra unas cajas o un montón de barriles. O para agarrarse a algunos salientes. Además, tampoco es fácil de manejar; a veces, si mueves un poco el joystick para hacer un movimiento para agarrar algo, Catwoman lo hace girar a su alrededor como si estuviera en pleno festival bondage. Pequeños errores de comando, supongo.
 
El problema es que el juego está plagado de errores. Los diseños de personajes, dejando aparte a Catwoman, son simples a la par que penosos. Todos los tíos tienen las mismas caras, sin expresión alguna; hasta la voz es la misma para todos. Y no digo que se tenga que hacer a todos los enemigos bien diferenciados, pero no estaría mal variar un poco, aunque fuera en las voces o en los modos de ataque. Que son todos iguales, joé. Hacia el final del juego también nos encontramos con guardaespaldas femeninas, que son un poco más durillas de roer, pero que también son tan inexpresivas como los hombres.
 
Los enemigos de final de fase son también un poco raros. Son los mismos que en la película: el tipo que mata a Patience, Laurel Hedare (sale dos veces) y el detective Lone, que no se parece en nada al actor que lo interpretaba en la película. Las batallas contra estos jefazos son para mear y no echar gota. Ya te da una idea lo cutre de la batalla cuando ves que el enemigo tiene una barra de vida sobre la cabeza; ahí ya ves por dónde van a ir los tiros. Las peleas son las mismas para todos: el jefazo corre a atacarte y tú tienes que apartarte para que no te dé, coges con el látigo un objeto arrojadizo y se lo tiras para que se quede atontado, momento que aprovechas para zurrarle patadas y todo lo que se te ocurra. Cuando llega el final de la batalla, se ve una escena en la que Catwoman, en pie ante el caído, lo coge con el látigo y le da una patada giratoria. En fin.
 
El juego se divide en seis fases con dos pantallas cada una, excepto la última, que sólo tiene una. Catwoman sólo tiene que recorrer las fases siguiendo de vez en cuando el rastro verde de Midnight (un gato dejando olor y huellas verdes??). Es decir, no hay mapas, lo cual lo vuelve todo muy confuso. A veces te quedas atascado en alguna fase que no parece tener salida y tienes que buscar una ruta alternativa o darte cabezazos contra la pared, frustrado y cabreado por la mierda de juego al que estás jugando. Lo único claro es que, al principio de la fase, te plantean unos objetivos de movimientos que debes cumplir, aunque si no los cumples todos tampoco pasa nada, porque sólo sirven para darte diamantes cuando acabes. A lo largo de las pantallas, a veces encontraremos una especie de ojos de gato, el símbolo de Catwoman, que debemos recoger, aunque no se nos dice para qué sirven; supongo que será para conseguir diamantes con los que comprar nuevos movimientos o para acumular puntos y desbloquear imágenes. Es igual de confuso que todo lo demás.
 
Y eso es todo lo que ofrece el videojuego de Catwoman, que es muy poco a mi entender. No te emociona nada, ni la historia ni la jugabilidad del personaje. Los escenarios son decorados urbanos grises y aburridos, y la banda sonora es casi nula. El único momento en que consigue gustarte la música es en la segunda pantalla del Centro de Interpretación, cuando suena de fondo una pieza de música clásica. Los enemigos y personajes secundarios tampoco emocionan y son más fáciles de matar que una mosca. Básicamente se trata de trepar por ahí, colgarse de barras, menear las caderas, dar patadas a todo lo que se mueve y agitar un poco el látigo. Tenemos que soportar de vez en cuando las típicas frases de “¿Te ha comido la lengua el gato?” y cosas así, que provocan más sonrojo que sensualidad. Además, el juego se hace muy corto y muy cansino, aunque parezcan términos opuestos. No es algo por lo que merezca la pena un desembolso de dinero tan gordo como el que me he llegado a encontrar.
 

lunes, 27 de mayo de 2013

Un pequeño cuento

 
 
Antes de empezar, confieso que este cuento no es mío. De hecho, puede que vosotros lo hayáis oído o leído en algún sitio, pero todo esto tiene una explicación. Hace unas semanas, mi abuelo lo contó a la hora de comer como si fuera un chiste, porque la verdad es que la temática se puede adaptar a un chiste perfectamente. Pero yo he decidido rescatarlo, pulirlo un poco y darle otro enfoque más de cuento ligero que de chanza.

Me he permitido el lujo de darle un toque ligeramente medieval, para lo que me he valido de un lenguaje sacado del Amadís de Gaula (si no lo habéis leído, ya es hora de que lo busquéis en vuestra librería y le echéis un vistazo). No se parece mucho a mi estilo, porque yo soy más de escribir novela que cuento, pero he querido hacer un pequeño esfuerzo porque creo que la historia lo vale. Espero que os guste, aunque admito comentarios para mejorar, porque eso es lo que quiero.

Además, quiero que este cuento quede como un pequeño homenaje a mi abuelo, a quien quiero mucho porque fue uno de los que más me apoyó cuando decidí estudiar Historia. Gracias, abueliño!


Aquí va:



Hubo en Bretaña, a principios de nuestra era, un rey que gobernaba su reino con mano de hierro. Estaba casado con una hermosa y respetable mujer que le había dado dos hijos. El mayor casó con la hija del rey de Escocia y siempre destacó por ser un buen justador y un bravo guerrero que dirigió muchas veces los ejércitos de su padre, el rey. El menor, mucho más apuesto que su hermano, nunca quiso casarse, aunque las damas más hermosas del reino suspiraban por él. Su retraimiento e inclinación al estudio dieron a pensar que el joven quería llevar una vida más recogida. Todos consideraban que una persona de su grandeza y linaje no debía quedar sin esposa.
 
El rey, de edad bastante avanzada, no quería terminar sus días sin haberse asegurado de que su hijo menor encontraría una buena esposa a la que él mismo daría su visto bueno. Un día, mientras el príncipe estudiaba en sus aposentos, el rey hizo su aparición. Al verle, el príncipe hincó la rodilla en tierra y le besó las manos con respeto.
 
-Padre, ¿qué queréis de mí?
 
-Hijo mío, he de hablar contigo –dijo el rey -. He reflexionado mucho acerca de tu situación y he decidido que es hora de que conciertes tus esponsales. Es necesario que te cases para garantizar que nuestra dinastía no perecerá una vez yo desaparezca de este mundo.
 
-Pero, padre –dijo el príncipe, agachando la cabeza -. Yo no deseo casarme todavía. No estoy preparado para entregar mi corazón a una mujer.
 
-Hijo, ya que Dios ha querido que nacieses en el seno de una familia honorable, sólo queda que con el mismo cuidado y diligencia con que tu hermano honró a mi persona, así lo hagas tú. Y sabe que es cosa hecha. Pronto aparecerán ante ti las mejores doncellas que el mundo puede ofrecerle a un príncipe de tu linaje, y tú escogerás a una para que sea tu esposa. Es mi voluntad que se haga así.
 
El príncipe, sabiendo que no debía contrariar a su padre, consintió.
 
-Padre, haré lo que me mandéis, pero os ruego que me deis un tiempo para que pueda elegir a una buena doncella que sea de vuestro agrado y del mío.
 
-Así sea. Tendrás un año a partir de hoy.
 
Al cabo de un tiempo, el príncipe empezó a recibir la visita de innumerables doncellas, hijas de condes, de duques y de reyes, que aspiraban a contraer matrimonio con él. La mayoría de las doncellas eran muy hermosas y de renombradas virtudes, pero el príncipe no sentía nada especial por ninguna de ellas. En cambio, empezó a sentir inclinación por una doncella de la casa de la reina. En secreto, obtuvo de ella la promesa de matrimonio. El príncipe, lleno de júbilo, buscó a su padre para comunicarle la feliz noticia.
 
-Padre –le dijo -, he hecho lo que me pedisteis.
 
-¿Has encontrado a una muchacha de tu agrado?
 
-Así es, y deseo casarme con ella.
 
-¿Y quién será mi futura nuera?
 
-Una buena doncella que sirve a mi madre y cuyas virtudes te complacerán.
 
El rey quedó espantado ante las palabras de su hijo, y de inmediato se negó a darle su bendición para el matrimonio. El príncipe, enojado por el repentino cambio de parecer de su señor padre, le preguntó qué motivo tenía para impedir su casamiento.
 
-Hijo, no puedes casarte con la doncella que has elegido, puesto que es hija mía.
 
-¡Cómo! –exclamó el príncipe -. ¿La mujer que quiero es mi hermana?
 
-Sí, pues yo amé a su madre y de los dos nació esa muchacha. Es la verdad.
 
El príncipe se marchó con gran dolor y durante un tiempo no quiso ver a nadie, de modo que ninguna dama fue recibida por él. Pero al final tuvo que abandonar su encierro y volver a la corte, como exigía el rey, y el príncipe fue obligado a retomar su tarea de buscar una esposa que contentase a su padre. Sin embargo, las doncellas que a él le agradaban no contaban con la aprobación del rey, quien siempre le respondía:
 
-No puedes casarte con esa doncella, pues es hija mía.
 
El príncipe estaba desolado. Sospechaba que su padre le mentía cuando le decía que algunas de las doncellas a las que escogía como prometidas eran sus hermanas, pero no tenía manera de saberlo. Tenía miedo de amar a una mujer que tuviera lazos de sangre con él, y más de una vez manifestó su deseo de ingresar en un monasterio para dedicarse a Dios antes que cometer un pecado contra la naturaleza.
 
Pero una mañana, mientras el príncipe caminaba por la orilla del río, conoció a una muchacha lavandera. Como la doncella era muy hermosa, y el príncipe también, y además se había divulgado por todas partes del reino la fama de su gallardía, en cuanto se miraron se sintieron dominados por un gran amor.
 
La lavandera recogió en una cesta la ropa que estaba lavando. Cuando se puso de pie, se le cayó de la cesta un hermoso pañuelo bordado. Se inclinó para recogerlo, pero el príncipe, que estaba junto a ella, quiso hacer lo mismo. En el suelo se encontraron sus manos, y el príncipe tomó la de la lavandera y se la apretó. La lavandera se puso encarnada, y mirando al príncipe con ojos amorosos, le dio las gracias.
 
El príncipe regresó al castillo y pidió audiencia a su padre, que le recibió en sus aposentos. Con gran alegría descubrió su secreto amor y le suplicó que esta vez le concediera licencia para casarse con la muchacha que había elegido su corazón. El padre, temeroso de que hubiera escogido a alguna moza de baja estofa, le preguntó por la identidad de la doncella. El príncipe no podía mentir a su padre y se lo dijo, y el rey comprendió que, una vez más, ese matrimonio era imposible.
 
-No puedes casarte con esa doncella, pues es hija mía.
 
El príncipe abandonó los aposentos del rey ciego de ira y de tristeza. Su amada le aguardaba fuera de la cámara. El príncipe la tomó de la mano y ambos se dirigieron a los aposentos donde se acogía la reina.
 
La reina guardaba sus joyas en un cofre cuando fue sorprendida por la llegada de su hijo, que traía consigo a la lavandera. El príncipe se arrojó desesperado a sus pies.
 
-Madre, os suplico que me ayudéis, pues soy muy desgraciado –le dijo.
 
Con lágrimas en los ojos descubrió la verdad a su madre y le preguntó si era cierto que el rey era el padre de aquella muchacha a la que amaba más que a sí mismo y con la que quería casarse. La reina, sintiendo piedad por sus lágrimas, le dijo:
 
-Hijo, no puedo mentirte. Durante muchos años, el rey ha compartido lecho con muchas mujeres de este reino. Lo que él te dijo acerca de esta hermosa muchacha bien podría ser cierto.
 
-Madre –dijo el príncipe -, yo sólo os pido consejo para mi alma y que me dejéis renunciar a mi nombre y linaje. Si no puedo casarme con la muchacha que ha elegido mi corazón, me iré para siempre y no volveréis a verme nunca más. Pediré a los monjes que me acojan en el monasterio, pues prefiero dedicar mi vida a Dios antes que pecar casándome con mi hermana. Y, aun así, ¿cómo voy a vivir sin ella, que es quien me da fuerza para que mi corazón siga latiendo? Si no hallo un remedio pronto, no me podré salvar de la muerte.
 
La reina cerró los ojos, pensando en las palabras del príncipe. Conocía bien a su hijo y sabía que no iba a cambiar de opinión. La reina también comprendió que la humilde lavandera amaba de verdad al príncipe. Ella se echó a sus pies y le juró que nunca tanto había lamentado saber que era hija de rey, porque ahora el hombre al que más amaba nunca podría ser suyo.
 
-Señora, os lo ruego, ayudadnos –le suplicó llorando -. Si es la voluntad de Dios que vuestro hijo y yo no estemos juntos, no me rebelaré. Pero os juro que prefiero morir ahora que vivir toda una vida sin su amor. ¿Qué será de mí sin el hombre al que quiero por esposo? Ojalá la muerte me lleve pronto para que no vea cómo me arrancan de los brazos de mi señor, que es también mi hermano.
 
La reina miró a uno y a otro, acarició el rostro de su hijo y le preguntó:
 
-Hijo mío, ¿amas a esta doncella? ¿Quieres tomarla por mujer?
 
-Sí, madre. Es lo que más deseo en el mundo.
 
La reina sonrió.
 
-Pues cásate con ella, que el rey no es tu padre.
 
El príncipe se quedó asombrado por las palabras de su madre, pero la reina le dijo que no se preocupara por eso. Le dijo que debía marcharse sin más demora, porque el rey no permitiría que se casara con la lavandera. Antes de que se fuera, lo estrechó entre sus brazos y lo besó muchas veces.
 
El príncipe, una vez pasada la sorpresa inicial, sintió una gran alegría al oír las palabras de su madre. Le dio las gracias mil veces y le pidió que los bendijera. La reina bendijo al príncipe y a la lavandera y les dijo que partieran en seguida, pues el rey no tardaría en enterarse de su ausencia.
 
El príncipe y la lavandera lograron escapar de la ira del rey. Se casaron en secreto y vivieron en una modesta casa en una aldea remota, sin dejar de amarse jamás.

 

viernes, 24 de mayo de 2013

Catalina Parr, la Superviviente Hábil

 
 




A comienzos de 1543, las sombras de la ejecución de Catalina Howard empezaron a disiparse. El rey Enrique VIII obtuvo una victoria militar sobre los escoceses, comenzó a ofrecer fiestas en palacio y, en el plano personal, empezó a fijarse en cierta dama de la corte llamada Catalina Parr, una viuda de unos treinta y un años famosa por sus buenas maneras y su intachable reputación. Sus buenas condiciones la hacían apta para convertirse en la sexta consorte del rey, pero se trataba de una unión dispareja. Ella estaba enamorada de otro hombre y se dedicó a su Dios.

Catalina Parr nació alrededor de 1512 y era la hija mayor de sir Thomas Parr de Kendal y de Maud Greene, una heredera de Northamptonshire. Su madre había sido dama de honor de Catalina de Aragón, y probablemente Catalina Parr se llamaba así por ella. Aunque recibió una educación convencional, es de sobra conocida su dedicación al estudio. De hecho, uno de sus logros más importantes fue el de aprender latín siendo adulta, una labor extremadamente complicada. El hecho de que Catalina Parr tuviera el deseo de perfeccionarse, ya que no había recibido la educación excepcional de una princesa, la hace más admirable e interesante.

Catalina Parr estuvo casada dos veces antes de prometerse con Enrique VIII. Su primer marido fue Edward Borough, con quien se casó en 1529, aunque murió muy pronto. Como no tenía más opción que volver a casarse, Catalina contrajo matrimonio con lord Latimer, un grande del norte que por entonces tenía unos cuarenta años y una salud muy delicada. Mientras estuvo casada, comenzó a ponerse en contacto con los aspectos más evangélicos de la religión anglicana, lo que la favorecería en el futuro a ojos del arzobispo Cranmer.

Pero los intereses de Catalina Parr también tenían su parte más mundana. Estando todavía casada con lord Latimer, se enamoró de Thomas Seymour, hermano de la difunta reina Juana Seymour. Bajo su fachada de mujer prudente y viuda virtuosa, Catalina Parr ocultaba las mismas pasiones que cualquier ser humano. Después de estar casada con un hombre débil y otro hombre veinte años más mayor que ella y además inválido, estaba dispuesta a usar la gran fortuna que le correspondería para contraer un último matrimonio conforme a sus propios deseos. Pero no contaba con ganarse los favores del rey Enrique VIII, quien empezó a cortejarla abiertamente. Cuando le pidió que se casara con él, Catalina se encontró dividida entre el amor y el deber. Al final triunfó el deber.

Catalina Parr nunca fue descrita por sus contemporáneos como una belleza. Los epítetos más favorecedores que se le dedican son los de grata, vivaz, amable y afable. Es posible que su edad y condición influyeran en esa calificación, ya que no se esperaba que las viudas de treinta años fueran beldades. Los retratos que nos han llegado de Catalina Parr muestran un rostro amable, de nariz corta, boca pequeña y frente ancha. Era muy alta, la más alta de las esposas de Enrique VIII, y tenía el pelo castaño claro, aunque es posible que utilizara tintes para aclararlo.

Aunque era de costumbres sencillas, Catalina Parr disfrutaba de los pequeños placeres de la vida. Le gustaba bailar y oír música, y tenía su propio conjunto de violones venecianos. Encargó a varios pintores que hicieran miniaturas de ella misma y del rey, una de las cuales fue pintada por la artista Margaret Horenbout. Era una apasionada de la ropa más fina y, sobre todo, de los zapatos. Le gustaban los galgos y los loros, mostraba interés por las flores y las hierbas de sus jardines, y tenía varios bufones enanos a los que protegía. A todo esto se añade un profundo amor por la literatura y por todas las ramas del saber, lo que le hizo ganarse la fama de reina erudita.

Al casarse con Enrique VIII y convertirse en madrastra de sus hijos, Catalina Parr tomó personalmente las riendas de la educación de los infantes, en especial la de Isabel y Eduardo. Mostró interés por todos ellos, incluso por la triste princesa María, quien contribuyó a que Catalina Parr se esforzara por mejorar sus conocimientos.

En 1544, Enrique tenía cincuenta y tres años y estaba muy enfermo. Catalina Parr actuaba con él más como una enfermera que como una compañera de lecho. Ya había estado casada antes con un hombre inválido, y trasladó esos conocimientos a los cuidados de su nuevo marido. Por las noches, Catalina dedicaba largas horas a distraer a Enrique mediante la lectura y hablando del tema que mejor sabía: la religión. Poco a poco, Enrique empezó a mejorar, lo suficiente como para embarcarse en una nueva campaña contra Francia. Antes de irse, nombró regente a Catalina Parr y le encomendó el cuidado de sus hijos.



 
"Ser Útil en Todo lo que Hago"
 
 
La reina Catalina Parr era vista por toda la corte como un modelo de piedad excepcional. Todos los días se reunía con sus damas para leer y discutir pasajes de la Biblia. Catalina Parr mostraba bastante interés por las ideas de la Reforma, a pesar del riesgo que corría, porque el propio Enrique VIII pisaba una línea muy fina entre la ortodoxia católica y las nuevas ideas protestantes, aplastando a aquellos que se aferraran demasiado al pasado o a las modernas tendencias luteranas.

Conocemos bien el pensamiento religioso de Catalina Parr porque, excepcionalmente para una mujer de su época, y aún más para una reina, era escritora y además publicó. Su primera obra se tituló Prayers and Meditations, un libro de oraciones que se hizo muy popular y que fue publicado en un formato pequeño pensado para que las mujeres pudieran leer en los oratorios. Es una obra profunda, pero simple y sincera. El éxito de esta obra llevó a Catalina a escribir un segundo libro, este más comprometido con las ideas de la Reforma y con un marcado acento adoctrinador. Sin embargo, tuvo el buen juicio de no publicar esta obra en vida del rey. The Lamentation of a Sinner era la prueba de que Catalina Parr se había convertido en luterana y, por lo tanto, en hereje.

En 1546, la persecución de los herejes se hizo más intensa, sobre todo para aquellos que estaban dentro de la corte. Cada comportamiento religioso era observado al milímetro y, muy pronto, los movimientos de la reina Catalina Parr empezaron a ser motivo de habladurías. Anne Askew, una luterana reconocida, fue arrestada y llevada a la Torre, donde la sometieron a atroces torturas para que revelara los nombres de grandes damas que eran sospechosas de herejía. En ningún momento mencionó el nombre de Catalina Parr, aunque no haría falta, porque la propia reina cometió un descuido que estuvo a punto de costarle muy caro.

La salud del rey lo volvía sumamente irritable en esa época y no le agradaba que lo contradijeran, especialmente una mujer. Quizá de manera un tanto imprudente, Catalina Parr se dedicó a darle sermones sobre religión e incluso llegaron a discutir por eso. Los cargos contra la reina empezaron a acumularse, y pronto comenzó a circular el rumor de que Catalina iba a ser arrestada. Una noche, un consejero anónimo dejó caer una copia de los cargos en la cámara de la reina. Cuando Catalina Parr leyó la carta, se sintió devastada por la revelación de lo que le aguardaba. Pero no se dejó llevar por el pánico. Escogió la única salida que tenía abierta como mujer: la humillación. Si quería librarse de un destino horrible, tendría que ser muy hábil y astuta. Y lo fue.

En plena noche, se dirigió a la habitación del rey. Como siempre, la conversación giró en torno al tema religioso pero, por una vez, Catalina Parr no sacó ninguna conclusión. Le dijo al rey que sus opiniones no debían ser tenidas en cuenta porque, después de todo, era una mujer y, como tal, era débil. Al hablar de religión, su único deseo era entretener al rey para distraerlo de su dolor. Su intención había sido la de aprender de él, no la de predicar. El rey la escuchó y, poco a poco, su resquemor desapareció.

Al día siguiente, una guardia de cuarenta hombres acudió a los jardines para arrestar a la reina, pero Enrique VIII, quien no los había avisado de su reconciliación, los despidió con cajas destempladas. Magnánima por su victoria, Catalina Parr le suplicó a su esposo que los perdonase. La vida del matrimonio real siguió un curso normal, aunque no sería por mucho tiempo. Enrique VIII estaba cada vez más enfermo y sufrió varias recaídas. El 28 de enero de 1547, a la edad de cincuenta y seis años, murió.

Aunque su pesar sin duda era sincero, es imposible no pensar que Catalina Parr por fin veía el cielo abierto. Después de todo, ahora tenía completa libertad para casarse con el hombre que quería. Imprudentemente, se comprometió con Thomas Seymour antes de que pasara un tiempo prudencial de luto por su difunto marido, lo que provocó un escándalo en la corte. Sin embargo, la boda tuvo lugar en los jardines de su mansión de Chelsea; la novia estaba radiante de felicidad al lado de su nuevo y atractivo esposo. La ardiente pasión que ambos se manifestaban estaba en boca de todos sus amigos y familiares, quienes nunca habían visto a Catalina Parr tan feliz. Y esa felicidad se completó cuando poco tiempo después anunció que estaba embarazada.

Aunque ahora apenas tenía relación con sus hijastros, Catalina Parr siguió preocupándose por ellos e incluso permitió a la princesa Isabel que pasara una temporada en su casa con ella y su esposo. Sin embargo, Thomas Seymour empezó a tomarse ciertas libertades con lady Isabel, a la que robaba besos, le pellizcaba las nalgas y la sorprendía en su habitación cuando estaba a medio vestir. Para Catalina, que por entonces estaba embarazada de seis meses, fueron motivos más que suficientes para discutir con su veleidoso marido y mandar a la muchacha de vuelta a la corte.

En 1547, Catalina Parr se retiró al castillo de Sudeley. Desde allí, entabló una larga correspondencia con Thomas Seymour acerca de su avanzado estado de gestación. El 30 de agosto se puso de parto y dio a luz a una niña a la que llamó Mary. Pero, al igual que para otras muchas mujeres de la época, la maternidad fue la perdición de Catalina Parr. Como Juana Seymour, cayó enferma de fiebre puerperal y sufrió delirios durante varios días. Se recobró lo suficiente como para dictar su testamento, pero el 5 de septiembre murió. Catalina Parr tenía treinta y seis años. Había sido la consorte del rey Enrique VIII durante tres años y medio y había estado casada con Thomas Seymour, su cuarto esposo, quince meses. Fue enterrada con honores de reina, pero no de la manera que Enrique VIII habría aprobado, porque a Catalina Parr se le hizo el primer funeral real protestante de Inglaterra.
 
 


lunes, 20 de mayo de 2013

Catalina Howard, la Coqueta Frívola

 
 



Catalina Howard se crió en la pobreza, a pesar del esplendor de su linaje Howard, que descendía de Eduardo I a través de los duques de Norfolk. Nació en 1520 en el seno de una familia muy prolífica y era prima carnal de Ana Bolena. Cuando era pequeña, fue llevada a Chesworth, a la casa de Agnes, la viuda duquesa de Norfolk. Como otras grandes damas de su época, la duquesa Agnes era considerada una figura responsable a la que se podía confiar el cuidado de las jóvenes, pero es bien cierto que una casa en la que había tantos adolescentes se prestaba a todo tipo de escándalos de naturaleza sexual, y Catalina no estuvo excluida de estos.

Su primer romance fue con el músico Henry Mannox, que intentó seducir a aquella muchacha de quince años entre las lecciones de clavicordio y laúd, aunque al parecer la relación se limitó a manoseos furtivos en la cámara de la capilla de la duquesa. Finalmente, se le apartó de Catalina, aunque no por su escasa moralidad, sino porque no se le consideraba un buen partido para ella.

El siguiente romance de Catalina fue con el caballero Francis Dereham. Sus encuentros con Catalina tenían lugar en la casa de la viuda de Norfolk y le hacía frecuentes visitas por la noche en su habitación. Hay motivos para pensar que esta relación sí recibió mayores muestras de aliento, ya que fue consumada sexualmente. Como tenían la costumbre de llamarse “esposa” y “marido”, es muy posible que entre ellos existiera un precontrato de matrimonio. Pero Dereham, si bien de mejor cuna que Mannox, tampoco resultaba un partido especialmente brillante, y el amor de Catalina por él parece haberse enfriado durante la estancia de Dereham en Irlanda, en especial cuando ella se trasladó a la corte y conoció al galante Thomas Culpeper en la cámara privada del rey.

Una vez que Enrique VIII empezó a demostrar interés por ella, los Howard empujaron a Catalina a los brazos del rey. El hecho de que existiera un precontrato de matrimonio con Dereham, algo que era equivalente a un compromiso serio, fue olvidado por el momento, ya que Enrique estaba deseando librarse de Ana de Clèves y ardía en deseos de tomar por esposa a aquella jovencita coqueta y burbujeante. La visitó durante varias noches hasta que por fin se publicó el acta de divorcio. El 28 de julio de 1540, Enrique VIII se casó con su prometida en Surrey. En sus votos matrimoniales, Catalina juró vivir con su esposo en la salud y en la enfermedad, “hasta que la muerte nos separe”.

Del aspecto físico de Catalina Howard nos ha llegado muy poca información. Se dice que era de estatura muy baja, aún más que la difunta reina Catalina de Aragón, y que su belleza no era demasiado llamativa. No obstante, poseía la gracia y la sensualidad de una jovencita que ha sido muy tempranamente iniciada en el amor. Sabía cómo agradar y complacer a los hombres, aunque eso no quiere decir que repartiera sus favores sexuales a la ligera. Era más bien como una seductora Lolita que había atrapado el corazón de un hombre mucho más mayor que ella.

Para Enrique VIII, Catalina Howard era su rosa sonrojada sin una espina. Estaba loco de amor por ella. Le prodigaba su afecto a todas horas y le hacía caros y numerosos regalos. Catalina recibía a diario magníficas joyas, broches y piedras preciosas que hacían sus delicias, además de un vasto ropero compuesto por multitud de vestidos de seda, raso y terciopelo. También le fueron entregados numerosos castillos, dominios y mansiones que habían pertenecido a la difunta Juana Seymour y a Thomas Cromwell. Catalina aceptaba esos regalos como si en verdad tuviera derecho a ellos. Y Enrique estaba tan enamorado de ella que nada le parecía suficiente para agasajarla, fascinado como estaba por su joven esposa.

En cambio, los sentimientos de Catalina Howard hacia el rey son algo más turbios. No se puede decir que no sintiera nada por Enrique, pero más que amor deberíamos creer que se trataba de la impresión que la figura del rey causaba en todos sus súbditos, aumentada además por el aura religiosa que le confería el haberse proclamado cabeza de la Iglesia en Inglaterra. En otras palabras, los sentimientos de Catalina no eran de amor romántico, sino de reverencia y gratitud. Además, hay que tener en cuenta que Enrique VIII no era en esa etapa de la vida un hombre maduro deseable. Había engordado desmesuradamente con el paso de los años debido a una dieta poco saludable basada en carne y vino, y además tenía ulceraciones en las piernas que le causaban un gran dolor. Es obvio pensar que una jovencita como Catalina Howard no se sintiese demasiado atraída por él.

No obstante, la joven reina estaba demasiado ocupada divirtiéndose como para pensar en su anciano esposo. Uno de sus pasatiempos favoritos era la danza, que practicaba a menudo con sus damas de honor. En las ocasiones especiales, tras el banquete, Catalina bailaba para su esposo, que apenas podía moverse debido a sus piernas enfermas. A veces, Enrique sólo podía contemplar cómo bailaba, escogiendo a sus jóvenes caballeros. Hacia 1541, Enrique VIII volvió a sufrir una recaída que le obligó a postrarse en cama durante varios días. Durante ese tiempo, Catalina Howard pudo hacer lo que le dio la gana.


"Ningún Otro Deseo que el Suyo"
 
 
Mientras el rey padecía, Catalina reanudó su relación con Thomas Culpeper. Fue una acción muy inconsciente y temeraria por parte de ambos, pero sobre todo por parte de Catalina, ya que era la clase de muchacha que pierde fácilmente la cabeza por un hombre atractivo. Ingenuamente, pensaba que no hacía nada malo en buscar el placer por su propia cuenta mientras el rey no se enterase. De lo tórrido de esta relación se conserva una carta de amor escrita por la propia Catalina de su puño y letra, y destinada a Culpeper, al que insta a visitarla lo antes posible. La firma, tan conmovedora como indiscreta, no deja lugar a dudas de su pasión: “Vuestra en tanto siga la vida, Catalina”.

Pero Enrique VIII no sabía nada de esto. Partió al norte con la reina Catalina para apaciguar los territorios donde conservaban obstinadamente las antiguas prácticas religiosas y para establecer un arreglo con su sobrino Jacobo V, rey de los escoceses. Se celebraron ceremonias pomposas en cada etapa del viaje, y Catalina Howard ejerció su papel ceremonial perfectamente. Cuando el séquito real llegó a Hampton Court, el rey expresó solemnemente su agradecimiento por la felicidad que le había traído la reina.

Fue su último momento de dicha con Catalina. Las mismas tramas que la habían catapultado al trono de Inglaterra ahora también la destruirían. Su pasado travieso y su presente indiscreto eran un plato demasiado jugoso como para dejarlo escapar. John Lascelles, un caballero de la corte, le contó a Cranmer los detalles del pasado de Catalina Howard en casa de la viuda de Norfolk. Esto sirvió para convencer al arzobispo de tres cosas: El pasado de la reina distaba mucho de ser intachable, podría haber estado prometida con otro hombre y, lo que más temía, tenía que decirle al rey Enrique VIII que su rosa no era tan pura como él pensaba.

Al principio, Enrique se indignó ante las acusaciones contra su esposa, que tachó de calumnias nacidas de la envidia. Sin embargo, instó a Cranmer a que llegara al fondo del asunto. El arzobispo reunió diversas pruebas que demostraban la ligereza de costumbres de Catalina y, cuando se impuso la horrible verdad, Enrique VIII se quedó desolado. Pasaba de la ira a la tristeza en un santiamén. En un momento se compadecía, y al siguiente pedía que le trajeran una espada para acabar él mismo con su esposa. Finalmente, se echó a llorar al verse burlado.

Entretanto, se debía lograr que la reina Catalina hiciera una confesión. Cranmer interrogó a la reina y ella se derrumbó por completo. Paralizada por el terror y el sentimiento de culpa, la desdichada Catalina confesó que había mantenido relaciones sexuales con Francis Dereham antes de casarse y con Thomas Culpeper después de su matrimonio con el rey. Pocos días más tarde, fue arrestada y retenida en Hampton Court; sus antiguos amantes no tardaron en seguirla.

El 24 de noviembre de 1541, Catalina Howard fue acusada de haber llevado una vida licenciosa y abominable, y de aparentar inocencia para inducir al rey a amarla. Fue llevada a la Torre, en la que también habían encerrado a muchos parientes suyos que habían tomado parte en su encumbramiento. El único que se salvó fue su tío, el duque de Norfolk, que se arrastró miserablemente ante Enrique VIII para quedar libre de culpa. El duque de Norfolk había sido uno de los primeros en enganchar su carro a la buena estrella de Catalina; ahora, en su momento de máxima necesidad, la abandonó sin ningún remordimiento.

En febrero de 1542, Catalina Howard se estaba preparando para morir. Aunque se le rindieron los honores debidos a una reina, sabía que no volvería a salir de allí si no era para morir. Dereham y Culpeper fueron condenados a ser cortados vivos, ahorcados, destripados y descuartizados por haber cometido traición. A Catalina se la condenó a ser decapitada. La noche anterior a su ejecución, pidió que le trajeran a su habitación el cadalso del verdugo, y se pasó toda la noche practicando cómo debía colocarse.

A la mañana siguiente fueron a buscarla. Al igual que había hecho Ana Bolena, pidió que su ejecución fuera privada, pero no se le concedió. Tuvo que ser llevada al patíbulo en brazos, pues estaba tan débil que no podía ni mantenerse en pie. Una vez allí, pronunció un corto discurso y, como tantas veces había practicado aquella noche, se ubicó en el tajo y el hacha cayó sobre ella implacablemente. Su cuerpo fue llevado a la capilla de Saint Peter ad Vincula, donde yacía también el cuerpo de Ana Bolena. Catalina Howard había sido reina de Inglaterra poco más de dieciocho meses, y es posible que no hubiese llegado todavía a su vigésimo primer cumpleaños.
 
 


miércoles, 15 de mayo de 2013

Ana de Clèves, la "Hermana" del Rey

 
 



A comienzos de 1538 se inició formalmente la búsqueda de una nueva reina de Inglaterra. Enrique VIII, habiendo enviudado de Juana Seymour, sentía la necesidad de tener al lado una esposa y compañera. El secretario Thomas Cromwell, consejero del rey, siendo testigo del cambiante panorama internacional, que se enturbiaba a ojos vista debido a la expansión de las nuevas ideas luteranas, consideró prudente realizar un acercamiento a los países en los que más proliferaba el movimiento reformista para buscar apoyos contra posibles represalias del Papado. Así, consiguió convencer a Enrique VIII de que era preferible celebrar un matrimonio que conviniera a las necesidades de Inglaterra. La candidata elegida para ser la nueva consorte real fue la flamenca Ana de Clèves.

El ducado de Clèves estaba situado en el Bajo Rin. El matrimonio del duque Juan III de Clèves con María, heredera de los ducados de Jülich y Berg, dio cuatro hijos de los que Ana, nacida el 22 de septiembre de 1515, era la segunda. El origen de Ana no carecía de distinción, pues descendía de una larga línea de princesas alemanas que se remontaba muy atrás en el tiempo. El hermano de Ana, el duque Guillermo de Clèves, era líder de los protestantes alemanes de occidente, y Cromwell entendía que una unión con los estados luteranos podría ayudar a contrarrestar la amenaza que suponía para Inglaterra la Francia católica y el Sacro Imperio Romano.

El mundo donde se crió Ana de Clèves estaba muy alejado de otras cortes europeas renacentistas, donde se abrazaban las letras y las artes. Al contrario que otras mujeres como Catalina de Aragón o Ana Bolena, Ana de Clèves recibió una educación muy pobre en comparación. Pese a estar en un territorio luterano, fue instruida en la fe católica. No sabía leer ni escribir en otro idioma que el propio, y tampoco sabía cantar ni tocar instrumento alguno. En resumen, no estaba preparada para entrar en un mundo de intrigas tan sofisticado como la corte inglesa, ni para complacer a un marido corpulento y quisquilloso como Enrique VIII.

Pero en aquel momento no se pensaba en eso. Los planes de matrimonio se alentaron al recibir los informes sobre la virtud y modestia de Ana. Sin embargo, no se sabía nada de su aspecto físico. Los enviados ingleses a Clèves que iban a inspeccionar a Ana se encontraron con una desconcertante escena: Ana y su hermana Amelia aparecieron envueltas en un hábito grande que ocultaba sus formas y con un velo que les tapaba la cara. El duque de Clèves accedió a que se pintara un retrato de Ana, y desde Inglaterra fue traído el pintor Hans Holbein, que realizó el hermoso retrato que podemos ver hoy en día en el Louvre. Mientras tanto, se empezaron a preparar las habitaciones y residencias que habría de ocupar la futura esposa del rey.

El viaje de Ana de Clèves a Inglaterra causó muchos problemas, pero finalmente llegó a buen puerto. El rey Enrique la estaba esperando impaciente desde hacía demasiado tiempo y su imaginación había empezado a alborotarse. El retrato que le había dado Holbein alimentaba sus pensamientos y ya se creía enamorado de aquella misteriosa mujer. Estaba ansioso y quería conocerla inmediatamente para averiguar si era como la había pintado su fantasía. Pero su entusiasmo se vino abajo en el mismo momento en que la miró a los ojos. La entrevista posterior tampoco ayudó a mejorar la primera impresión, puesto que Ana apenas hablaba inglés y parecía confundida. De aquel encuentro nos queda el escueto comentario que Enrique VIII le hizo a Cromwell: “No me gusta”.

Al parecer, el problema residía en el aspecto físico de Ana de Clèves. ¿Era tan espantosa como se decía? Viendo su retrato, donde se muestra a una mujer de apariencia dulce y tierna, parece difícil de creer. Pero las descripciones de sus contemporáneos van hacia otros derroteros que el cuadro no muestra. Se decía que aparentaba más edad de la que tenía en realidad, que era alta y delgada, con un semblante decidido y resuelto. Tenía la frente alta, ojos separados de pesados párpados y un marcado mentón. En cambio, parece ser que su nariz era levemente bulbosa. Puede que su tez, de un tono que tendía a oscurecerse, provocara la decepción del rey. No era tan hermosa como la gente había afirmado, aunque su gesto firme contrarrestaba la falta de belleza. Ana era solemne, pero el problema radicaba en que no era tan joven y bella como se le había prometido a Enrique. En otras palabras, no sentía atracción sexual alguna hacia Ana de Clèves.

A pesar de todo, como se temía ofender al duque de Clèves, el matrimonio se llevó a cabo en 1540. Ana parecía ilusionada con su casamiento, pero Enrique mostraba signos evidentes de ira y de una decepción infantil. No había nada que le agradara de su nueva esposa, a la que ni siquiera quería molestarse en conocer mejor. Ante este panorama, la noche de bodas no auguraba nada bueno. Resulta muy claro que el encuentro fue un absoluto fracaso desde el punto de vista del rey. Según él, la reina Ana tenía el vientre y los pechos flojos, de modo que le hacía sospechar que no era virgen. Una burda excusa para enmascarar el hecho más importante: No había podido consumar el matrimonio.

 
"Dios me Envió para Cumplir el Bien"
 
 
Ante estos hechos, es lógico que nos preguntemos qué pensaba Ana de Clèves de todo esto. Al parecer, y afortunadamente para ella, vivía protegida de la humillación gracias a su profunda ignorancia de los hechos de la vida. Aunque parezca difícil de creer, Ana no tenía ni la menor idea de lo que un hombre y una mujer hacían en el lecho. Cuando le preguntaron qué hacía con el rey en la cama, su inocente respuesta fue: “Cuando él viene a la cama, me besa y me toma de la mano y me dice “buenas noches, querida”, y de mañana me besa y me dice “adiós, querida”. ¿No es eso suficiente?”. Tal ignorancia no era una condición universal; de hecho, una de las obligaciones de una madre era preparar a sus hijas en cuestiones sexuales. Pero Ana de Clèves era diferente. Su madre, profundamente religiosa, le había negado una correcta educación mundana. Sin embargo, es muy posible que esa ignorancia la protegiera de una indebida mortificación personal.

En los primeros días del nuevo matrimonio, al menos la corte estaba feliz con la restauración de la casa de la reina. Ana de Clèves ocupó su puesto en la corte y hasta se le permitió emplear a compatriotas suyos en puestos importantes. Sin embargo, seguía habiendo ingleses pugnando por obtener un puesto en la casa de la reina, y la familia que más se benefició fueron los Howard. Entre las damas de la reina Ana, había una bonita muchacha llamada Catalina Howard, que muy pronto empezaría a resultarle atractiva al rey Enrique.

Entretanto, la situación nacional en 1540 no había mejorado demasiado. Los hechos más turbulentos en Inglaterra estaban relacionados con los asuntos religiosos y su impacto en la política. Los católicos, encabezados por el obispo Stephen Gardiner, seguían lidiando contra los reformistas, liderados por el arzobispo Cranmer. Además, Cromwell estaba viendo cómo su buena estrella empezaba a desvanecerse, sobre todo cuando Enrique VIII se enamoró de la joven Catalina Howard y manifestó su deseo de deshacerse de Ana de Clèves, a la que Cromwell había propuesto para el matrimonio. Falsamente, Cromwell fue acusado de herejía sacramental y fue llevado a la Torre de Londres. Se le quitaron todas sus propiedades y títulos nobiliarios. A pesar de haber servido al rey fielmente durante diez años, sus cartas suplicando piedad no ablandaron al monarca. Fue sentenciado a muerte, pese a que no había pruebas en su contra.

El siguiente paso para el divorcio era asegurarse la cooperación de la reina Ana. Como razón principal para conseguir el acta de anulación del matrimonio, Enrique VIII esgrimía el argumento de la no consumación, pero se corría el riesgo de que Ana de Clèves contara una versión distinta a la del rey.

La reina Ana no tenía ni la menor idea del destino que la aguardaba. Cuando se le comunicó la noticia de su destitución, escuchó a los comisionados sin alterarse y, después de reflexionar, les dijo que acataría la voluntad del rey. Ana de Clèves acababa de enviar la respuesta que tenía más probabilidades de gustar a Enrique VIII, presentándose como una mujer sumisa, que aceptaba sus decisiones sin oponerse en ningún momento. Enrique VIII siempre se había mostrado generoso con quienes acataban sus deseos; fue generoso ahora con Ana de Clèves.

Se le concedió precedencia sobre todas las demás damas de Inglaterra, excepto la reina y las princesas María e Isabel. Recibió un magnífico conjunto de mansiones y propiedades, muchas de las cuales se le habían confiscado al caído Cromwell, y recibió rentas muy altas. Como condición, debía naturalizarse como súbdita del rey y llevar una buena vida como su “hermana” adoptiva. Aunque se temía la reacción del duque de Clèves, la propia Ana envió una carta a su hermano instándole a acatar la voluntad de Enrique; era mucho más probable que a ella le fuera bien en el futuro si obedecía en vez de ayudar a encabezar una rebelión.

Así terminó formalmente el cuarto matrimonio de Enrique VIII, para asombro de toda Europa. Ana de Clèves solamente había sido reina durante seis meses escasos. Pero es muy posible que para ella la soltería fuese la mejor opción. Tenía una posición envidiable y prácticamente absoluta libertad de movimientos en su nueva tierra. Además, aunque todavía fuera virgen, al menos se libraba de los peligros que en la época acarreaba la maternidad, como le había sucedido a la infortunada Juana Seymour. Hasta su muerte, en 1557, siguió viviendo apaciblemente en Inglaterra como la “buena hermana del rey”.
 
 


lunes, 13 de mayo de 2013

Juana Seymour, la Madre Amada

 



Juana Seymour, nacida en 1509, provenía de una familia de respetable e incluso rancio abolengo, de la que incluso se decía que por sus venas corría sangre normanda. Sir John Seymour, padre de Juana, fue nombrado caballero por Enrique VII en la batalla de Blackheath y, desde ese prometedor comienzo, empezó a gozar del favor real. Provenía de una familia de ocho hijos, y luego su propia esposa, Margery Wentworth, daría a luz a diez hijos: seis varones y cuatro mujeres. Todo eso era auspicioso para Juana, ya que en la época la aptitud de una mujer para tener hijos se juzgaba por el registro de su familia.

Los Seymour pueden no haber sido particularmente grandes, pero las relaciones íntimas con la corte los habían vuelto astutos y mundanos. La figura masculina dominante en la vida de Juana, aún más que su propio padre, fue la de su hermano mayor Edward, descrito como un joven muy inteligente, que además fue paje de la hermana del rey Enrique VIII, Mary Tudor. Otro de los hermanos de Juana, Thomas Seymour, que tenía fama de ser muy atractivo, tendrá un papel destacado más adelante como marido de una de las reinas de Enrique VIII, Catalina Parr.

En medio de una vasta familia como los Seymour, ¿qué podía ofrecer Juana aparte de su supuesta fertilidad? Fue a sus veinticinco años cuando empezó a llamar la atención del rey. Se la describe en muchas ocasiones como una mujer de sumo encanto, tanto en el aspecto como en el carácter. Era de mediana estatura y dueña de una piel blanca e inmaculada, muy del gusto de la época. Según Holbein, que nos ha dejado su retrato, tenía una gran nariz y una boca firme de labios apretados, pero también tenía un rostro oval que resultaba atractivo. La impresión predominante que da su retrato es de una mujer sensata. Todos los contemporáneos coinciden en resaltar su inteligencia, su dulzura y su virtud. En suma, Juana Seymour era exactamente la clase de mujer elogiada por los manuales contemporáneos de la conducta correcta, así como Ana Bolena había sido la clase de mujer que desaconsejaban.

No se sabe con seguridad la fecha en la que se empezó a proyectar la sustitución de Ana Bolena por Juana Seymour. Después de haber dado a luz a una niña y haber abortado dos veces, Ana Bolena había perdido ya todo el interés del rey Enrique VIII. Asimismo, su temperamento encendido cada vez le causaba más problemas con su esposo, y Enrique empezó a fijarse en Juana, una de sus jóvenes damas de honor, que llamaba la atención por su virtud y modestia. Fueron muchos los lores que, encabezando la facción “antibolena”, apoyaron la causa de Juana Seymour para que ascendiera al trono, e incluso se recibió el apoyo exterior del propio Carlos V de Alemania.

Al igual que al comienzo de su relación con Ana Bolena, el amor de Enrique y Juana tenía que ser llevado en secreto al principio, aunque no tardó en ser descubierto. Incluso se compuso una balada burlesca sobre el asunto, de la que Enrique advierte a su enamorada para que no le preste atención. El rey también le envía regalos para mostrarle su favor, pero Juana los devolvió todos con palabras humildes. La ruborosa inocencia de Juana tuvo la virtud de inflamar aún más la pasión de Enrique, que la elogió por su modestia.

En este aspecto, resulta muy atractivo ver cómo Polonio (aquí representado por Edward Seymour) prepara a su Ofelia en sus modales de doncella para su maduro príncipe. Pero Juana Seymour no necesitaba realmente que le indicaran que debía mantenerse firme. Probablemente, la joven no estaba fingiendo en sus maneras. Es decir, representaba sin artificio alguno esa pureza que un hombre sentimental admiraba en una mujer.

Juana Seymour se mantuvo al margen durante todo el proceso de destitución, juicio y ejecución de su predecesora, Ana Bolena. Se alojó en la casa de sir Nicholas Carew, en Croydon, y más tarde en una mansión cercana a Whitehall. El 20 de mayo de 1536, solamente veinticuatro horas después de la ejecución de Ana, Enrique VIII y Juana Seymour se comprometieron secretamente en Hampton Court. El matrimonio se celebró diez días después de manera rápida y discreta, y Juana se convirtió así en reina de Inglaterra.

 
"Obligada a Obedecer y Servir"
 
La felicidad de Enrique VIII era más que evidente, y tenía sobrados motivos. Después de dos matrimonios que le habían traído más quebraderos de cabeza que alegrías, ahora por fin podía afirmar que ese nuevo matrimonio era “bueno y legal”. Exhibió a Juana Seymour a sus súbditos con gran deleite, y también mandó arreglar para ella las habitaciones reales, con sus iniciales y sus propios emblemas. El carácter conciliador y afectuoso de Juana también revirtió positivamente en Enrique, ya que la nueva reina se interesó por sus hijastras, especialmente por María, y contribuyó a que las muchachas volvieran a ser tenidas en cuenta por su padre.

La clave del carácter de Juana Seymour estaba en su sumisión. Su reputación de buena y virtuosa se difundió por el extranjero, y el contraste con la difunta Ana Bolena la favorecía mucho. Y así como Enrique VIII era muy feliz a su lado, es muy posible que Juana también fuera dichosa. Cierto que el matrimonio no era más que otra manera de someterse a “la ley”, y la figura del rey era equivalente a un sol que iluminaba la vida de cada súbdito, una criatura a la que amar y temer al mismo tiempo, casi equiparable a Dios, pero esto no impide que la reina Juana no amara sinceramente a su esposo.

La corte de la reina Juana fue tan espléndida como decorosa. Era muy estricta en cuanto a los trajes de sus damas, algo que tenía en común con las dos reinas que la habían precedido y que no dejaba de tener su lógica. Un puesto en la corte desde el que dos damas se habían elevado al rango de consorte real probablemente parecía más ventajoso que nunca, y era necesario mantener el decoro para impedir que otra llamara en exceso la atención del rey. No obstante, la vida en la corte se desarrolló de un modo más familiar gracias a la rehabilitación de las princesas María e Isabel, con las que Juana actuó como una madre benevolente.

Pero fuera de la corte se fraguó un conflicto de máxima gravedad: la rebelión en el norte. El Peregrinaje de Gracia se convirtió en la esencia de un enorme descontento popular con muchos factores: la indignación de los grandes lores ante el excesivo poder que estaba alcanzando Cromwell, la elevación de los impuestos y, sobre todo, los cambios religiosos ordenados por el arzobispo Cranmer y que el pueblo no era capaz de asimilar por lo fugaz e incierto de la situación. En particular, el cierre forzoso de los monasterios por parte de los comisionados del rey proporcionó un foco más para ese descontento.

En 1536 hubo un levantamiento en Louth que se inició con el encarcelamiento de dos recaudadores ejecutados por los rebeldes, que exigieron al rey otros sacerdotes y consejeros más aristocráticos que le asesoraran. Enfurecido, Enrique VIII rechazó todas las demandas e instó a los rebeldes a que cesaran en su actitud si no querían ser ejecutados por traición. Pero el levantamiento se produjo y se difundió rápidamente entre el vulgo, que se reunió para llevar a cabo el Peregrinaje de Gracia, que tenía como misión restaurar la fe católica. Finalmente, el levantamiento se saldó con la ejecución de un buen número de habitantes de cada pueblo, que fueron colgados de árboles o descuartizados sin ningún miramiento por atreverse a desafiar la voluntad del rey.

A pesar de que la tradición quiere mostrarnos a Juana Seymour como el paradigma de la reina protestante, lo cierto es que no fue así. Ella, tan común en ese aspecto como en otros, nunca sintió interés por el nuevo credo luterano, y seguía practicando la fe católica. Es más, parece que se concienció con la suerte de los católicos en Inglaterra e incluso trató de mediar con Enrique VIII para que no suprimiera los monasterios, aunque fue severamente reprendida por el rey, que la instó a que no se metiera en sus asuntos. Pero la irritabilidad de Enrique pasó pronto, porque en 1537, después de las festividades de Año Nuevo, Juana anunció que esperaba un hijo.

Una vez más, se hicieron todos los preparativos necesarios para recibir al nuevo príncipe. Se organizaron justas, se adecuaron aposentos necesarios, se encargó una nueva cuna al orfebre. El rey incluso mandó preparar un sitial de la Jarretera para su hijo en la capilla de San Jorge, en Windsor. El 9 de octubre, Juana Seymour se puso de parto y dio a luz al ansiado príncipe de Gales. Fue bautizado con el nombre de Eduardo, y se dice que Enrique VIII lloró al tenerlo entre sus brazos. Dios aprobaba y bendecía su matrimonio entregándole ese hijo; al menos, ese fue su parecer.

Pero poco podría disfrutar la reina Juana de su recién nacido hijo. Se recuperó lo suficiente como para asistir al bautizo del niño, pero a los pocos días cayó enferma de fiebre puerperal. Esa fiebre de parto, si se convertía en septicemia, era la principal causa de mortalidad maternal antes de que se entendieran la naturaleza de la higiene y el curso de la infección. La septicemia se instaló y con ella vino el delirio. La mañana del 24 de octubre de 1537, después de una penosa agonía, Juana Seymour murió. Tenía veintiocho años y había sido reina menos de dieciocho meses.
 


jueves, 9 de mayo de 2013

Ana Bolena, la Amante Astuta

 
 




Ana Bolena nació hacia 1500 o 1501 en Blickling, en el condado de Norfolk, en el seno de una familia que, si bien no era una de las más grandes de la tierra, tampoco era de baja estofa. Su padre, Thomas Boleyn, se casó con lady Elizabeth Howard, hija mayor de Thomas Howard, segundo duque de Norfolk. El carácter y el talento de Thomas Boleyn sin duda influyeron en la carrera de su hija. Tenía una gran presencia en la corte de Saint James y era condestable del castillo de Norwich y sheriff de Kent en 1512. Era un hombre notable que poseía un talento especial para los idiomas y, por extensión, para la diplomacia.

Fue gracias a ese talento como consiguió que su hija menor Ana fuera educada en la corte de la archiduquesa Margarita, regente de Holanda. Allí aprendió a hablar francés y a desenvolverse en sociedad, demostrando poseer un brillo particular. Causó una excelente impresión en la corte de la archiduquesa gracias a su inteligencia y aplicación. Más tarde, alrededor de 1514, se trasladó a Francia y consiguió integrarse en la corte de la reina Claudia. Cuando regresó a Inglaterra, unos seis años después, era más francesa que inglesa. Aprendió el arte de agradar con su ingenio y sus dotes: conversación sofisticada, comentarios interesantes y alusiones coquetas. Todo ello contribuyó a darle una imagen muy atractiva. A su regreso, se empezó a planificar su matrimonio. Mientras se resolvía el asunto, Ana entró al servicio de la reina Catalina de Aragón como dama de honor.

El aspecto físico de Ana Bolena se presta a todo tipo de elucubraciones, no siempre favorecedoras para ella. Se dice que tenía un bocio que le desfiguraba el cuello y una gran variedad de lunares y verrugas. También se dice que tenía seis dedos en una mano y que poseía un tercer seno. Pero la lógica nos lleva a pensar que una mujer con tal aspecto nunca habría agradado al rey Enrique VIII. Ana Bolena no era una gran beldad, pero no carecía de atractivos. Era alta y de profundos ojos negros, y se dice que su tono de piel también tendía a ponerse moreno. Su cabello, espeso y brillante, era sumamente oscuro. Pero aunque su aspecto no coincidiera con el ideal de belleza de la época, la fascinación sexual que ejercía Ana está puesta fuera de toda duda.

Entre las propuestas matrimoniales que recibió, la más interesante es la del joven lord Percy, heredero de grandes propiedades. Era uno de los partidos más codiciados de Inglaterra y, lógicamente, Ana alentó esa relación. Entre ellos creció un amor “secreto” que quedó confirmado por la promesa de matrimonio o un precontrato. Sin embargo, lord Percy recibió una severa reprimenda de su padre, que ya lo había prometido con lady Mary Talbot, y el joven acabó casándose con ella. Otra relación que se le atribuyó a Ana fue con Thomas Wyatt, un poeta cortesano. Al parecer, Wyatt se enamoró de Ana y le dedicó hermosos poemas, pero debemos pensar en esa relación más como un amor cortesano que real, un simple flirteo sin importancia.

El amor de Enrique VIII por Ana Bolena empezó probablemente en 1526. De esa pasión nos quedan las cartas de amor que el rey enviaba a Ana. Cuando ella abandonó la corte, probablemente para acrecentar su interés, el tono de las misivas se volvió más ardiente. Enrique VIII firmaba las cartas como un colegial enamorado: “HR busca a AB y a ninguna otra”. Ana no contestó a ninguna de las cartas del rey y devolvió todos los regalos que recibió de él, lo que no hizo sino aumentar la pasión de Enrique por ella. Pronto empezó a hacerse obvio que Enrique VIII la estaba cortejando. Pero Ana conocía el destino de otras damas que, después de haberse entregado con total ligereza al rey, rápidamente habían sido desechadas por él, y ella no estaba dispuesta a correr la misma suerte. Le hizo saber a Enrique que se entregaría totalmente a él no como su amante, sino como su esposa.

En 1527, Enrique VIII quería separarse de su actual reina. Su motivo principal era la necesidad de un heredero varón que la infortunada reina Catalina no había podido darle, pero disfrazó esa razón enarbolando el argumento religioso: Dios lo había maldecido sin hijos por haberse casado con la esposa de su hermano, tal como reza el Levítico. Ana Bolena le ofrecía la esperanza de un futuro donde habría un príncipe de Gales, un heredero al trono de Inglaterra. Pero la Santa Sede no veía motivo para apartar a Catalina para sustituirla por lo que consideraba un capricho del rey inglés. Enrique VIII no se arredró, y buscó él mismo la forma de conseguir lo que quería. Se cuenta que Ana Bolena le entregó un libro titulado The Obedience of a Christian Man, de William Tyndale. En este libro, el autor afirma que la autoridad eclesiástica de un país debería recaer en el rey, no en el Papa. Acababa de plantarse la semilla de la que germinaría la Iglesia Anglicana.

Mientras el rey batallaba con la Santa Sede y con la propia Catalina de Aragón, Ana Bolena estaba siendo instruida para ser la consorte de Enrique VIII. En público se atrevía a desafiar e incluso despreciar a Catalina, ganándose la desaprobación de muchos. La gente se refería a ella como “la concubina” o “la mala mujer”, que había aparecido para humillar a la buena reina Catalina. Son frecuentes sus palabras altaneras, su temperamento fogoso y su actitud desinhibida y efusiva, pero su carácter no se moderó a medida que su poder se incrementaba.
 
Cuando el Papa dictaminó que el matrimonio de Enrique con Catalina era válido, el rey de Inglaterra empezó a considerar buscar otros apoyos. Catalina de Aragón fue expulsada de la corte y recluida en el castillo de Kimbolton, y Enrique VIII partió a Francia con Ana Bolena, nombrada marquesa de Pembroke, para solicitar el apoyo del rey Francisco I, que aprobaría el nuevo matrimonio de su homólogo inglés. Fue en Calais donde probablemente Enrique VIII y Ana Bolena consumaron plenamente su amor, porque ya sabían que era muy posible que pudieran casarse. Ese deseo se cumplió en 1533, en una rápida ceremonia secreta.

 

"La Más Feliz"
 
 
La noticia se mantuvo en secreto por un corto tiempo, hasta que Ana empezó a anunciar que estaba embarazada. Poco después fue coronada en Westminster con toda la pompa que exigía el acontecimiento. Fue llevada a Greenwich y luego a la Torre de Londres por agua, escoltada por cincuenta barcazas ricamente ataviadas. Ella misma pidió usar la barcaza que Catalina de Aragón había utilizado en su coronación. Las estancias de la reina en la corte también sufrieron reformas importantes. Los antiguos emblemas de Catalina fueron arrancados y sustituidos por los de Ana. Por todas partes se veían las iniciales H y A entrelazadas.
 
Era el momento de apoteosis de Ana Bolena. Había obtenido el rey y la corona que quería. La promesa de un hijo, posiblemente varón, la encumbraría hasta lo más alto. Todo parecía indicar que su triunfo era inminente. Pero entonces sucedió algo que dio al traste con su alegría. En septiembre de 1533, Ana dio a luz una criatura bella y sana, y fue anunciado a todo el mundo mediante un documento oficial. Sin embargo, en la palabra prince hay una “s” añadida a última hora para convertir al “príncipe” en “princesa”. Porque el bebé no fue un niño, sino una niña.
 
El nacimiento de la futura Isabel I causó una gran conmoción, pero fue considerada como la única hija legítima de Enrique VIII, desplazando a María y relegándola a la condición de bastarda. Sin embargo, nada había cambiado. La necesidad de un heredero seguía siendo tan acuciante como siempre. Ana amaba a su hija y encargó para ella las telas más finas y delicadas, pero no trataba igual a María, a quien humillaba públicamente y no se recataba en despreciar. Además, sentía que estaba perdiendo el afecto del rey, quien distraía las horas en compañía de diversas damas de la corte. En 1534 anunció un nuevo embarazo, pero abortó muy pronto. En 1535, Ana volvió a quedar embarazada, y en enero de 1536 murió Catalina de Aragón, por lo que por entonces podía considerarse, como reza su lema personal, la más feliz.
 
Sin embargo, el triunfo de Ana fue efímero. Volvió a sufrir un aborto; el bebé fue identificado como un varón, lo que la apartó definitivamente del rey. Enrique VIII decidió que no tendría hijos con ella y, como ya estaba prendado de la dulce Juana Seymour, se embarcó en un largo proceso destinado a acabar definitivamente con Ana Bolena. No era posible recurrir de nuevo a la nulidad matrimonial; se exigía un nuevo argumento para eliminarla por completo, y ese fue el de la infidelidad.
 
El juicio de Ana Bolena fue una cínica farsa. Solo se proponía un resultado: su muerte. Era una muerte necesaria para que Enrique pudiera contraer matrimonio con la inmaculada Juana Seymour, y fue muy diferente de la exhaustiva investigación que se llevó a cabo con la reina Catalina. Fue acusada de tratar de matar al rey Enrique y de mantener relaciones sexuales con una prolija colección de amantes como Francis Weston, William Brereton, Mark Smeaton, Henry Norris y hasta el propio hermano de Ana. Aunque esa culpabilidad nunca pudo ser demostrada, la sentencia fue firme: Los traidores fueron condenados a ser destripados en vida, colgados y decapitados, aunque después se conmutó la pena por la de decapitación. La reina y su hermano debían ser quemados o decapitados, según el deseo del rey.
 
Tras el juicio, Ana fue encerrada en la Torre, en las mismas habitaciones que había usado en su coronación. Cuando se le comunicó que sería decapitada, pidió que se llamara al verdugo de Calais, ya que era un experto con la espada. Solicitó una ejecución privada, que le fue concedida para evitar cualquier escándalo. Ana pronunció un discurso final en el que se mostraba dispuesta a obedecer la orden del rey, a quien proclamaba como el más amable y poderoso príncipe que jamás hubiera existido. Luego, se arrodilló sobre el tajo y el verdugo le seccionó la cabeza de un solo golpe. Ana Bolena, que había sido reina durante exactamente mil días, había muerto solo cuatro meses después que su antecesora.

 


lunes, 6 de mayo de 2013

Catalina de Aragón, la Reina Virtuosa

Este mes lo estoy dedicando, como podréis ver, a temas que me interesan de la Historia. Uno de los temas que más me han fascinado siempre es el de Enrique VIII y, más concretamente, sus seis esposas, que muchos toman como modelos de mujer.

Hoy empezaré por Catalina de Aragón, de la que os dejo fotos, emblemas y, cómo no, su biografía.


Espero que os guste!






Catalina de Aragón nació en Alcalá de Henares el 15 de diciembre de 1485. Creció feliz en la corte de Castilla y, como sus hermanas, recibió una educación muy superior a otras mujeres de su tiempo. Estudió el misal y la Biblia, a clásicos como Prudencio y Juvenal, a san Ambrosio, san Agustín, san Gregorio, a Séneca y los historiadores latinos, y llegó a hablar latín clásico (la lengua de la diplomacia internacional) con gran fluidez. También adquirió conocimientos de derecho civil y canónico, así como de heráldica y genealogía. Aparte de los esfuerzos intelectuales, también se cuidaron sus dotes musicales, el baile y el dibujo. Y la reina Isabel también inculcó a sus hijas otra tradición femenina más universal: el dominio de las destrezas domésticas. Las hijas de la reina aprendieron a hilar, tejer y hornear pan.

Al igual que el resto de los hijos de los Reyes Católicos, su destino se dirimió en el tablero de ajedrez de la política exterior de sus padres. Juan casó en 1497 con la archiduquesa Margarita de Habsburgo, y parece que tan a pecho se tomó la vida conyugal que los excesos le llevaron a la tumba a los seis meses de contraer matrimonio, dejando a su viuda embarazada de un hijo que no llegó a lograrse. En contrapartida, Juana se comprometió con Felipe de Habsburgo, hijo y heredero del emperador Maximiliano, del que se enamoró con tal extravío que fue apodada por ello como La Loca. En cuanto a Isabel, la mayor de las hijas de los Reyes Católicos, contrajo matrimonio en 1495 con Juan II de Portugal y, al repentino fallecimiento de éste, volvió a casarse con su hermano y sucesor Manuel I. Tan solo tres años después moría la joven reina portuguesa de sobreparto; en 1500, Manuel I pidió en matrimonio a su cuñada la infanta María. En cuanto a Catalina, se perseguía la alianza con Inglaterra y como tal se la preparó para convertirse en reina en la corte de Saint James hacia donde partió, en 1501, cuando apenas contaba dieciséis años.

De Catalina se decía que era muy hermosa. Se la describe por entonces como de piel clara y mejillas sonrosadas, lo que indicaba un temperamento sereno y alegre. Además, el cabello de Catalina era rubio y abundante, muy alejado de la imagen convencional de una española, y sus rasgos eran bonitos y regulares. Sin embargo, era menuda de estatura, un tanto regordeta y poseía una voz demasiado grave para una jovencita. En cuanto a su personalidad, había heredado de su madre la firmeza de carácter, la capacidad de mando y unos sólidos principios morales y religiosos.

Posiblemente su forma de ser no era la más adecuada para adaptarse a la corte inglesa. El día a día de la corte inglesa, refinada y culta, poco o nada tenía en común con la austera forma de vida castellana. Enrique VII, último representante de la casa de Lancaster, se había hecho con la Corona al acabar con la vida de Ricardo III de York en una revuelta. Su matrimonio con Isabel de York unió las dos dinastías enfrentadas en la llamada “Guerra de las Dos Rosas” (1455-1485). Pero había conseguido crear un país próspero que administraba entre el lujo de la vida cortesana y una cierta ligereza de costumbres, junto con un notable interés por las letras y las artes. En este mundo había educado a su hijo y heredero, Arturo, príncipe de Gales y futuro esposo de Catalina.

La travesía hasta Plymouth fue terrible. Pero las inclemencias del tiempo y el peligro de naufragio se vieron compensados por una calurosa bienvenida. Los ingleses se quedaron maravillados ante aquella hermosa princesa del sur. Pocos días después, Londres se engalanaba con fastos nupciales y los flamantes príncipes de Gales se retiraron a sus aposentos privados en el castillo de Baynard. Lo que ocurrió o no ocurrió tras esa puerta habría de darle a Catalina muchos quebraderos de cabeza en el futuro.

El matrimonio duró muy poco. Cinco meses después de la boda, el débil y enfermizo Arturo murió a causa de unas fiebres para las que no hubo remedio posible. Así, de repente, Catalina se encontró viuda y sola en un país extranjero y una corte que ahora no sabía qué hacer con ella. La posibilidad de un heredero hubiera cambiado su situación, pero Catalina afirmó que su difunto esposo no la había conocido carnalmente y que, por lo tanto, era doncella. Enrique VII, ya anciano, declaró a su hijo superviviente, Enrique, que acababa de cumplir los doce años, como heredero de su reino y, con el fin de no romper la alianza con España ni perder la dote que Catalina había aportado al matrimonio, se lo prometió con la viuda de su hermano.

Pero había un problema. En la época, el matrimonio entre personas tan próximas no estaba bien considerado por la Iglesia. Pero la virginidad de Catalina y la afirmación del propio Enrique VII, que aclaró que el matrimonio no se había consumado dada la impotencia del enfermizo Arturo, fueron los argumentos que convencieron al Papado, que otorgó la dispensa para que la joven princesa se comprometiera en 1503 con Enrique.

En espera de que el heredero alcanzara la mayoría de edad, Catalina se retiró al castillo de Ludlow para guardar luto por su difunto esposo. Los años pasaron y la frágil y rubia princesa se convirtió en una joven de carácter demasiado maduro para su edad, muy reprimida por sus duras disciplinas religiosas. Por otra parte, no perdió su capacidad intelectual, que fomentó con muchas horas de lectura y aprendizaje. En esto sí tenía una gran afinidad con Enrique, que protegió todas las formas de arte, fue un buen músico y un versado teólogo. Entre ambos se desarrolló una fluida relación intelectual, pero que poco tenía que ver, al menos por parte de Enrique, con el amor o la pasión.

En 1509 murió Enrique VII y su hijo, que aún no tenía dieciocho años, ascendió al trono. El matrimonio con Catalina no podía retrasarse más, y dos meses después, volvía a contraer matrimonio y se convertía en reina de Inglaterra.

 
"Humilde y Leal"
 
 
Catalina estaba perfectamente preparada para ejercer de reina de Inglaterra, probablemente más que para ser la esposa de un joven tan sensual y amante de los placeres como Enrique VIII. Su sentido del deber estaba por encima de cualquier distracción mundana de las que tanto disfrutaba el joven rey. Cierto que Enrique VIII admiraba y sentía afecto sincero por su esposa, pero eso no le impedía buscar el placer en camas ajenas. Catalina sobrellevaba con dignidad y entereza los devaneos de su esposo. El matrimonio fue prolífico, pero de los seis hijos que Catalina dio a luz, solamente uno alcanzó la edad adulta.

Alrededor de 1513, Enrique VIII entabló un conflicto armado contra Francia y su decisión más importante fue designar a la reina Catalina como regente, papel que desempeñó muy bien dada su gran inteligencia y sus capacidades diplomáticas. Mientras Enrique batallaba, Catalina hubo de hacer frente a un conflicto en su propio reino. Los escoceses, liderados por Jacobo IV, aprovecharon la oportunidad para atacar la frontera septentrional inglesa. Catalina envió un ejército al norte que aplastó a los escoceses en Flodden. Incluso envió a Enrique el abrigo manchado de sangre del mismo Jacobo como prenda de su victoria.

En 1516, poco tiempo después de la muerte del que habría sido el heredero de Enrique VIII, la reina Catalina dio a luz una hija llamada María. Creció como una niña no demasiado agraciada, pero de buen carácter y marcada piedad. Fue declarada princesa de Gales en espera de un vástago varón que sucediera a Enrique VIII. Pero Catalina engendraba y no paría más que bebés malogrados, al contrario que Bessie Blount, una amante del rey que le dio un hijo varón saludable al que bautizaron con el nombre de Enrique Fitzroy.

La cuestión de la sucesión empezó a invadir la política de la corte inglesa allá por el año 1521. Catalina no abandonaba la esperanza de concebir un varón, pero Enrique VIII tenía otro parecer al respecto. Aunque no fuese más que su heredera temporal, la princesa María le servía para entablar alianzas matrimoniales con algún soberano extranjero. Fue así como, tal vez por insinuación de la propia Catalina, decidió prometerla con su primo hermano Carlos I de España y V de Alemania, hijo de Juana de Castilla. La joven princesa recibió, por lo tanto, una buena educación para convertirse en la esposa del emperador del Sacro Imperio.

Pero de poco sirvió a Catalina tanto empeño. En 1527, Enrique VIII empezó sus trapicheos con la Santa Sede para conseguir anular su matrimonio. En algún momento de ese año, Enrique VIII consultó su Biblia y sus ojos dieron con el Levítico, donde se dice “que un hombre tome a la esposa de su hermano es algo impuro, pues ha dejado al descubierto la desnudez de su hermano. No tendrá hijos”. Aunque la razón de que los hijos de Catalina y Enrique nacieran muertos se debió, posiblemente, a una tara genética, Enrique VIII esgrimió el argumento religioso para declarar que su matrimonio era nulo ante los ojos de Dios. No lo creía ciertamente, pero era su mejor razón para liberarse de un matrimonio que ahora le fastidiaba. Y el motivo de su prisa no era otra que la joven sobrina del duque de Norfolk, Ana Bolena, una muchacha que estaba al servicio de la reina.
 
Empezaría así el calvario de la reina Catalina. Entre 1527 y 1533, fecha en la que se publicó el divorcio, la vida de Catalina fue una auténtica tortura. Una vez abierto el proceso, hubo de certificarse si el matrimonio de Catalina con Arturo se había consumado. Catalina afirmaba rotundamente que no había sido así, pero Enrique llegó a asegurar que había oído a su hermano jactarse de haber poseído a la princesa castellana. En tal caso, el Pontífice se mostraba de acuerdo con Catalina. El matrimonio era válido, puesto que la dispensa papal era consecuente con la realidad. Enojado por no poder obtener lo que deseaba, Enrique VIII se erigió en cabeza de la Iglesia Anglicana y, en 1533, tras publicarse la sentencia de divorcio, contrajo matrimonio con Ana Bolena en la abadía de Westminster.
 
Además de la humillación, el divorcio conllevó para Catalina su confinamiento en el castillo de Kimbolton en compañía de su antiguo séquito y perpetuamente custodiada por una guarnición militar. No se le concedió ningún otro rango que el de “princesa real viuda”, e incluso hubo de entregar con gran dolor las joyas de la reina a su rival, Ana Bolena. Entre lecturas y plegarias, la vida de Catalina se extinguió poco a poco. En su testamento, perdona al rey por todo lo que le ha hecho y le pide que sea un buen padre para su hija María. Murió el 7 de enero de 1536, sin renunciar jamás a su título de reina.